Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 50 – Primavera 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Había llegado la tan esperada noche para Ernesto. Solo y aislado, como siempre, encerrado una vez más en su habitación, delante de una brillante pantalla de ordenador que usaba como única fuente de iluminación.

Ernesto tenía entonces treinta y dos años, y ninguna esperanza en su posible futuro. Por sorprendente que pareciera, no se culpaba a sí mismo ni a la sociedad o a alguna generalización de tópicos encerrada en la expresión de «el sistema». Sin embargo, creía que su forma de proceder durante la última década era simplemente consecuencia directa de los hechos de su propia vida.

Cuando era un adolescente, conoció el abandono de una madre maltratada que se lanzó en los brazos de quien le prometía una oportunidad para ser feliz. Aquél fue posiblemente el inicio de todo lo demás: un padre cobijado en el alcohol y un hijo que sólo encontraba paz encerrado tras la puerta apestillada de su dormitorio.

En aquel refugio de serenidad, Ernesto probó a contar su triste historia en páginas de chats de internet donde pudiera esconderse tras la máscara de un pseudónimo. Notaba una profunda calma cuando alguna persona se interesaba por escuchar su historia, normalmente alguna mujer con fuerte necesidad de sentirse madre salvadora de niños desafortunados. Pero aquellos interlocutores de consejos baratos también desaparecían con facilidad y conforme pasaban las semanas, transformándose en meses, la distancia hizo que él mismo perdiera interés en volver a contar sus penas, para recibir nuevamente la misma palabrería de frases hechas procedente del poco sensato mundo de la autoayuda. No obstante, había descubierto que le gustaba y le tranquilizaba sentirse escuchado.

Pasó entonces del deseo de dar pena a buscar algún otro tipo de admiradores. Pero él no viajaba, por lo que definitivamente tenía ausente ese tipo de atracción. Tampoco tenía un gran físico ni un maldito gato al que hacer infinidad de vídeos para enamorar a los fanáticos felinófilos. Había algo que sí podía utilizar y era su sentido del humor, tan reconocido por sus compañeros del instituto. Podría dirigirlo tal vez a comentar vídeos de redes sociales y dar una opinión que incitara a la risa. Después de todo, era algo que había triunfado entre varios jóvenes comentaristas tildados de influenciadores.

No cabe duda de que le gustó la experiencia de aprender a montar sus primeros vídeos, llenos de agradecimientos para quienes los visualizaran, mas se estaba moviendo en un terreno muy desarrollado desde años atrás, y cualquier cosa que se esforzara en innovar era ya un recurso conocido. Las pocas decenas de seguidores desaparecieron tan pronto como llegaron. Descubrió un pequeño repunte cuando giró del humor sano a la crítica más malintencionada, empezando a descubrir que el interior más oscuro de las personas es agradecido cuando se está en sintonía con el mismo. Pero sus posibilidades comentaristas acabaron prontamente por repetirse sin remedio y apenas obtenía realimentación de las pocas visualizaciones.

Una noche, mientras grababa sus comentarios sobre algunas noticias calificadas como raras o de sucesos extraños y de interés secundario, su padre aporreó fuertemente la puerta al intentar abrirla y descubrir el freno del cierre interior. Le gritó: «¡Abre la puerta! Desgraciado, ella se fue por tu culpa... ¡Tu madre se fue por tu culpa!».

Aquello le dolió más que cualquier otra cosa que recordara de su vida. Por un lado tenía plena consciencia de que sólo el alcohol era el culpable de aquel juicio, o mejor dicho, de su falta total. Pero por otro lado, no dejaba de ser su padre el que le estaba dirigiendo tamañas palabras... y después de todo, el alcohol no crea nada, sólo deja salir lo que habita en rincones ocultos, sellados y vigilados por la razón y el sentido común... Pero él no diría nada. Apretaría fuertemente los dientes y se juraría a sí mismo que aquel hombre había dejado de significar algo para él.

Aunque en su sentir interno no podría dar nunca crédito a esas palabras, aquel mensaje era un miedo no manifestado hasta ese momento, pero que vivía en potencia: por qué motivo ella desapareció y nunca más quiso saber de su hijo... ¿Qué era lo que había podido hacer para merecer aquel dolor?

