Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 50 – Primavera 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

 

ANTONIO BALLESTA


UN PINTOR SUBLIME QUE ASPIRA A LOS SUEÑOS


© Jesucristo Riquelme

© María Sastre Talamás

 

 

 

 

«Me gusta decir que mi pintura nace de la herida: de la herida de la vida que se resiste a la humillación, a la vejación, al abuso y a un ir muriendo poco a poco», confiesa Antonio Ballesta mirando directamente a los ojos con sus ojos bien despiertos desde la madrugada del buen trabajador. El pintor, que pinta con palabras al óleo, sin más acritud que la de su bonhomía de artista en plenitud de forma y de hombre concienciado contra los límites de las libertades, nos recuerda aquella frase del poeta granadino Federico García Lorca, a quien dedica su última exposición: «Yo soy... el pulso herido que ronda las cosas del otro lado».  


 

Antonio Ballesta, el espléndido pintor nacido y erradicado en Redován, es una fiore del deserto. Su arte parte de las cavilaciones intelectuales que aprehende de ensayos o, sobre todo, de textos literarios: se retrotrae a la idea, a la categoría más estilizada. Pero nunca olvida la experiencia vivida. «Ballesta se adentra en las profundidades de la lírica y del pensamiento de un autor a conciencia, aprendiéndola con mimo hasta hacerla parte de sí, devorándola para vomitarla convertida en una nueva presencia, tan espiritual como la que le inspiró a él mismo, dando lugar a series que son completos proyectos expositivos», ha sentenciado la crítica de arte Natalia Molinos. Un artista de la estirpe auténtica y sincera a la que pertenece Ballesta observa, lee, medita, investiga, e indaga y experimenta en un método de trabajo artístico que procura, en lo posible, codificar su arte: «Sin querer ofender a nadie –confesaba el gran Leonardo da Vinci–, maestro [soy] de ciertos secretos que me pertenecen». Ballesta es meticuloso en crear enigmas, en inquietar con el desasosiego de sus cuadros, en dejar al espectador poliperplejo. Ya lo formulaba un famoso cuento del uruguayo  Eduardo Galeano (1940-2015):

 

Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.

Viajaron al sur.

Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.

Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.

Y, cuando, por fin, consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:

–¡Ayúdame a mirar!   

 

¡Enséñame a mirar!

La pintura de Ballesta, como la poesía de Federico García (y antes Miguel Hernández –poesía y pintura de Ballesta– y después María Zambrano –filosofía y pintura de Ballesta–), brota de la herida, en efecto: en el granadino impera el quejío de los imposibles, la pena de la frustración por la impotencia o la esterilidad, la desolación por la fuerza oscura del destino fatal y trágico de la vida. Ahora bien, la belleza, para el pintor, es la catarsis: el deleite de la introspección reflejada en un lienzo, la liberación de inquietudes, dudas y traumas. El código pictórico que ha ido creando Ballesta combina abstracción con geometría (como «Las seis cuerdas» de la guitarra, junto a la estrella de ocho puntas), una geometría, a veces, figurativa: unos perfiles de casitas («Pueblo»), una plenitud circular («Luna llena»); o sólo la insinuación de una mujer, yerma, que se consume («Elegía»). Ahora bien, más allá de sensaciones suscitadas por las figuras, el poder mágico para saber pintar la esencia de la emoción estriba en la técnica. Ballesta pigmenta con misterio y duende: su paleta, sus veladuras moteadas, el «verde que te quiero verde» de su atmósfera («Romance sonámbulo») lo distingue y encumbra. Usa el pincel roto, el trapo o una esponja para alisar el óleo, para que simule una pátina o un estuco veneciano; en otros casos, recurre a raspados, desconchados de la vida en el cuadro. Sus cuadros tienen ese «poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica», como bromeaba el romántico alemán Goethe (1749-1832) de la música del genovés Paganini (1782-1840).

 

 «Pueblo» (Óleo de Antonio Ballesta)

 

El pintor quiere representar no lo que ve, sino lo que siente. Ballesta va más a la emoción de la esencia: lo que llamamos esencia resulta que es connotación de colores, formas cromáticas y distribución. Lo esencial importa mucho más que lo fenoménico: pintar lo evidente no interesa al artista contemporáneo, pues lo que salta a la vista puede dejarnos ciego.

En un cuadro de Ballesta encontramos los componentes de la belleza, al modo hegeliano, sub specie pervertida: proporción, equilibrio, simetría y ritmo, con predominio de lo abstracto, pero también con sugerencias oníricas de siluetas. La belleza de lo abstracto es desafiante: el resultado estético está logrado: el sentimiento de desazón e impotencia convierte al cuadro en arte sublime que nos hace sentir tras obligarnos a pensar... y a leer al poeta:

 

Sobre el rostro del aljibe,

se mecía la gitana.

Verde carne, pelo verde,

con ojos de fría plata.

Un carámbano de luna

la sostiene sobre el agua.

La noche se puso íntima

como una pequeña plaza.

