Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 50 – Primavera 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

La tía Cecilia nunca llegó a ver el mar, pero sus ojos eran tan azules que parecía que se hubieran quedado encerrados en ellos los océanos que nunca conoció. Tal vez fue el ansia de imaginárselo, más allá de la meseta, lo que con el paso de los años intensificó el color de aquella mirada siempre a la deriva, perdida en sus ensoñaciones.

Cada verano, cuando regresaba al pueblo, la tía Cecilia me pedía que le hablara del mar. No se creía que pudiera haber tanta agua junta. «Tanta como de aquí a Soria, tía», le decía yo, porque en aquellas tierras no se me ocurría una distancia más larga que la tía pudiera entender. Mientras devoraba los pedazos de pan con chocolate que me daba cada vez que le hacía una visita, le iba contando a la tía las particularidades de aquel mar que a mí se me hacía tan cotidiano como aburrido. Por eso algunas tardes le pedía que no habláramos de agua, sino de tierra.

Aquellas tardes la tía parecía rejuvenecer en cada una de sus historias. A mí me gustaban las de la siega, porque la tía decía que así era como se imaginaba el mar. Extenso, infinito y sonoro, con ese olor que no puede parecerse a nada más que a sí mismo. Comenzaban a segar de madrugada, tan temprano que apenas se veía y no les hubiera venido mal un faro para orientase, igual que los pescadores cuando salen a faenar. Por la tarde los niños se sentaban en las trillas de madera y las mulas les hacían dar vueltas sobre el terreno. Cuando había un poco de marea estaban de suerte, pues se aventaba mejor y el viergo hasta parecía más ligero en aquellas calurosas tardes de verano que podían prolongarse más que la verbena en un día de fiesta. Ya tras el paleado y el zarandeado se podía guardar el cereal en sacos para llevarlo a vender. Fue durante esos días de venta cuando la tía Cecilia conoció la porción de mundo en la que le había tocado vivir. Una porción que, por desgracia para ella, no tenía vistas al mar.

Todos decían que aquella vida había sido muy dura. Que te dejaba las manos llenas de ampollas y la cara surcada por las bofetadas del sol. Pero al oír a la tía Cecilia relatar sus historias con tanta nostalgia, yo sólo podía ver a una sirena, tan orgullosa siempre del lugar en el que había vivido que apenas se le intuía la tristeza por debajo de las escamas. Una sirena de pelo plateado que todo cuanto pudo echar de menos para alcanzar la plena felicidad había sido aquel mar, caprichoso y distante, cuya orilla quedaba muy lejos de la puerta de su casa y la silla de nea en la que lo había estado esperando inútilmente.

La tía Cecilia murió en un mes de invierno, esa estación inexistente para mí, que me pasaba las vacaciones de Navidad paseando por la playa en pantalón corto. Así que no pude despedirme de ella ni entregarle aquella concha que había guardado. «Qué contenta se va a poner la tía el próximo verano», pensé el día que la encontré. Pero al siguiente verano, frente a su casa ya sólo quedaba la silla de nea, tan solitaria como un faro en mitad del continente.

Sólo me dijeron que la tía «se había ido», así que siempre sospeché que había regresado al mar. Al que nunca vio pero retuvo toda su vida escondido en la mirada. Tal vez por eso, cada vez que me acuerdo de ella siento que la orilla del océano se me instala bajo los párpados. Y aquellas sospechas infantiles se transforman en traslúcidas certezas de agua salada.