Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
49 – Invierno 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Prefacio
Cuando tenía dieciséis años, una chica de la que estaba secretamente enamorado me dijo que, por mucho que corriera, jamás podría escapar de mí mismo.
Esas palabras me han perseguido desde entonces.
Capítulo I
Garrido es un tipo que tiene un don o un imán o ambas cosas. Lo conocí unos años atrás y, dentro de nuestras diferencias, congeniamos de maravilla. Supongo que yo también soy un tipo peculiar. Pero él tiene un foco de pura luz que lo ilumina desde que se levanta hasta que se acuesta. Es licenciado en Derecho, habla un excelente inglés y un correcto francés. Además, es, seguramente, una de las personas que más saben de música del mundo. Ya cuando lo conocí no podía entender cómo la emisora independiente Radio 3 no lo había contratado como locutor o como enciclopedia musical. Además, es el típico hipster con un brazo cubierto de tatuajes y barba de varios días que camina despreocupado por la vida y al que, por alguna extraña razón, las cosas acaban saliéndole siempre bien.
Decidimos hacer aquel viaje a Europa del este porque ninguno de los dos había estado jamás por ninguno de aquellos países, y elegimos Cracovia porque Garrido me había comentado que quería visitar Auschwitz. Aprovechamos que una conocida compañía de vuelos baratos, Ryanair, tenía una oferta de billetes de ida y vuelta por menos de 50 euros. Tal vez finales de noviembre no era la época más adecuada para visitar Polonia, pero eran las únicas fechas que nos habían cuadrado a ambos. Contando los días de los vuelos tendríamos doce jornadas para explorar el este de Europa y, aunque no habíamos decidido qué hacer concretamente, más allá de la visita al campo de exterminio, estábamos seguros de que sería un viaje memorable.
Para nosotros toda la región era desconocida y nos sonaba exótica e intrigante. Estábamos más que dispuestos a conquistarla.
Nuestro vuelo partía a media mañana y por supuesto llegamos al aeropuerto con el tiempo justo y gracias a que la hermana de Garrido, Emma, una simpática chica de mejillas rosadas, nos había estado metiendo prisas. Sin ella, el viaje jamás se hubiese producido. El paso de los controles de seguridad en el aeropuerto de Alicante fue tedioso e incluso agobiante. Como es habitual en la mayoría de aeropuertos. Los empleados de los controles de seguridad estaban de un pésimo humor. Lo que tampoco resultaba novedad. A Garrido le hicieron una prueba de drogas que afirmaron que era aleatoria, pero que los dos consideramos que se debía más a su aspecto que al azar. Si bien, dos minutos más tarde observamos que también se la realizaron a una señora de unos 75 años que parecía una de las protagonistas de la serie televisiva Las chicas de oro. Ambos aceptamos en silencio que tal vez aquellos tests fueran una simple rutina asignada por una máquina sin la suficiente maldad como para discernir en función del atuendo de los pasajeros.
El embarque fue lento y muchos pasajeros se mostraron nerviosos, pero Garrido y yo estábamos muy excitados ante la perspectiva de pasar doce días en la Europa del este de la que habíamos oído hablar como un lugar extremadamente barato, donde se bebe mucha cerveza y donde las mujeres son llamativamente bellas. No imaginábamos un lugar mejor. Esperando para subir al avión, ni siquiera el Caribe nos llamaba tanto la atención.
—Te toca ventana y tengo claro que te vas a quedar dormido en menos de un minuto. Cámbiame el asiento a mí, que quiero ir mirando un rato —le dije.
—Ni hablar, te levantarás cada media hora para ir al baño y me despertarás al pasar poniéndome el culo o, peor, el paquete en la cara.
A nuestro alrededor, varias personas que le escucharon se echaron a reír disimuladamente y no insistí porque no le faltaba razón. A los dos minutos de haber embarcado y antes del despegue, cuando miré hacia Garrido, ya le vi dormir plácidamente. Me había comentado que era capaz de dormirse nada más subir al avión y lo demostró en la primera oportunidad. Yo me acomodé en mi asiento y me puse a observar a las azafatas, que repetían de manera mecánica las explicaciones para el improbable caso de que tuviéramos un accidente. Indicaciones que, pese a que todos las habíamos observado mil veces, si llegaba el momento de seguir, nadie recordaría. No había ningún niño pequeño cerca de nuestros asientos, por lo que suspiré aliviado. Me molestaba el llanto de los bebés, pero siempre pensaba que la experiencia de viajar en avión tenía que ser traumática para ellos.
Como en el resto de despegues de mi vida, me imaginé sentado junto a Chewbacca en el Halcón Milenario dando el salto al hiperespacio. La guerra de las galaxias era uno de los recuerdos más agradables que guardaba de mi adolescencia. Por aquel entonces, yo era un muchacho poco afortunado físicamente y no era demasiado habilidoso socialmente. Ello conllevaba que no tuviese nada de suerte con las chicas y que, de manera ocasional, fuese objeto de las burlas de muchos de mis compañeros de clase. Lo cierto es que no tenía demasiados amigos y a esa edad sentirse socialmente aceptado es algo realmente importante.