Pensar en términos de injusticias era aceptar inevitablemente que el fin de todas las cosas era bueno, que más allá de una realidad dolorosa habría un bien compensador. Pero Ernesto no podía aceptar aquello porque lo consideraba una debilidad que se rendía ante falsas esperanzas. La otra opción, pues, que le quedaba, era la de ver un fondo de negrura y de maldad en la verdad de la existencia del ser humano. Aquel germen, sin duda mecanizado como autodefensa psíquica para justificar su enfrentamiento paterno, sería el determinante de su cambio más radical.

Tras los años siguientes de soledad, su pasión por coleccionar información sobre el lado más tenebroso del ser humano se había vuelto morbosa, así como su inevitable descuido físico y personal. Había alcanzado un índice de masa corporal que claramente le refería como alguien de tipo obeso. Tenía el pelo largo recogido con una cola según la necesidad de concentración que necesitara delante del ordenador. Quizás lo único a lo que prestara un singular cuidado fuera su barba, poblada y más pronunciada en la barbilla, con la que pretendía presentarse al mundo con un talante tanto interesante como distante e infranqueable.

Con el tiempo su padre había dejado de ser un estorbo para él. Llevaba una triste vida prejubilado por problemas de salud derivados del alcohol, que alternaba entre el bar, la consulta del hospital y el sillón enfrentado a una televisión llena de porquería que consumía saltando sin parar entre canal y canal.

Mientras tanto, Ernesto proseguía con un estilo de vida nocturno y viciado, que le había llevado finalmente a descubrir un antiguo lugar de internet. Se trataba de una de las primeras redes sociales que triunfaron y definieron las primeras décadas del milenio. Era una red llena de perfiles personales y la gran mayoría de todos ellos estaban ya muertos. Cuando el número de fallecidos creció exponencialmente, el equipo de gestión y dirección de la misma se planteó hacer un cierre masivo de perfiles muertos o tal vez la migración masiva de los vivos a otros nuevos espacios más alegres. Al final la opción fue la segunda, pero las protestas ante el posible cierre masivo de perfiles fueron tan fuertes que la anterior red social siguió su curso como un auténtico cementerio virtual.

En contra de lo planificado inicialmente, sí que hubo una actividad residual de nuevos perfiles. No se trataba de gente interesada en hacer estudios de comportamientos y gustos, así como de bucear en los recuerdos de las celebridades, pues para ellos existía otro modo de entrar sólo como observadores siempre que estuvieran acreditados por alguna universidad o por alguna agencia de periodismo.

Los nuevos perfiles eran conocidos en el submundo de la cultura subterránea como guls, pues al igual que las legendarias criaturas, éstos entraban a los cementerios para alimentar su hambre con los restos de los muertos. En muchos casos sólo encontraban en la información de los perfiles muertos grandes listados de despedidas emotivas de sus contactos y amigos, la mayoría con la misma información irrelevante. Pero había algunas minas sustanciosas para estos guls del cementerio virtual. En un gran porcentaje de casos, aproximadamente entre tres meses y un año después del fallecimiento de la persona tras el perfil social, se iniciaban comentarios sobre su otro yo, sobre el lado oscuro de aquel ser humano. Se le recriminaban las fuertes deudas que había dejado pendientes, las injusticias cometidas, los odios que había profesado y las infidelidades tanto con amigos como con cónyuges... Sí, todo eso y mucho más salía a la luz tras un tiempo prudente de despedida formal del fallecido. La búsqueda del descrédito y de ese lado oscuro era el alimento más deseado de estos guls virtuales que también dejaban sus mensajes, aunque no conocieran al difunto más que por la recopilación de información en sus perfiles y por los cientos y cientos de publicaciones y comentarios. El mayor éxito consistía en el hackeo de información personal conservada en mensajes privados, una auténtica mina que veía la luz gracias a estos profanadores de tumbas del ciberespacio.

Los guls se organizaban a veces en pequeños grupos para debatir en foros privados sobre cuál sería su próxima víctima. Ésta podía estar tanto viva como muerta, cada una tenía su propio morbo. En absoluto buscaban ningún tipo de justicia, sólo el placer de descubrir en otros la misma oscuridad que ellos mismos experimentaban en sus propias mentes.

