Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
49 – Invierno 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

El silbido del viento era el único capaz de competir con el sonido de su flauta. Día tras día, Fralbert se sentaba en un oscuro rincón de la calle más solitaria de Balyeza. Allí, apoyaba su espalda contra la pared de una casa en ruinas y comenzaba a soplar su inseparable instrumento. Sus notas invadían toda la aldea forzando de alguna manera a sus habitantes a acercarse hasta aquel lóbrego lugar, guiados por una melodía seductora.
—¡Deja de soñar y regresa al trabajo! —quiso decirme mi padre, sordo de nacimiento, cuando solté la azada para dirigirme hasta el lugar donde tocaba Fralbert.
—Ahora mismo vuelvo —mentí.
Corrí tanto como pude, dejando atrás el campo de labranza y a mi enfurecido y atónito padre gritando y moviendo desafiante los brazos. Las calles eran un hervidero de aldeanos empujándose y apartándose para llegar cuanto antes a aquel oscuro rincón de donde procedía la música. Si nos preguntaran por qué corríamos, ninguno sabríamos explicarlo. Era obvio que el sonido de la flauta nos atrapaba de alguna manera, pero el cómo y el porqué escapan a mi entendimiento.
Llegué jadeante y sudoroso y pude pelear por un sitio en segunda fila. En apenas unos instantes, más de cien personas nos agolpábamos alrededor de aquel extraño que permanecía sentado con su espalda apoyada en la pared, tocando su flauta y con el rostro cubierto por una capucha.
El silencio se apoderó de Balyeza cuando la melodía cesó. Los pájaros dejaron de cantar y hasta el viento desapareció dejando que la tranquilidad se adueñara del momento. El centenar de aldeanos que allí nos concentrábamos tragamos saliva y dejamos de respirar durante los breves instantes en que aquel desconocido procedía a descubrir su cara.
Una lágrima comenzó a resbalar por mi mejilla. Tras ésta, muchas más llegaron procedentes de ambos ojos. Apenas podía contener la emoción y el llanto al ver el rostro angelical de mi madre tras la capucha del flautista. Sin duda era ella. Hermosa y perfecta, como en mis recuerdos. Con su mirada dulce y su sonrisa tranquilizadora, la misma que mantuvo dibujada en su cara hasta el día en que murió... A mi lado, la señora Miglateria caía de rodillas llorando desconsolada mientras señalaba con los dos brazos extendidos a mi madre; pero ella lo llamaba Arnnant, como su marido fallecido tres ciclos solares atrás. Un poco más atrás, el grito desconsolado de una joven llamó mi atención. Entre sollozos, mientras miraba la figura de mi madre allí sentada, no dejaba de repetir el nombre de su hija, que había muerto de una grave enfermedad hacía dos semanas, y que parecía estar viendo tras el atuendo de flautista con el que vestía mi madre. No tardé en darme cuenta de que todos los que nos encontrábamos allí estábamos llorando, emocionados mientras mirábamos el rostro que había aparecido tras la capucha del misterioso flautista..., el de mi madre...
...El cantar del gallo hizo que me levantara de un salto dejando el jergón deshecho tras una noche inquieta. Me aseé con rapidez y cogí una hogaza de pan y una botella de leche que fui bebiendo mientras me dirigía, como cada día, al campo de labranza, donde me esperaba mi padre.
Jamás entenderé por qué cada mañana, cuando llego a su lado y le doy los buenos días, me brinda una mirada malhumorada y refleja en su rostro una mueca de incomprensión.