Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
50 – Primavera 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Los cúmulos de blancas nubes sobre la lejana Kalandrya presagian el comienzo del ciclo solar superior. Pronto el frío llegará y las primeras nieves cubrirán las cimas de las Montañas Sonoras. Los árboles del Bosque de las Melodías dejarán caer sus hojas fabricando el manto que durante la estación gélida envolverá el suelo, y el colorido que las flores aportan a las llanuras de Myrthya se apagará como la llama que no consigue resguardarse del viento. Los campos se ararán para volver a ser sembrados y los frutales dormirán a la espera de brisas más suaves. Pero esos cambios están por venir y todavía es posible disfrutar en el reino del arcoíris de la calidez de un clima envidiado en todo Mundo Conocido.
Y precisamente disfrutar y divertirse es lo que mejor sabe hacer el joven Cóyal. A sus dieciséis años, es un auténtico espíritu nervioso incapaz de mantenerse quieto ni un solo instante. Su mente siempre viaja medio día por delante de sus acciones y la palabra sosiego no forma parte de su vocabulario. Vive con su familia en una pequeña granja junto al río Kivolea, entre la aldea de Ilurbia y la ciudad de Kur-Lantadia. Es el mayor de tres hermanos y en estos días se encuentra solo en casa, ya que su familia al completo ha acudido a Myrthelaya para participar en los Juegos de la Memoria. Dos semanas enfermo lo han dejado muy débil, impidiéndole competir este año en el evento más importante de todo el reino. No ha tenido más remedio que quedarse al cuidado de los animales mientras sus hermanos y sus amigos se divierten en el castillo del rey Tarákil.
La tarde comienza a refrescar y el joven acaba de guardar dos enormes bueyes en el establo. Al salir se topa de bruces con Adnya, una hermosa mujer de ojos claros y curvas exuberantes que vive muy cerca de la granja. Su marido e hijo también han viajado a Myrthelaya.
—¿Cómo estás, Cóyal? —pregunta amable la campesina—. ¿Has tenido noticias de tus padres? ¿Necesitas algo?
—Estoy bien, gracias —contesta formalmente el muchacho—. Aún no han regresado de los juegos, supongo que tardarán todavía un par de días más.
Con una sensual sonrisa, la mujer se despide y prosigue su camino en dirección al río. En una de sus manos lleva una cesta por la que asoma, a través de un pequeño agujero del lateral, la manga de un vestido blanco. En la otra porta un pequeño ramillete de flores lilas que va recogiendo en los márgenes del sendero.
Cóyal se queda junto al establo observando el contoneo de aquellas espléndidas curvas. Sabe perfectamente a dónde se dirige. La había visto hacer ese camino en muchas ocasiones y siempre había fantaseado con sus amigos con la idea de seguirla y espiarla. Pero ahora no hay amigos, ni familia, no hay nadie. El joven entra en casa con celeridad y se cambia de blusón. Luego atraviesa a la carrera un campo de cebada y en menos tiempo de lo que se tarda en llenar un cubo de leche recién ordeñada se encarama a lo alto de un frondoso roble junto a una pequeña cala escondida en la orilla derecha del Kivolea.
Adnyaaparece instantes después. Pasa por debajo del árbol en cuyas ramas aguanta la respiración el joven y se arrodilla en el margen del río. Uno a uno se desabrocha los botones de la blusa que cubre su torso. Una vez abierta, empapa una fina gasa de seda y comienza a pasarla por su cuello. Las gotas de agua resbalan por su pecho mojando la camisa. Poco después, la hermosa doncella se despoja de toda la ropa dejando su cuerpo completamente desnudo. Cóyal cree estar en un sueño. Ni en la más recóndita de sus ficciones de entre sábanas había podido imaginar semejante situación. Es incapaz de apartar la mirada de aquella escultura de placer. Su corazón late al ritmo que marcan las gotas de agua resbalando por el cuerpo de la mujer. Sueña con acariciarla, con sentir en sus mejillas el calor de aquella piel morena ahora humedecida, con rozar con las yemas de sus dedos todos los rincones de aquel maravilloso cuerpo, con besar esos labios carnosos que seguro sabían mejor que el más delicioso de los manjares.
Adnya se adentra en el río. Con la suavidad de quien mece a un recién nacido va mojando todas y cada una de las partes de su cuerpo. Su largo cabello color oscuro roza la zona baja de su espalda. Sus manos se deslizan por sus piernas de abajo hacia arriba. Sus tobillos, sus rodillas, sus muslos...
Una vez concluido el placentero baño, sale y comienza a secarse con un trozo de tela naranja que se torna transparente al contacto de su cuerpo mojado. Luego se viste despacio, como quien no quiere acabar nunca de hacerlo, recoge en el interior de la cesta todos los ropajes que se había quitado y se encamina hacia el sendero que la llevará de regreso a su morada. Al pasar por debajo del árbol donde se encuentra encaramado un atónito Cóyal, Adnya se detiene y deja caer de forma casual la blusa húmeda que llevaba puesta cuando comenzó el remojón, lanza un suspiro al aire que impacta de lleno en el excitado muchacho y prosigue su caminar con una espléndida sonrisa picarona dibujada en su hermoso y relajado semblante.