Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 51 – Verano 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

(Primer Premio XVII Certamen Literario “Los Alcores” 2018)

 

El hallazgo

Todos las mañanas, después de desayunar una copa de aguardiente, el tío Antonio solía darse un paseo por su huerto. Le gustaba contemplar los árboles frutales, acariciarlos como si fueran animales domésticos que necesitaran del contacto humano. También debía vigilar sus propiedades, a veces los niños merodeaban por sus tahúllas, protegidas por unas frágiles bardizas, y le robaban níspolas, caquis, naranjas de grano de oro... En una ocasión hicieron una presa con cañas secasen la acequia y le inundaron los bancales. El tío Antonio estuvo la noche entera tramando una venganza. Daba vueltas en la cama maquinando siniestras represalias, deleitándose con los castigos y humillaciones que infligiría a los niños. Sin embargo, al amanecer, advirtió que no merecía la pena enemistarse con los padres, hombres que, bajo una apariencia cordial, ocultaban una vena peligrosa y violenta. Dejó correr el asunto y se impuso la obligación de desbrozar de cañas la ribera de la acequia, como penitencia por su cobardía.

Aquel día, apenas había entrado en el huerto, cuando sus ojos turbios se posaron en un bulto pequeño que se distinguía entre los bancales, casi cubierto por las flores blancas de los tréboles. Se aproximó despacio, con la desconfianza del huertano viejo que teme siempre una emboscada. Pensó en los chavales del pueblo, sus enemigos, las alimañas que saqueaban sus frutales. Quizá le habían obsequiado, para fastidiarle, con una carroña. Hasta que estuvo muy cerca no sospechó que aquella pequeña masa inerte podía ser un niño. Con el pie, desde una prudencial distancia, lo movió suavemente por si estuviera dormido, pero no se atrevió a tocarlo, pues le asaltó el temor de que alguien pudiera responsabilizarle de esa desgracia. Había amenazado tantas veces a los chicos con todo tipo de crueles castigos... Entonces, los engranajes de su embrutecido cerebro se pusieron en marcha. No podía seguir allí, contemplando embobado el cadáver, como un pasmarote. Tenía que hacer algo. Volvió la espalda al silencioso intruso y salió a la carretera. De súbito, el canto del jilguero vibró alegremente en sus oídos, recordándole que existía la posibilidad de olvidar el descubrimiento, que fuera otro el que diera la voz de alarma; otro el que respondiera al interrogatorio de los guardias de la capital, a las sospechas veladas de sus paisanos. Entraría en la taberna del Chato, como todos los días, golpearía la barra de madera, renegrida por la suciedad y el aburrimiento, con la palma extendida y, sosteniendo la mirada socarrona del tabernero, bebería su segundo aguardiente de la mañana. Pero cuando se acercaba a la Calle Mayor, en dirección al bar, se detuvo un momento titubeando. Un sentimiento oscuro, al que no podía dar nombre siquiera, le subía por la garganta como una bocanada de angustiosas náuseas. Quizá se trate de un amago de piedad, o tal vez, simplemente, es el miedo, lo que le impulsa a cambiar el rumbo y dirigirse de nuevo hacia su casa, coger la bicicleta y poner rumbo a la ciudad para denunciar el triste hallazgo.


El maestro

Don Wenceslao tenía entre las manos una caja grande de hojalata, que había contenido galletas mucho tiempo atrás, y, como un prestidigitador de un reluciente sombrero de copa, estaba exhibiendo ante los alumnos rocas y minerales, recogidos en sus paseos por los campos de Castilla. Guardaba para el final las piezas más valiosas de su colección: los fósiles, de los que hablaba con apasionado entusiasmo. Sus explicaciones dejaban a los niños fascinados, perplejos ante la inmensidad del tiempo que el maestro desplegaba ante ellos como un manto de eternidad.

—Este trilobites tiene trescientos millones de años. Si alguna vez os encontráis un ejemplar parecido, traedlo a la escuela. Yo lo estudiaré, lo catalogaré y lo pondré a buen recaudo, para que lo contemplen las generaciones venideras.

Las aulas de la Escuela Graduada de Tres Grados ocupan el primer piso de un edificio que alberga, en la planta baja, las ruinosas casas de los maestros. Las paredes cubiertas de azulejos disimulan la humedad que sube del río y se cobija en las habitaciones, pequeñas y tenebrosas. Hay un patio de recreo en la parte posterior con un pozo y un aljibe. Desde ese patiecillo se sube a las clases por una destartalada escalera de madera.