Y Ernesto pasó a ser uno más entre esos anónimos que escarbaban en panteones virtuales. Sin sentimientos, sin ningún resto de aquel humor que antaño le incitaba a darse a conocer..., sólo morbosidad, sólo desesperación silenciosa y delirante expresada en sonrisas medio dibujadas en rostros que nunca se daban a conocer, guiados por ojos viciosos y lascivos.

Pero entre los vagabundos nocturnos del cementerio virtual, Ernesto tenía la necesidad de ser reconocido y en algún modo admirado, como lo soñó años atrás. Cuando una noche recayó en la depresión periódica que se manifestaba cada cierto tiempo, vio claramente el sinsentido de todo lo que había vivido o de lo que podría llegar a vivir..., excepto quizás la posibilidad de sentirse reconocido por alguna gran obra final. Entonces empezó a pensar en cómo darle forma a aquella necesidad. Cuando lo tuvo decidido no dudó en marcar una fecha, una hora y un lugar en el ciberespacio en el que poder citar a los contactos más directos de los rincones oscuros de la red. Sin duda, este reducido número se vería aumentado al dar el siguiente salto en la cadena de relaciones virtuales entre los usuarios de ese lado sombrío.

Y por fin había llegado la tan esperada noche para Ernesto. Solo y aislado, como siempre, encerrado una vez más en su habitación, delante de una brillante pantalla de ordenador que usaba como única fuente de iluminación.

Ernesto estaba nervioso pero seguro. Estaba a punto de mostrar, por primera vez tras muchos años, su rostro en un vídeo de difusión en directo con su cámara web. Había estudiado cada detalle para que la iluminación fuera la deseada, destacando la figura de su barba y su pelo, que definían un semblante siniestro más marcado por el contraste de tonalidad. Encendiendo una pequeña lámpara con una bombilla coloreada, dio un tono verde oscuro a la escena y comprobó el resultado. Era justo como lo quería.

Echó un ojo al contador de visitas conectadas y decidió que era un número adecuado. Unas doscientas personas esperaban la conexión de la cámara y el sonido. Seguramente se añadirían más a lo largo de la difusión, pero a Ernesto le bastaba con los ya presentes.

Hizo clic en el botón de conexión y su imagen empezó a viajar por el ciberespacio. Fue parco en palabras. Sólo dijo: «Hola a todos. Vamos allá».

Se reclinó hacia atrás dejando ver su cuerpo sentado en la silla desde la cadera hasta la cabeza. Colocó entre sus piernas un recipiente de cristal transparente con forma de cuenco de gran tamaño y con su mano derecha alcanzó un cuchillo que tenía situado en la mesa del escritorio. Mirando fijamente a la escena transmitida por vídeo, movió su brazo izquierdo justo al punto central de la imagen y cerrando el puño fuertemente, le dio un contundente corte con el cuchillo, justo debajo de la muñeca. Apenas pudo percibirse su gemido. Entonces soltó el cuchillo dejándolo caer y empezó a dejar que la sangre le brotara hacia el centro de vidrio. En un intento de saciar el seguro morbo de su público, acercó la herida fluyente de sangre a la cámara en un completo primer plano. Volvió a su posición original y ya se podía percibir su respiración alterada, su mareo incipiente y su inevitable final. Apenas en poco más de un minuto perdió la consciencia manteniendo la posición sentada en la silla con la cabeza inclinada hacia delante. El recipiente de cristal había caído al relajarse las piernas, pero aún podía verse la mano sangrante ubicada en su entrepierna. Expiró calmadamente, tal vez con una última esperanza de que aquello tuviera algún sentido.

Seguramente lo más triste y lamentable no sea la pobre vida de un niño abandonado o que no supo llevar su vida y que, en una pérdida progresiva de sentido de la misma, se precipitó al abismo definitivamente. No... Lo más triste de todo esto es que en el silencio de esa habitación oscura iluminada débilmente por un color verde, a los pocos segundos de la expiración final, alguien, en otro lugar desconocido, se apresuró a hacer un clic indicando que le gustaba lo que estaba viendo...