Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
50 – Primavera 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Recientemente me encontré con una antigua alumna a la que había dado clase hace unos años. Preguntándole cómo le iban los estudios, me comentó que a finales del anterior curso tomó la decisión de cambiar de centro porque, a pesar de que desde hace tiempo había observado que quienes lo dirigían actuaban de forma poco ética o, por qué no decirlo, despótica, a ella nunca le había tocado de cerca. Un mal día se dieron las circunstancias y ciertas actuaciones que se llevaron a cabo desde arriba acabaron perjudicándola a nivel académico y personal. Aunque desde la propia directiva intentaron convencerla para que no dejara el centro, esta alumna, dentro de su abanico de posibilidades, tomó la decisión de hacerlo y, lo que es mejor: la puso en práctica. Hizo, por tanto, un ejercicio de libertad. Ahora, me comentaba, en su nuevo centro ha encontrado la tranquilidad que necesita para acabar el bachillerato. Se la veía feliz.
Como por desgracia, resulta que éste no es un hecho aislado ni para alumnos ni para profesores, recordé que uno de los motivos fundamentales por los que desde hace unos cuantos años les vengo poniendo a mis alumnos de Bachillerato la película de la que voy a hablar es, precisamente, la necesidad de recordar que la libertad de tomar decisiones y poder llevarlas a cabo es quizá el mayor bien que posee el ser humano.
Antes de seguir leyendo os animo a que veáis la película, porque de esta manera entenderéis mejor las reflexiones que vienen a continuación. Su título es Pleasantville.
La películanos cuenta la historia de dos estudiantes de instituto, David y su hermana Jennifer, que son teletransportados mágicamente al mundo ficticio de una serie clásica de la televisión en blanco y negro de los años 50 y convertidos en los dos protagonistas hermanos (Bud y Mary Sue), hijos de una familia bien. Allí conviven con los vecinos de un apacible pueblo llamado Pleasantville, pero pronto, sin quererlo, su presencia allí irá alterando progresivamente las bases del orden establecido, o mejor dicho, el orden impuesto bajo la falsa premisa de que la vida debe ser tranquila y cómoda para sus habitantes. Una dictadura silenciosa en toda regla. La influencia que los protagonistas ejercen sobre los demás habitantes se plasmará en que cuando éstos experimentan una emoción, sentimiento o placer que hasta entonces no habían conocido, pasan del blanco y negro al color. La metáfora se entiende perfectamente.
El paso del blanco y negro al color es, por tanto, el elemento de unión de los diversos temas que se abordan en la película, siempre desde una premisa inocente, pero siempre bajo el prisma de la vida sometida a un régimen totalitario.
La fuerza de la mentira
En Pleasantville la vida está regida por unas normas y unos valores celosamente custodiados por Big Bob, un alcalde que viene a representar la figura de cualquier tirano legitimado para mandar, bien sea en una república bananera o en un centro educativo público. Big Bob está secundado por una siniestra asociación de vecinos a la que llaman La cámara de comercio, cuyo icono es el de dos manos estrechándose en señal de amistad y entre cuyos miembros se encuentra el propio padre de Bud (David) en la serie de los 50. La idea está clara: detrás de la cara amable y sonriente se esconde la verdad, que es la misma de siempre: la libertad de expresión va a estar castigada y todas las ideas contrarias al régimen van a ser aplastadas. En la película lo vemos, por ejemplo, en el momento en que la profesora de Geografía explica el mapa de la ciudad, limitado a unas pocas calles sin más salida que volver al punto de partida. Cuando Bud plantea la idea de pensar que más allá de Pleasantville pueda haber algo, ésta es rechazada inmediatamente por la profesora y por el resto de los alumnos, que miran atónitos al protagonista. Así es: la única versión de la realidad que se puede estudiar es la que ellos quieren porque es «lo que está bien», y esto se puede extrapolar a cualquier área de conocimiento. Así se encuentran en este instituto igual que en el resto de la ciudad: la mentira guarda un régimen falsamente bien ordenado, inamovible.
