Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 51 – Verano 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

 

Dionisio Ridruejo, el poeta falangista en la sierra de Gredos

(del libro Poetas en la sierra de Gredos. Editado Círculo Rojo. 2018)


«Escribo sólo lo que necesito, lo que siento, en pleno arranque de pasión casi siempre. Pero todo nace sólo de mi mundo interior. El mundo externo apenas existe, y si existe visualmente —Sonetos a la piedra—, lo idealizo enseguida», confesaba Dionisio Ridruejo en sus Confidencias Literarias de 1944.[1]


«Volverán banderas victoriosas

al paso alegre de la paz».

(Versos del Cara al sol, himno de la Falange, escritos por Dionisio Ridruejo).


«Gredos está conformado en buena parte por crestas, circos, artesas glaciares y gargantas torrenciales de notables dimensiones, relieves agudos labrados en espléndidos granitos en lanchas, paredes, canalizos, torres. Gredos es, así, entre las dos mesetas extensas, un espinazo de alta montaña berroqueña»[2], escribe Eduardo Martínez Pisón[3].Dionisio Ridruejo, en alguno de sus poemas, evoca el paisaje de la sierra de Gredos, para él algo más que un decorado natural, puesto que, al igual que para Miguel de Unamuno, la grandiosa acumulación granítica de estas montañas refleja la esencia misma de la España eterna: «mi España inmortal», en palabras del rector de Salamanca. En su libro Sonetos a la piedra[4], que comenzó a escribir en 1934 y terminó en 1942, está latente esta evocación:


España de piedra


Del Pirineo hasta Tejeda[5] España

del Atlántico, allá, fuerte y remota—

a toda piedra y majestad si brota,

si sube al cielo armada y en campaña.


Energía que el tiempo desengaña

si eterniza el tropel, desierta y rota,

si la convulsa tempestad no agota

su pujanza en la paz con que se baña.


Toda castillo o crestería, vuelo

pesado, movimiento endurecido,

serenidad —oh Gredos, Guadarrama—


y agonía naciente. Toda anhelo,

toda sin dominar y sin vestido,

toda libre, inmortal. Como se ama.



Dionisio Ridruejo, buen poeta y falangista reconvertido a la democracia antifranquista, nace en Burgo de Osma en el año 1912 y muere en Madrid un mes de julio de 1975, cuatro meses antes de la muerte de Franco. «Hijo de la pequeña, católica y provinciana burguesía; sobrio, contenido y castellano, su Casi unas memorias, publicadas, a su muerte en 1977, constituye uno de los ejercicios de mayor sosiego que pueda esperarse de un hombre nacido para la acción». Fue miembro de la Junta Política y del Consejo Nacional de Falange Tradicionalista y de las JONS. «En una conocida fotografía de los años sesenta se le ve junto a Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, Rodrigo Uría, Pedro Laín Entralgo y Antonio Tovar: todos, sabido es, reconocidos demócratas. Por las mismas fechas aviso para desmemoriados—,el PCE[6]era la única oposición al franquismo y sus militantes eran encarcelados, torturados, asesinados»[7], escribe no sin una acerada ironía Manuel Fernández Cuesta, redactor jefe de Mundo Obrero.

Dionisio Ridruejo, junto con otros destacados falangistas, antes incluso de que acabara la Guerra Civil, comenzó a sentir un gran desengaño. Él en concreto lo vivió como un desgarro interior que le lleva a alistarse en la División Azul como soldado sin graduación.Regresa a España en abril de 1942, con 29 años de edad. Vuelve exhausto, perdida la salud, muy delgado, con la disidencia royéndole por dentro.

Decide pasar una larga temporada, lejos de todo y de todos, en la sierra de Gredos. Pasea en solitario por entre los pinos siguiendo el curso del río Tormes y contempla a lo lejos las altas cumbres cubiertas de nieve todavía en primavera. Lee a Unamuno, su guía emocional. También se sumerge en la lectura de los novelistas rusos «con su remoto paisaje en la memoria». Hubiera podido ser plenamente feliz aquellos días si no fuera por las hondas contradicciones que arrastraba en su interior. «A ratos, cuando no leía ni andaba por el campo, sentía una gran desazón ante el panorama político español. Con su habitual impertinencia, se lo hizo saber al propio general Franco cuando lo recibió en El Pardo».