         («Romance sonámbulo», Romancero gitano, García Lorca)

 

El folklorquismo: arte y música jonda

«Donde yo trabajo tiene que haber música», cantaba Federico García. «De la musique avant toute chose», repite Ballesta con palabras de Verlaine: «Ha llegado la hora en que las voces de músicos, poetas y artistas españoles se unan por instinto de conservación, para definir y exaltar las claras bellezas y sugestiones de estos cantes», pedía el granadino. Ballesta ha plasmado el ensueño del cante y del poema en lo visual: de su cuadro «Romance sonámbulo» se desgaja el dionisíaco grito degollado de la seguiriya al modo del cantaor sevillano Silverio Franconetti (1823-1889), al que tanto recordaba Lorca. 

Si los recitales de Lorca eran juergas poéticas, amenizadas por el cante jondo de la voz humana, con Antonio Ballesta contemplamos juergas pictóricas: y, al decir del granadino, lo que no se entiende puede gustar.«¿Todavía no se ha hecho el poema que atraviese el corazón como una espada?», decía Lorca. Pues he aquí el cuadro, cual saeta, o los cuadros que lo pueden hacer. Porque el hierofante Antonio Ballesta ha controlado el duende del artista, el poder mágico para saber pintar la esencia de la emoción universal. El grito que sale de los cuadros de Antonio Ballesta hace «parirse en estremecidas grietas el azogue moribundo de los espejos» (como dijo el mismísimo García Lorca de Franconetti).

Para el Ballesta de «Romance sonámbulo» y de los lienzos inspirados en el Lorca primitivo del Cante jondo, la pintura (Ut pictura poesis) jamás es poesía muda. La pintura suena. La poesía y la pintura emanada de Lorca son ritmos, cante jondo y danza gitana: no baile flamenco folklórico, sino danza ritual. La poesía de Federico es poesía siendo pintura, música y arquitectura al unísono. Ballesta acierta a descubrir la armonía y el ritmo implícito en la obra poética de Lorca, al igual que el de Fuente Vaqueros sabía sacar la melodía en sus interpretaciones de canciones populares y tradicionales. Los cuadros de Ballesta son armonizaciones líricas del abstracto y del perfil figurativo.

No hay folklorismo en el granadino, sino folklorquismo. Lorca es un poeta intérprete, al modo de un cantaor gitano, sin ser cantaor ni gitano. El canto adquiere en el poeta un carácter mítico. La seguiriya gitana es un palo de velorio: cante algo sombrío y siempre trágico. Poca letra para tanta tragedia y mucho quejío –muchos ayes– que complican tanto la notación musical de su partitura como la codificación del abstracto en la pintura. Es un cante melismático, sin emparejar sílabas siquiera, alejado ya de la letra, como se aleja el abstracto del objetivismo agudo de lo material. La música de la seguiriya puede ir ralentizándose hasta hacerse un ritmo somnoliento en ocasiones («sonámbulo»). La seguiriya es un cante de emoción.

 

 «Las seis cuerdas», Antonio Ballesta

 

La estilización y la interpretación de lo gitano ancestral, con la ayuda del misterioso duende, produce catarsis. Se mitifica lo gitano, modelo del influjo de las fuerzas oscuras y telúricas, atávicas, en el común destino de pena y muerte en el hombre. Ballesta, como el cantaor, tiene un profundo sentido del canto o del cuadro: «El cantaor, cuando celebra un solemne rito –disertó Lorca como hablando de Ballesta–, saca las viejas esencias dormidas y las lanza al viento envueltas en su voz. Se canta en los momentos más dramáticos, y nunca jamás para divertirse (...), sino para volar (...), para sufrir, para traer a lo cotidiano una atmósfera estética suprema».

En el cuadro «Romance sonámbulo» contemplamos un intenso visualismo en la estructura: arriba, escorado en el ángulo izquierdo, ramas, entre tenue oscuridad de azul nocturno; abajo, mujer postrada, cuerpo inerte, con exposición de un desnudo púbico de trazo triangular negro que fija la mirada y ocupa toda su base; en medio, aire verde, aire materializado. Domina el sfumato verdoso para expresar el amanecer, con suaves veladuras en alusión a inocencias infantiles perdidas o a los traumas por el impacto de la madurez, esto es, el conocimiento de la fatalidad y la agonía trágica de la vida. Ésa es la mujer (exánime o sonámbula) contorneada en el cuadro de Ballesta, donde, como «en las coplas [del cante jondo], la pena se hace carne, toma forma humana y se acusa con una línea definida. Es una mujer morena que quiere cazar pájaros con redes de viento», sentenció el poeta. 

 

 «Romance sonámbulo» (Óleo de Antonio Ballesta)

 

El pintor despoja de narratividad al poema en su cuadro: funde el eco narrativo con la primacía de lo lírico sin que pierda calidad. Su «Romance sonámbulo» es el perfecto cuadro de la emoción. Sobrevuela un misterio poético que resulta tan enigmático como atractivo. El de Ballesta es un cuadro dramático, lleno de escalofrío, de secreto, de sangre misteriosa, de sangre verde que revolotea en el aire. ¿La mujer reposa porque se cansó de esperar, porque exhausta perdió la inocencia o porque sobrevino la tragedia?