El poder de la cultura
De la escena anterior se deduce la falta de cultura que convierte a los habitantes de Pleasantville en poco menos que esclavos. Pues bien, resulta que las cadenas de esa esclavitud se aflojan en el momento en que empiezan a leer. Las páginas de los libros están en blanco y solo cuando abren uno e imaginan o cuentan la historia que podría contener, el libro empieza a llenarse, cobra vida. A partir de ese momento, la biblioteca del pueblo se abarrota cada día de jóvenes haciendo cola para llevarse libros a casa. Las referencias a grandes obras de la Literatura Universal son diversas: El Quijote, Oliver Twist, El guardián entre el centeno... Los jóvenes se reúnen en la hamburguesería de Bill o en el jardín del lago para leer y disfrutar de todo aquello que no pueden aprender en el instituto. Por supuesto, la biblioteca será cerrada. En el momento en que la lectura y el conocimiento afloran, los muchachos están superando su analfabetismo y, por tanto, la injusticia social que se ha cometido contra ellos. La cultura y el pensamiento crítico hace a las personas completas y libres y eso supone el mayor peligro para la conservación del orden.
Lo mismo ocurre en la película con el resto de manifestaciones culturales o artísticas. La música y la pintura, en tanto que generan una emoción, se censuran, porque hacen que los habitantes de Pleasantville cambien de color y, por tanto, rompan con el régimen.
La lacra de la intolerancia
Los habitantes coloreados, los que son capaces de ver la realidad de otra manera y han decidido vivir libremente, son mal vistos. No forman parte de la identidad de Pleasantville y, por tanto, son estigmatizados, denunciados o atacados directamente. Efectivamente, los habitantes en blanco y negro, por intentar que los lazos propios no se rompan, atacan a la minoría en color. Intentan imponer una ideología sosteniéndola como legítima y para ello emplean cualquier método, llegando a ejercer la violencia y eliminando así todo el discurso social y plural (lo vemos en la película, por ejemplo, cuando destrozan la hamburguesería, en cuya cristalera el propio Bill había pintado desnuda a la madre de Bud, de la que está enamorado desde hace mucho tiempo..., y lo hace a petición de ella, que siente lo mismo por él). Lo estamos viendo continuamente en nuestra sociedad: toleramos a los intolerantes que dicen actuar en nombre de una mayoría, cuando en realidad lo que hacen es implantar normas con la excusa del miedo a perder una seña de identidad que no representa, ni de lejos, a toda la sociedad.
Algo parecido observamos en la película cuando se trata en sí el tema del sexo: una de las muchas imposiciones de Big Bob es que no se vendan camas de más de 90 centímetros de ancho. No podía ser de otra manera: el sexo es malo porque corrompe la idea de sociedad. Las personas que viven en Pleasantville no están sexualmente liberadas porque han perdido la capacidad de tomar decisiones.
La libertad individual
En el tramo final de la película, Bud es acusado de (textualmente) «violar el código de conducta y las normas de la decencia» y posteriormente sometido a un juicio público donde, por supuesto, Big Bob es el juez. Ya lo dijo un famoso político en los años 20: «¿Libertad, para qué?». Pues éste es el ambiente con el que se encuentra en la sala por parte del público asistente: el de la incertidumbre de no saber qué va a pasar y qué hacer si las cosas cambian, del miedo al vacío.
Precisamente por esto, en su defensa, Bud aporta con argumentos aquello que no abunda en la mente de los que le han acusado: sentido común. Durante el proceso judicial, Bud ni siquiera tiene la oportunidad de contar con un abogado, pues el proceso tiene que ser «lo más agradable posible». Así, queda nuevamente de manifiesto que el objetivo de Bob y su cámara de comercio al completo es parasitar a una sociedad utilizando el discurso del bienestar.
Pero Bud no se rinde. En ese sentido, el alegato del protagonista no es en ningún momento exagerado ni ridículo, sino que es incorruptible en sus principios y humilde en sus fines. No pretende dar un golpe de estado, simplemente cree que puede haber otras formas de vivir (así se lo hace ver a su padre hasta que éste, desbordado por la emoción, se colorea). No pretende provocar una revolución, solo quiere que el individuo sea libre de poder elegir qué leer, cómo vestirse o cómo expresarse, cosa que a él mismo le han negado por ser algo opuesto o simplemente diferente al régimen de Pleasantville. El discurso de Bud conseguirá que la idea se inocule en el resto de habitantes y que éstos, por primera vez, adquieran conciencia de que las cosas no tienen por qué ser como se las han querido contar, o como se las han querido imponer, iniciándose así el verdadero camino a la libertad.
Y eso es la película: una invitación a poder expresarnos y vivir siendo honestos con nosotros mismos, contribuyendo a mejorar la vida de las personas a las que queremos y siempre respetando al resto, alzándonos contra la censura y poniendo en práctica nuestro derecho a la libertad.
Pleasantville es una película escrita y dirigida en 1998 por Gary Ross y protagonizada por Tobey Maguire, Reese Whiterspoon, William H. Macy, J. T. Walsh, Joan Allen, Jeff Daniels y Paul Walker.