Alguien golpeó la puerta del aula con firmeza. Don Wenceslao interrumpió su disertación y dio su permiso para entrar. Entonces, una mujercita, arrugada y nerviosa, penetró en la sala. Antes de que el maestro pudiera preguntarle por el objeto de su visita, la tía Sara arrancó a hablar con voz ronca:

—Don Wenceslao, hay un difunto en el huerto del tío Antonio. El alcalde y los civiles quieren que vaya usted ahora mismo, porque el señor cura está en la capital ––y  respiró hondo, poniéndose en jarras, desafiante, a la espera de la respuesta del maestro.

Los escolares y el propio don Wenceslao tardaron varios segundos en reaccionar. Les sorprendía la noticia tanto como el tono autoritario de la tía Sara.

—¿Un difunto? ¿Has dicho un difunto? Y... ¿por qué he de ir yo? ¿Qué tengo que ver yo en ese asunto? ––preguntó el maestro, con un timbre de alarma en su voz.

—Yo no sé nada. Me han mandado que le busque y eso hago. Y que se dé prisa ––dijo la mujer, satisfecha porque podía contestar al maestro con la impertinencia de la que se sabía mensajera de los poderes fácticos del pueblo. Después dio los buenos días y se marchó, cerrando la puerta con un golpe tan seco como una orden incuestionable.

Los escolares respetaron el silencio del profesor. Les extrañaba aquella falta de curiosidad que lo mantenía atado a su silla. ¡Ah, si la tía Sara hubiera venido preguntando por ellos! Habrían bajado al patio volando sobre los escalones y, corriendo a grandes zancadas, habrían enfilado la Calle Mayor, hacia el Camino de Orihuela, hasta llegar al huerto del tío Antonio. Allí, entre los naranjos, los caquis y las higueras que ellos esquilmaban en cuanto el verano maduraba sus frutos, escondido bajo los agrillos que cubren los terrones apelmazados, estaría esperándoles el muerto. Se lo imaginan descoyuntado, con los ojos abiertos y la boca bien apretada. Porque el muerto no quiere que los seres nauseabundos que viven en el barro penetren en su interior. Ha de mantenerlos a raya, mientras aguarda a que llegue el maestro, con el bastón en la mano y las gafas de montura de alambre. El muerto espera que don Wenceslao lo saque de allí, que lo rescate del polvo. Quiere, como todos los muertos, ganar su parcela de eternidad, quiere ser  estudiado, catalogado y guardado a buen recaudo, en una caja grande de hojalata, para que lo admiren las generaciones venideras.

De pronto, el maestro reaccionó, sorprendiendo a los alumnos, abstraídos en sus vanas elucubraciones. Se levantó súbitamente y dio por finalizada la jornada. Un niño le acercó el sombrero y el bastón. Cuando salió a la calle, en medio del tropel de los alborotados y expectantes escolares, el intenso perfume de las flores que procedía de los huertos le recordó la tímida primavera castellana.

A buen paso, acompañado de varios vecinos que habían escuchado ya el rumor que corría por el pueblo, el maestro caminó en dirección al huerto del tío Antonio, donde le esperaba el frágil fantasma que  desde entonces poblaría sus sueños.


El niño

A la entrada de la finca, don Wenceslao se detuvo un momento para coger fuerzas. Llenó los pulmones de aire como si fuera a sumergirse en un río profundo y turbulento. Enseguida distinguió, en el fondo, bajo la sombra de una morera, a un grupo de personas inquietas. Entre los tricornios reconoció al alcalde y al boticario. Luego se internó por el caminillo que bordeaba la parcela para reunirse con ellos.

Don Wenceslao había sufrido la guerra. Veinte años como maestro de escuela en pueblos olvidados de Dios y de los hombres proporcionan una sabiduría impagable en las variantes de la crueldad humana. Pero no estaba preparado, nadie puede estar preparado, para descubrir sobre la tierra oscura, rodeado de las flores blancas de los tréboles, el cuerpecillo inerte de un niño de apenas cinco años.

El pequeño era rubio, menudo y había perdido sus abarcas. Pudiera parecer dormido si no fuera porque alrededor de la boca, camuflado por las hojas esmeraldas de los tréboles, se adivinaban los restos de un vómito rojo como una aureola de oscura sombra, sangre derramada gime muda canción de serpiente, recitó mentalmente el maestro, en un fallido intento de distanciarse de la triste escena.

El sargento le repitió la pregunta.

—¿Es de nuestra pedanía? ¿Lo conoce, don Wenceslao?

—Sí. Es el pequeño de los Serrahíma —dijo tristemente—. Su familia acaba de llegar al pueblo. Se han trasladado desde Lorca. Lo sé porque la hija mayor, Caridad, acude en ocasiones a las clases que imparte mi esposa a las mujeres adultas por la noche.