¿Nos ayuda la pintura a sentir mejor el poema? «Verde que te quiero verde» es un espléndido verso, «calidad súbita del mundo», que decía el cubano Cintio Vitier (1921-2009) del buen verso, «minuto de belleza», expresa el alicantino Moreno Guerrero (1964), infinidad de vida. Verde es el color del Camborio, «moreno de verde luna»: es el color gitano –virilidad, tronío, dignidad–. Asimismo es el color de la fuerza de la naturaleza que todo lo impregna («verdes ramas», «verde viento»), el color de la pena andaluza, el color de la fatalidad mítica y del deseo frustrado, y el color hasta de la vida (libre y rebelde), sí, y el de la muerte. De ahí la atmósfera del sfumato verde de Ballesta: misterio y fascinación tétrica: se ama la vida. Ahora bien, el riesgo y la osadía de la libertad (la libertad gitana) se emparejan siempre con eros y thánatos. Mas todo el trance, todo el tránsito, es la vida: «Verde que te quiero verde»: verde vida, verde muerte.


Pintura sobre molde de poesía y nido de música


Ballesta aplica la mística de las correspondencias del poeta maldito francés Charles Baudelaire (1821-1867): «Les parfums, les couleurs et les sons se répondent» rezaba su famosísimo soneto:

II est des parfums frais comme des chairs d'enfants,
doux comme les hautbois, verts comme les prairies
—et d'autres, corrompus, riches et triomphants,

ayant l'expansion des choses infinies,
comme l'ambre, le musc, le benjoin et l'encens,
qui chantent les transports de l'esprit et des sens.

[Hay perfumes frescos como carnes de niños,
dulces como los oboes, verdes como las praderas
–y hay otros, corrompidos, ricos y triunfantes,

con la expansión de las cosas infinitas,
como el almizcle, el ámbar, el benjuí y el incienso,
que cantan los tránsitos del alma y los sentidos
.] 

 

Con los simbolistas, el arte deja de ser descriptivo y pasa a ser intuitivo. En la concepción estética de Ballesta brotan las transfusiones de las artes, como manantiales de poesía, pintura y música. Esta exposición exige un fondo musical embriagador: una música que nos haga sufrir las «antiguas pasiones al conjuro de una sonata beethoviana», o con Debussy o con Berlioz, o con los vibrantes españoles Albéniz o Falla, amigo profundo de Lorca. Pero nunca Bizet, nunca andaluzadas de gitaneo folklórico. «La música ante todo». Un rasgueo de ataques cortos y contundentes de guitarra para empezar y, para ambientar, pinceladas de la cantata 140 de Bach («Despertad, nos llama la voz», muy apropiada para despabilar a «sonámbulos»). Lorca siempre trae a la memoria ritmo y melodía. La escena de arte total, emoción y congoja para el buen espectador sería la de contemplar el cuadro, rebujado por la música mientras escuchamos el romance declamado con voz arrulladora y doliente.


Ballesta, adalid de la Pintura

Antonio Ballesta es el príncipe de los pintores malditos que descienden a los infiernos para subir a continuación a la gloria artística de los más elevados pintores del Parnaso. Porque el hierofante Ballesta ha controlado el duende del artista, el poder mágico para saber pintar la esencia de la emoción. El catártico grito que sale de los cuadros de Ballesta hace «partirse en estremecidas grietas el azogue moribundo de los espejos», como lisonjeó Lorca a Silverio.

Ballesta avanza la concepción abstracta primigenia que partió de Kandinsky hasta llegar los Zóbel, los Torner o los Ruedas conquenses. El arte de Ballesta pretende el crecimiento humano desde el sentimiento profundo de la medula artística. «El arte tiene que avanzar como avanza la ciencia día a día en la región increíble que es creíble y en el absurdo que se convierte luego en una pura arista de verdad», concluía certero Lorca.  

Que lo sublime quema lo vemos en la trayectoria de este genial pintor. No nos perdamos cualquier exposición antológica del duende de Redován. Sus series revelan y rebelan. Estimulan la sensibilidad y el pensamiento. Y, si no, vean, entre otras, las dedicadas a «Las doce estrellas de Robert Schuman» y a «Democracia», a «Luces y sombras del pueblo de Dios» y a «Arte religioso», al «El erotismo de la línea» y a «Laberinto», a «Poesía de la pobreza» y a «El poder y sus miserias».

 

 «Elegía», Antonio Ballesta

 

Decir Antonio Ballesta es decir ingenio y duende a carradas. Hemos de pregonarlo a los gentiles: Ballesta es un entusiasta, está poseído por los dioses. En verdad, en verdad, te digo: tú eres un creador rebelde para un mundo rebelde, eres el dios escondido de Isaías. «Y Dios manda al que lo busca sus primeras espinas de fuego»: la pintura de Antonio Ballesta. Don placentero y látigo fustigante. Quedad con Dios.