Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
51 – Verano 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

La puerta superior izquierda del armario se dirigió a mi cabeza con su habitual precisión. El golpe no fue enérgico pero la sorpresa sí fue mayúscula, y más aún si tenemos en cuenta que la fuente que sostenían mis manos llegó al suelo y se hizo añicos en una aseada mezcla de trozos de fina porcelana y patatas guisadas con bacalao, pócima con la que suponía cautivar a mi invitada.
Tuve que controlar la cólera. Si hay algo que me altera es ver cómo algo que tengo entre las manos se cae, pero en mi descargo aseguro, sólo en este caso, haber sido víctima de un ataque premeditado en toda regla. Primero, la puerta que guardaba la estantería, con su golpe distrajo mi objetivo, y a continuación una fuerza inverosímil, la de los fantasmas premeditantes, hendió mis manos para arrancar de ellas el trabajo de más de una semana, el sueño de toda una vida, que pasó en ese instante a decorar con procacidad el piso de la cocina.
Los días anteriores, la puerta ya había dado señales de aviesas intenciones. Mediante pequeños lapos, lo suficientemente ligeros como para no causar apenas dolor, había estado percutiendo día tras día sobre mi cabeza. No importaba que la cerrara con cuidado o que evitara que alguna lata o paquete pudiera estorbar; ella permanecía dispuesta a refrescar mi memoria y dar paso a esa misteriosa sensación de sentirse incapaz de advertir lo que presentía iba a pasar.
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Desde que hice instalar en la cocina una moderna y práctica estantería, su puerta jamás había tomado decisiones por cuenta propia. Alguna que otra vez, más debido a mi exceso de celo y sobrepasar el límite al aceitar sus bisagras, de par en par se abrió de improviso para castigar mi testa, pero en los últimos tiempos, ese divertimento se había transformado en rutina, y raro era el día en que no lograba de una forma u otra atizarme.
Quiero pensar que pese a todo, su forma de actuar contra mis propósitos no la podría tildar de desleal. La puerta, como ya dije, solía con antelación advertir de sus aviesas acciones mediante algún chirrido o el albedrío otorgado a algún que otro paquete que, sin dudarlo, saltaba al vacío, por lo general ya abierto, con un consiguiente perjuicio del orden más que de la economía. Eso no quiere decir que con un improperio, más de una vez cerré con relativa violencia sus aperturas, algo que no significa indiferencia u odio, ya que en ella no dejaba de reconocer la salvaguarda de mi siempre escuálida alacena. ¿Qué puerta no ha tenido que soportar todo tipo de insultos y hasta violencia física? Sólo es un trozo de chapa lustrada y unas bisagras realzando la cocina y a la que casi a diario paso una bayeta para destacar su resplandor y buen ver, forma de certificar y agradecer ese celo profesional que había impedido ocultarse en su interior insectos u otro ser vivo propenso a lo ajeno.
Afirmar con certeza que su alianza con el fantasma perseguidor de mi andar fue un hecho puntual sería faltar a la verdad. Más bien me inclino a pensar que la relación entre ambos fue consolidándose con el tiempo. La puerta, desde su atalaya en el armario, podía contemplar silenciosa cómo platos, vasos u otros utensilios de cocina eran arrebatados de entre mis manos con un inapreciable, certero e impensado golpe, demostración de que ella loaba al premeditante fantasma. Esa representación del dios en el que necesitaba creer para darle un sentido a su vida de aglomerado. Era una silueta transparente, veloz y poseedora del espíritu justiciero que le impulsaba a ocupar un lugar de relevancia en el mundo de los cuerpos materiales.
Los fantasmas no son blancos. Se dibujan generalmente como figuras desordenadas. Surgen de la penumbra para con su sola presencia aterrar. Del fantasma premeditante poco puedo decir. Jamás pude verlo o imaginarlo, pero sí muchas veces sentí su presencia, no sólo cuando atizaba mis manos, sino también cuando la soledad me llevaba a deambular de habitación en habitación hasta terminar en la cocina y exasperarme con la música de los cristales rotos repicando en el piso. Pocas veces delató su presencia por la noche, diría que era un fantasma diurno. Jamás abrió los brazos dentro de su túnica deforme, poseedor de un silencio elocuente; las palabras eran sus hechos; sus huellas, mis pasos; y mi exasperación, el objetivo. Todo dispuesto y ejecutado con precisión.