—Y la familia... ¿Son gente de posibles? —preguntó el sargento de la Guardia Civil.

—No creo. Parecen muy humildes. Caridad nos ha contado que tiene siete hermanos y que debe cuidarlos y ocuparse de las labores de la casa porque su madre vuelve a estar embarazada —repuso don Wenceslao y deseó marcharse, huir del aquel lugar maldito, pero seguía inmóvil, vuelto ahora protagonista entre los figurantes que le observaban silenciosamente, contagiados por el solemne misterio que exhalaba el niño muerto entre las flores.

En ese instante se oyeron voces y lamentos que se acercaban por la vereda. Todos los presentes volvieron de nuevo a la vida, despertaron del ensimismamiento en el que se habían sumergido por unos instantes. Un grupo desalado se aproximaba tropezando, estorbándose en una carrera inútil para ser los primeros, para comprobar la horrible sospecha y desentrañar la incertidumbre que desde hace ya unas horas les sobrecoge.

—¡Son los forasteros! ¡Los Serrahíma! —exclamó una mujer. Y un gesto de alivio borró por un segundo su expresión de tristeza—. ¡El maestro tiene razón! ¡El zagalico es uno de los suyos!


Descubrimientos

El verano se acercaba con su corte de polvaredas y mosquitos. Don Wenceslao leía un libro de poemas bajo la fresca y perfumada sombra de una higuera. Intentaba que su mente se refugiara en su paraíso perdido, allá en las Tierras Altas, lejos de la desconfianza y el miedo que se habían instalado en la huerta después de la muerte del niño. Y sin embargo, la vida continuaba con su rutina lenta y cadenciosa. El maestro vio pasar al Tío de las Pipas en el motocarro donde transportaba la mesa-tijera y la mercancía: pitillos matalaúva, chocolatinas, barquillos, pipas y caramelos; rumbo a la Glorieta, jardín en el que instalaba su tenderete. Dando unos bocinazos estridentes, la guagua amarilla, procedente del Raal, hizo su aparición avisando a los viajeros que necesitaban acercarse al centro de la ciudad. El maestro saludó a un par de chavales, alumnos de su escuela, que pasaron en sus bicicletas, felices con sus cestas, atadas al manillar, repletas de higos chumbos de La Aparecida. Y en mitad de la tarde, ordinaria y predecible, en el momento en que un viento cálido atravesaba los huertos y agitaba los cañizares secos de la ribera del río,  el sargento de la Guardia Civil se presentó ante don Wenceslao, que, incómodo, ante la aparición inesperada, cerró su libro con un gesto de fastidio y se levantó para saludarlo. Pero el sargento no había venido a hacer una visita de cortesía y le comunicó enseguida que necesitaba hablarle en privado. Los dos hombres pasearon lentamente por la mota del río, envueltos en un rumor de confidencias y secretos.

—El niño tenía estricnina en la sangre —dijo el sargento con voz temblorosa—, de la que se utiliza para matar las hormigas. Al principio pensamos que podía haber sido un accidente, que el pequeño se la había comido creyendo que era una golosina, pues los polvos se asemejan al azúcar, pero yo no estaba convencido. Su sabor es desagradable, nadie tomaría voluntariamente tal cantidad. También me inquietaba el lugar y la forma en que lo hallamos. Alguien lo abandonó en aquel huerto donde los niños acudían a  jugar entre los frutales. Alguien intentó, torpemente, cubrir de flores el cadáver. Necesitaba seguir indagando... Estuve en Lorca haciendo preguntas. Descubrí algo terrible: éste no es el primer miembro de la familia Serrahíma que muere en extrañas circunstancias. Allí fallecieron otros dos niños que también mostraron síntomas de envenenamiento.

El maestro guardó silencio mientras asimilaba las dramáticas consecuencias de la investigación.

—Don Wenceslao —prosiguió el sargento—, hable usted con la niña. Le tiene mucho respeto. Quizá ella sepa lo que está ocurriendo con sus hermanos.

Después se alejó hacia el pueblo pensativo, cabizbajo, luchando con las dudas que le atormentaban.


Caridad

—Nos ha tocado vivir unos días oscuros —dijo el maestro—, todo lo que ha ocurrido no es más que el resultado de la ignorancia, el abandono y la miseria que nos rodea.

Don Wenceslao había pedido al sargento de la Guardia Civil que acudiera, cuanto antes, a las escuelas, pues debía informarle de las averiguaciones que había llevado a cabo. Los dos hombres se habían sentado en la sala de estar del maestro, en torno a una mesita baja sobre la que habían colocado una botella de orujo y dos vasos.