Tras la entrevista con el dictador, Dionisio Ridruejo sube de nuevo a la sierra de Gredos con el convencimiento de que una etapa de su vida había llegado a su fin. Había salido bien templado del infierno ruso, y ya no era lo que se entiende por un hombre inmaduro. «Su regreso había sido triunfal; le llovían ofrecimientos, su porvenir personal parecía completamente despejado, sin una sola nubecilla, pues en aquella España haber hecho méritos como los suyos se traducía en recompensas, fuesen estancos o embajadas». Lo primero que hizo fue enviar a Franco una larga carta. La terminó el 7 de julio de ese año de 1942 y la despachó enseguida... «No creo que Franco —matiza Manuel Penella— hubiera recibido ninguna otra carta en términos tan duros y firmada».[8]

El libro La soledad del tiempo, escrito en buena parte en su estancia en la sierra de Gredos, en aquella primavera de 1942, es una colección de poemas donde el poeta recrea el paisaje y la sensación de un encuentro consigo mismo inmerso en una naturaleza en plena floración. Era lo que su ánimo un tanto confrontado estaba necesitando en aquellos instantes. Tal como anota Manuel Penella, estos poemas los guardaba en el llamado libro de alforja»durante sus largos paseos. El libro fue editado en Barcelona en 1944.

En uno de estos poemas, el que comienza con este verso: «Urbión allá y, más cerca», se hace presente Miguel de Unamuno cuando una y otra vez afirmaba metafóricamente que la sierra de Gredos era el espinazo de Castilla, Dionisio Ridruejo habla de «las cuentas de la espina», manantial de las «frescas aguas»para «el esquivo mar»que es el destino final, la muerte; pero ¿por qué esquivo?

«Urbión allá». El poeta, tal vez, añora la tierra donde había nacido, la Soria de su infancia.

En «esa soledad en toda el alma», Dionisio Ridruejo, en otro de estos poemas, tiene en la mirada la visión de una sierra de Gredos en primavera que nada tiene que ver con las experiencias bélicas vividas recientemente en la lejanía de las estepas rusas. «Ya me amparan/ la tierra y va la muerte con la brisa/ vigilando la altura de las plantas». No puede dejar de sentir una incierta ansiedad aún en contra de su voluntad.

Conmueve la definición del Circo de Gredos al despertar la mañana en un tercer poema: «¡Buenos días, gallardos ventisqueros!», exclama. Hay que recordar que la primera expedición geológica llevada a cabo por un grupo de aficionados a la geología en 1834 al Circo de Gredos lo definió con las siguientes palabras: «Aquí fue donde por primera vez en nuestra vida formamos idea de lo verdaderamente sublime»[9].

Si en el Circo de Gredos era el despertar del día, en Hoyos del Espino, a las orillas del Tormes, entre los espesos pinares junto al Puente del Duque, más allá, muere el día: «En el fresco pinar gana la tarde/ —la luz arriba— su sombrío peso/ y un seco olor, un húmedo descanso/ vagan conmigo ya sin pensamiento».

Aquel año de 1942, todavía eran fusilados cientos de presos políticos en nuestro país. La represión franquista se extendía por toda España. Mientras tanto, Dionisio Ridruejo podía recuperar su salud, escribir bucólicos poemas y poner en orden las ideas que le atormentaban en su interior alojado a cuerpo de rey en el Parador de Gredos. Este parador había sido antes el pabellón de caza del rey Alfonso xiii. Por eso no es de extrañar que el páramo, el cementerio, la naturaleza toda, pongan al poeta frente a sí mismo: «parado estoy», «como una roca en la noche»,bajo las estrellas, escribía apesadumbrado.

El oscuro volcán que estaba a punto de estallar en su conciencia y, como un consuelo incontenido, las altas cumbres graníticas de la sierra, con el Almanzor recortándose contra el cielo amoratado al atardecer, eran para él una realidad  «maciza sublimada». Qué difícil es luchar contra uno mismo: «Tu violenta fe de tierra en celo/ de eternidad, se acoge/ a la nada inefable del sosiego», terminaba anotando.

Medita y respira la grandiosidad del paisaje, su geografía abrupta e imponente, sumido en la grave decisión que acaba de tomar al quemar las naves de su aventura política en defensa de una hipotética España en apariencia más auténtica: «Ya está la soledad en toda el alma/ y atrás las naves —roca a roca— ardiendo». Sobrecoge tanta desolación.