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Las recetas de cocina elaboradas en los días de calma se publicaban cada domingo en el periódico local. El resto de la semana, el teléfono no dejaba de sonar. Los más importantes restaurantes pedían consejos sobre cómo preparar tal o cual plato, pero no viene al caso entrar en detalles sobre las virtudes del arte de las recetas, sino más bien relataros cómo se dio tamaña alianza, poco creíble, sí, pero dadas las consecuencias, real e innegable para mi entender.
La cita más importante de mi vida estaba concertada desde dos semanas atrás. Siempre había soñado con una mujer así. En las calles, las baldosas peleaban por besar sus pies. Todo era música a su alrededor. ¿Con qué más poesía le era permitido a un hombre fantasear? Hermosa, inenarrablemente hermosa, profunda como las aguas del océano, nítida, femenina y por consecuencia la más deseada por los otros hombres, algo que, debo aceptar, era mi mayor estímulo.
Incontable el tiempo de espera avivando el gozo de tenerla a mi lado. Las patatas guisadas con bacalao eran el plato de referencia de los gourmets más exigentes de la ciudad. Así que decidí improvisar una nueva receta; una variante sobre lo tradicional capaz de abarcar fantasía, sabor y deseo. Un toque afrodisíaco para los requiebros del amor eterno en una salsa en la que pudieran confluir tomates con espinas de rosales silvestres, tiernas cebollas de verdeo con orquídeas de Filipinas, pimientos y nardos, ajos, corales y un bacalao aliñado con chispeantes estrellas de mar, erizos y otros equinodermos.
Varios días para conseguir los ingredientes y muchos más para dar con la textura ideal. Toda la esencia femenina capitulando ante la más fantástica percepción de cocina vista sobre una mesa en la que no faltaban, además del candelabro de plata, las resinas vegetales aromáticas y el óleo consagrado en conjunción con las risueñas burbujas del moet chandon.
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A lo largo de los preparativos, la puerta del armario permaneció en calma. A ello se sumó la ausencia del fantasma premeditante, algo que posibilitó que olvidara viejas rencillas y dejara de pensar en la necesidad de tomar las precauciones más elementales para el día en que mi suspirada dama atravesara por fin la puerta de casa.
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El sueño no despertó. Ella estaba allí, blanca como la nieve, dorada como el trigo maduro, verde como la campiña. Ella estaba allí, sumergida en una esbelta mezcla de color realzado por una pérlea sonrisa. Desde sus zapatos de cenicienta a la altiva corona, todo era un derroche de buen hacer.
Mi rodilla derecha rozaba la alfombra persa. Reprimí exponer un respetuoso y sumiso «majestad». Sin duda, el tratamiento era el adecuado. Ella era una reina.
—Manuel —mi nombre fue la vibración de un Stradivarius en su boca de fresa—, no veo el momento de probar sus exquisiteces. La fama de su cocina traspasa fronteras, y será para mí el privilegio poder dar fe de ello.
Nuestros pies ensayaron un vals deslizándose al comedor. La mesa aguardaba junto a Strauss en el gramófono. Todo era acompasado. Dentro de su vaporoso vestido, excitada, ella esperaba el momento de tener frente a sí ese plato capaz de transmitir un inmenso sí.
Retiré la silla para que ella se sentara y con una leve reverencia serví champán en las copas de cristal al tiempo de decir:
—Permíteme que me ausente tan sólo un minuto, por favor. Traeré el bacalao con patatas y las estrellas de mar.
—Estoy ansiosa de probar el resultado de su cocina. Comentan que sería el amante perfecto si se asemejara la imaginación para hacer el amor que usted tiene con la que emplea en los fogones.
—Podríamos probarlo como postre —atiné a contestar fascinado por su atrevimiento.
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Decididos, mis pasos firmes se dirigieron a la cocina. La confianza de su presencia abarcaba todos los espacios. La fuente con la delicatesen marítimo-terrícola esperaba a ser asida y trasladada a la mesa con música de Verdi y coros celestiales. Sí, continuaba mi danza en el paraíso cuando elevé al altísimo cielo raso el cáliz de porcelana con los deleites invocando la aprobación celestial, y la puerta superior del armario se abrió con furia yendo directa a mi cabeza, al tiempo que el asqueroso fantasma premeditante, con un imprevisto golpe, azotó mis manos. La sorpresa, el dolor, y sobre todo la toma de conciencia de mi fatal descuido, fueron las consecuencias inmediatas. La despiadada alianza había sincronizado su faena.