Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
50 – Primavera 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

A Miguel Ángel Torres.
Gracias a él conocí la Torrevieja de siempre, la Torrevieja de sal marinera.
Siento no poder estar allí, algún día.
Los dos amigos charlaban
en el Paseo del Prado,
la noche era un rumor
en las hojas de los árboles
agitadas por el viento.
Se presentía el invierno
en las calles de Madrid.
Eran dos adolescentes
con apenas quince años.
Uno de los dos amigos,
aprendiz de electricista,
soñaba con ser capitán
de la Marina Mercante.
Era un marinero en tierra
que añoraba ver de nuevo
la salida de los barcos
por la bocana del puerto
de su ciudad, Torrevieja,
entre un revuelo de pájaros
en el blanco azul de cielo.
El otro amigo escuchaba
sumido en su desconcierto,
era un corazón sediento
de libertad interior.
La juventud es un tiempo
cargado de incertidumbres.
En el Paseo del Prado
se presentía el invierno.
«Si te hablan de democracia,
sin más, échate a temblar,
alguien en nombre del pueblo
quiere ponerte un bozal».
De estas cosas nos hablaba
el abuelo de mi amigo
sentado todas las tardes
en la mesa del rincón
del café de la glorieta.
«Si te hablan de la patria,
ten cuidado, que la guerra
está llamando a tu puerta».
Algunas tardes su voz
era un temblor en sus labios.
«Si te hablan de nación,
no lo pienses, sal corriendo.
La nación es un mal sueño
que envenena las conciencias
y pone en contra a los pueblos».
Tenía el pelo muy blanco
y la vista algo cansada,
vestía siempre de oscuro
con chaqueta y con corbata,
en las manos un bastón:
«Si te hablan de justicia
corre a sentarte a sus pies,
la justicia que proclama
que todos somos hermanos,
iguales y en libertad».
A veces permanecía
en el más hondo silencio
sumergido en los recuerdos
de muchos años de cárcel
por rojo y republicano.
«Mi pueblo son los de abajo,
los otros no son mi pueblo».
Era el abuelo más sabio
que vivía en aquel barrio.
Los escolares miraban
a través de la ventana
los pájaros en las ramas
de los árboles del patio
libres en el mes de abril.
La maestra paseaba
por el pasillo de en medio
con un libro entre las manos
mientras daba una lección
de historia contemporánea.
Sonaron la cuatro y media
en el reloj de la plaza.
La maestra descansaba
un instante mientras mira
con ternura a sus alumnos:
«¿Cómo serán estos niños
cuando lleguen a ser hombres?
¿Podrán un día aprender
a ser ciudadanos libres
en un país derrotado
donde ya no hay primavera?».
Ella guardaba silencio
porque fue en su juventud
maestra republicana.
Cuando cruzaba la plaza
la viuda del anarquista,
la estanquera la miraba
con ojos envenenados.
Eran dos viudas de guerra
pero no del mismo bando.
A la estanquera los rojos
le mataron al marido
en el campo, a las afueras,
aquel verano sangriento
de julio del treinta y seis.
La viuda del miliciano
guardaba en su corazón
el día en que fusilaron
contra un muro a su marido
en abril del treinta y nueve.
A los dos los enterraron,
a uno en el cementerio
con una cruz en lo alto;
al otro en el descampado
y le cubrieron con barro.
La guerra los enfrentó
a pesar de ser hermanos.
Al facha le llevan flores
el día de Todos los Santos,
al rojo le crecen cardos
en el calor del verano.
Antígona enronquecida
clama justicia en la noche
por su hermano el anarquista.