En 1962, participa en el llamado de forma despectiva Contubernio de Múnich, un encuentro de la oposición franquista con la intención de restablecer la democracia en España. Lo pagó caro, le costó el exilio. En 1974, funda la Unión Social Demócrata Española, que aspira a convertirse en un partido político; no pudo ser. Francisco Umbral, con su afilada ironía, escribió de Dionisio Ridruejo: «Se hizo falangista por fascinación, y luego se exilió él mismo en su interior, o le exiliaron, y fue siempre un ejemplo de coherencia moral e incoherencia vital».



Dionisio Ridruejo


En la soledad del tiempo. Clásicos Castalia. Madrid. 1981.


Urbión allá y, más cerca,

Malagón, Guadarrama,

Sierra de Béjar y la Estrella, hundida

hacia la tierra que nos parte el alma,

y aquí en Gredos; las cuentas de la espina

—¿fuerza, dolor?— de España,

acumulando —Tajo, Duero—

para el esquivo mar las frescas aguas.

Usando la hermosura del sosiego

—la encina sola y el canchal de plata,

la fuente que decide el valle tierno

y la peña del éxtasis lejana—

extraño de la paz aunque gozoso

—ya lo sé: sueño en Dios, costumbre mansa—,

voy consumiendo entre la flor de junio

sangres que me conocen y me llaman.

Porque yo os he soñado

—alguna vez, al toque de las armas—

con Ángeles de fuego sobre el lomo,

tropel de sierras, cuerda de montañas,

partiendo hacia los tiempos y los mares

a rienda suelta y con espuela brava.


La sierra de Gredos


Como en un mar —si la barquilla es leve

y se confunde en él, seno tras seno—,

pero más encalmado, porque duran

las olas sucesivas, piedra adentro

voy ganando la sierra: primavera

discreta, leve en los glaciares yertos

que remozan arroyos, en las lomas

con la retama en flor, en los senderos

que se extinguen apenas iniciados

y en el aire que enfrían los neveros.

Puertos y puertos, valles y collados,

cumbres y cumbres, rudo movimiento

que se recoge en sencillez humana

o desvela un indómito desierto.

Y, al fin, pinares bajos, altas cimas

y el águila en los cielos.

Ya está la soledad en toda el alma

y atrás las naves —roca a roca— ardiendo.

    

Verde, amarilla, gris, blanca en la altura,

la vasta sierra hasta luz descansa

como una ola quieta

en su espuma más brava.

Me detengo en el valle. Con raíces

entre la hierba se me queda el alma:

pasa a mis pies un agua, un sobresalto,

al tiempo mis entrañas.

Crecen las flores. Dormiré un momento.

Árboles son el cielo; ya me amparan

la tierra y va la muerte con la brisa

vigilando la altura de las plantas.

Despertaré. Despertaré. Por fuera

de los pinares sube la montaña

verde, amarilla, gris, blanca en la cumbre,

eternamente enaltecida y mansa.


Circo de Gredos


Concreta y remozada

en la mañana intensa

—¡buenos días, gallardos ventisqueros!—,

está en su brava soledad la sierra.

Van creciendo los pinos, los aromas,

las brumas delicadas y las crestas

verticales, desnudas en los puertos,

leves sobre los senos de la piedra.

Crecen; adelantándose en la fuga,

mi corazón ampara su planeta

igual que un vasto cielo, igual que un ave

rondadora y serena.


Hoyos del Espino


En el fresco pinar gana la tarde

—la luz arriba— su sombrío peso

y un seco olor, un húmedo descanso

vagan conmigo ya sin pensamiento.

La paz del laberinto

me lleva, me detiene. Desde lejos

rumores de rumores, con esquilas,

mugidos tristes, voces que son ecos

y silbidos sonoros, van calando

el boscaje abrigado de silencio.

Salgo a un claro con rocas. Ya las aves

han despedido al sol. Viene creciendo

un fulgor de tropeles en acoso

lentísimo. El castaño suena fresco

y los rugidos yerran y se alargan

con soledad y miedo.

Asciendo a un altozano, como un niño

solo en el bosque y fugitivo. Veo

brotar las cornamentas desveladas

del confín de la hierba. Sordos, lentos,

como estatuas pesadas del ocaso,

los bueyes van viniendo

con polvo y multitud y las vacadas

trae la sombra hacia el valle anocheciendo.

De su sonoro idilio, hacia la altura

voy subiendo la paz a paso quedo.