—Hablé, como me pidió, con Caridad —comenzó su relación, con un tono grave, don Wenceslao—. La niña, al principio, cuando le pedí que me diera su opinión sobre la muerte de sus hermanos en Lorca, apuntó a los vecinos que, según ella, odiaban a la familia. Entonces le hice ver que era una acusación sin fundamento. Caridad se echó a llorar y dijo, entre sollozos, que quizás sus propios padres, incapaces de mantener a la familia, habían sido los responsables de los crímenes. A pesar de sus lágrimas, Caridad no consiguió convencerme. Descansamos un momento para aliviar la tensión de la niña. Mi mujer nos trajo unos vasos de leche y yo le acerqué, con la intención de probar su inocencia, un azucarero repleto del mismo veneno insecticida que se descubrió en la autopsia de los cadáveres. La niña reconoció los polvos al instante. Dio un grito y me detuvo antes de que pudiera echarlos en la leche. Sabía perfectamente cuáles eran sus efectos. Después se derrumbó y acabó confesando que había sido ella la que había envenenado a sus tres hermanos...

El sargento de la Guardia Civil era un hombre duro que no se arredraba ante los dramas de la vida, pero no pudo evitar que un escalofrío le recorriera el cuerpo.

—Pero... ¿qué motivo tenía esa criatura para cometer tal barbaridad? —preguntó perplejo.

—Caridad me contó que su madre la obligaba a cuidar de sus hermanos pequeños y a realizar las faenas más ingratas de la casa. Se pasaba el día trabajando, sin un minuto de tregua, hasta que, al caer la noche, caía agotada en su jergón. No le permitían asistir al colegio, ni siquiera tenía tiempo de jugar con otros niños. Tan sólo le dejaban acudir algunas tardes a la escuela, cuando conseguía finalizar todas sus obligaciones domésticas. Pero, con la llegada del nuevo hermano, esas pocas horas de estudio y diversión también se habrían acabado. Caridad estaba desesperada, quería aprender algo más que las cuatro reglas, sentía interés por la lectura y mostraba una curiosidad inusual por el mundo en que vivía. Si hubiera nacido varón, las circunstancias habrían cambiado. Se lo aseguro. Esta tragedia es fruto de la desidia y la ceguera de todos los adultos que tratamos a Caridad... —el maestro enmudeció de pronto, incapaz de seguir exponiendo sus conclusiones con objetividad.

El sargento pensó que la verdad es a veces tan dura que uno se arrepiente de haberla buscado con tanta insistencia. Don Wenceslao tenía razón, el principal responsable de aquellos crímenes era el tiempo aciago que les había tocado vivir, un tiempo que se ensañaba cruelmente con las mujeres. Pero él no era el encargado de juzgar, sino el de buscar y detener a los culpables. Debía cumplir su cometido y la rueda de su existencia seguiría girando inexorable... Se levantó, iniciando el rito de la despedida.

—¿Qué pasará ahora? ¿Irá Caridad a la cárcel? —el maestro le acompañó hasta la puerta de la calle—. Sólo tiene doce años.

—No lo sé exactamente —repuso el sargento—. El juez lo decidirá. Sé que en el Monasterio de las Oblatas hay un centro de internamiento de menores. Me imagino que Caridad acabará allí, si tiene suerte.

Los dos hombres intercambiaron un apretón de manos y el maestro lo vio salir a la Calle Mayor. El sargento se detuvo un instante, como si no supiera qué camino debía tomar. Luego se dirigió hacia las afueras del pueblo, donde los Serrahíma se habían instalado ocupando una barraca abandonada.

Don Wenceslao regresó a la sala y se sirvió un vaso colmado de aguardiente. Mientras lo paladeaba, se acercó a la estantería en la que guardaba los pocos libros que había podido rescatar del desastre de la guerra y sus secuelas. Tomó con cuidado un volumen, camuflado con un forro de papel de estraza, que ostentaba en la primera página el marchamo del Patronato de las Misiones Pedagógicas de la República. No necesitaba abrirlo para recordar las palabras de su maestro, Ovide Decroly: Nuestra tarea es conseguir que sea el niño el que busque, por su propia iniciativa, el conocimiento. Pensó en Caridad, en ese gesto atroz de rebeldía que había cometido con el fin de liberarse de la vida que su familia y la sociedad le habían impuesto como una condena. Y sintió el fracaso filtrándose en su alma lentamente, como el agua turbia del río ascendía desde los veneros subterráneos, para manchar de podredumbre las paredes de su casa.