¿En la tierra o en mi alma

donde se pone el misterio

súbitamente encarnado

en figura de desierto?

Parado estoy. Es un trozo

de polvo quebrado y seco

acotado entre laderas

con peñas doradas. Ciego

como un páramo con tapias

o un cementerio sin muertos.

Las cosas ante mis ojos

me venían requiriendo

para ser, para decirse

en mi memoria su tiempo.

Pero este campo me dice

—¿es él quien mira?— y me quedo

como una roca en la noche.


Atardecer


Regreso al corazón cuando estoy solo

y está la luz morada sobre el campo y el sueño.

Regreso al corazón. ¿Por qué en la tarde,

esta alegría indócil de porvenir tan fresco?

Languidece en las cosas,

los montes van al cielo,

la serranía es toda

niebla, congojo y miedo,

y el corazón se obstina desvelado

en su mañana de radiante fuego

mientras la memoria retirada

con un lecho de rosas en misterio.


Caigo sobre la tierra

como un regazo humano;

los ojos en la altura gozan, amplia,

la adormecida réplica del claro.

Forzando la cabeza —el césped cruje—

se me invierte el paisaje. Esbelto, franco,

deja caer la hierba el pinar lento

hacia el hondo del cielo como un lago.

Pero el agua está lejos

y es un abismo el engañoso espacio;

las extendidas copas, como nubes

de alegre tierra, se hundirán en vano.

Con mucha majestad un ave pasa

y aún lo remonta más: el aire es bajo.

Mas si entorno los ojos, al fin, viene

radiantemente sólido y morado.

Me vuelvo hacia las cosas. Soy el alma

que despierta su encanto:

la inmensa vaca suelta, el árbol solo,

las retamas en flor, el bosque vago.

Todo encendido de rumores, todo

lo que es hermoso hacia la tarde y bravo,

todo está preso en mí, todo me vive

y en todo estoy creciendo. Cuando gano

mi soledad en ti, luz detenida

del cielo ilimitado.


Poco a poco —oh maciza sublimada—

te vas haciendo cosa de los cielos,

vago cuerpo de nubes.

Tu violenta fe de tierra en celo

de eternidad, se acoge

a la nada inefable del sosiego.

Veo escapar tu certidumbre recta,

dientes, cascos, pirámides, y pierdo

yo también mi entereza ante la noche,

solo, y, de tanta soledad, incierto.

Hasta que las estrellas

allá, del oscuro sueño,

despiertan otra vez en nuestros seres

la sombra firme y el honor esbelto.


Puertos y puertos, valles y collados,

cumbres y cumbres, rudo movimiento

que se recoge en sencillez humana

o desvela un indómito desierto.

Y, al fin, pinares bajos, altas cimas,

y el águila en los cielos.

Ya está la soledad en toda el alma

y atrás las naves —roca a roca— ardiendo.



[1] Recogida por Jordi Gracia: Dionisio Ridruejo:  Materiales para una biografía, Fundación Santander Hispano. Madrid 2005.

[2] Citado por Antonino González Canalejo en su tesis doctoral, página 159

[3] Eduardo Martínez Pisón es catedrático emérito de Geografía de la Universidad Autónoma de Madrid. Nació en Valladolid en 1937. Para la revista Muy Interesante, Martínez Pisón, además, es explorador, viajero, escritor y alpinista: “La voz española más autorizada para hablar de la importancia del paisaje”.

[4] Dionisio Ridruejo: Sonetos a la piedra. Editora Nacional. Madrid 1943.

[5] Tejeda es un municipio situado en el centro de la isla de Gran Canaria. En su término municipal se encuentra una formación de carácter volcánica conocida como la Caldera de Tejeda, surcada por abruptos barrancos donde se erigen los dos roques símbolos geográficos de la isla: el roque Nublo y el roque Bentayga.

[6] PCE, es decir, Partido Comunista de España.

[7] Artículo de Manuel Fernández-Cuesta, editor del Diario.es.11 de octubre de 1912.

[8] Manuel Penella: Dionisio Ridruejo, biografía. Historia de España. RBA Libros. Barcelona 2013. Página 23.

[9] El mencionado folleto, escribe Antonino González Canalejo en su tesis doctoral, “lo firma en Madrid a 9 de enero de 1839 Gregorio Aznar, labrador, propietario, amigo de toda clase de estudios y lector de El Panorama Universal”. Página 244.