La falta de relaciones sociales la suplía con una voraz capacidad lectora, el visionado de un buen número de películas y largos paseos por las playas de mi pueblo. Desarrollé una importante imaginación y me pasaba horas fantaseando sobre cómo sería tener buenos amigos o los lugares que recorreríamos en alocados viajes. Supongo que quedarme horas solo leyendo no me ayudaba a ser la persona más popular del instituto. Pero aun así, por aquel entonces, conocí a Irene.
Era una chica de piel clara y un desmelenado pelo color caoba. Sus ojos eran claros y los labios eran gruesos. Irene era bajita y tenía una dentadura imperfecta, pero destilaba carisma allá donde iba. ¿Cómo no iba a enamorarme de ella? La mitad de los chicos de nuestro curso iban detrás de Irene, pero la muchacha sólo tenía citas con chicos bastante mayores que nosotros. Debíamos de parecerle unos críos nada atractivos y muy poco interesantes. ¿Que por qué nos hicimos amigos? Ahora pienso que por lástima.
Nuestro avión sobrevolaba el mar Mediterráneo y Garrido seguía durmiendo contra la ventana. Ni siquiera había bajado la persiana para que no le entrara luz. A mi lado se encontraba un hombre mayor que no era obviamente español y debía de ser un polaco que luchó contra Hitler o, por su aspecto, tal vez incluso en la Primera Guerra Mundial. Tosía y se limpiaba los mocos con un pañuelo de tela. Ya se había bebido una cerveza y en su camisa asomaban dos lamparones dorados. Sentí una fuerte envidia de la somnífera habilidad de Garrido. Recordé que había traído un libro, concretamente León el Africano, de Amin Maalouf, que contaba las andanzas de Hasan bin Muhammed, un diplomático y geógrafo del norte de África en el siglo XVI. Podría haber empezado a atacarlo en el avión, pero la verdad es que en ese momento no me apetecía moverme y volví a mis recuerdos de la adolescencia.
Fue en cuarto de la ESO. El curso anterior lo había acabado con buenas notas y la verdad es que no temía que el nivel fuese más alto. Sí esperaba librarme de varios de mis compañeros a los que no soportaba. No tuve tanta suerte como me hubiera gustado a ese respecto. Pero aquel año Irene entró en mi vida. Ya era conocida en todo el instituto. Su cuerpo mostraba unas curvas que cualquiera querría recorrer lentamente, aunque a esa edad no lo hubiésemos dicho de una manera tan poética. El primer día nos sentaron por orden alfabético y a mí me tocó justo detrás de ella. Uno de los puestos más codiciados. Inicialmente, no fui capaz ni de dirigirle la palabra y, como llevaba años haciendo, traté de pasar inadvertido en clase para que las burlas de los alumnos más alborotadores se centraran en otras personas. Tampoco en esto tuve demasiada suerte. El paso por el instituto durante la adolescencia es como una jungla y yo era uno de los monos más enclenques. Al poco de empezar el curso, ya estaba fantaseando con otros lugares, otros amigos y con besar a alguna chica despampanante. Perder la virginidad me sonaba algo tan lejano como los anillos de Saturno.
En los vuelos de las compañías de bajo coste, como Ryanair, la tripulación de cabina pone bastante esfuerzo en completar el precio del billete gracias a la venta de otros productos a bordo. Bebidas, patatas, chocolatinas o lotería incluso. Siempre creí que sólo les faltaba vender romero y leer la buenaventura como las gitanas de algunos pueblos andaluces. Decliné los ofrecimientos y, cuando me disponía a intentar dormir, mi anciano vecino se dirigió a mí:
—First time in Krakow? —Yo había vivido en el extranjero y mi inglés era lo suficientemente decente como para entenderme fácilmente.
—Yes. I’ve never been there. (A lo largo de la novela, el inglés de Ricardo no es gramaticalmente perfecto).
—It’s a very beautiful city. The old part is included in the heritage list of UNESCO. Plus, alcohol is quite cheap!—dijo sonriendo.
La verdad es que yo no sabía que el centro histórico de Cracovia era patrimonio de la humanidad, pero, como descubrí más tarde, la lista es ingente. En cuanto al alcohol, viendo el color de sus mejillas imaginé que sabía de lo que hablaba. De hecho, debía de tratarse de un experto.
—I have heard something about it —le dije de manera cómplice.
—Beer is so good, but you should taste our different kinds of vodka.
—We will.
—How long are you going to stay there?
—Twelve days.
—It’s a long time. You don’t need so many days to see everything. Five will be enough. Have you thought about something else to visit?
—Well, we don’t have anything decided yet. Any recommendation?
—Sure. You should visit the salt mines of Wieliczka. They are old and inside there are many sculptures and even lakes. Zakopane is a beautiful town close to the border with Slovakia. Auschwitz is usually visited. It is not far. But, I don’t know if it is a good recommendation.
—We will go there probably. What about other cities?
—Wroclawo Warszawa are also nice places. Lviv is not quite far.
—Lviv? —pregunté, ya que no había oído hablar de aquel lugar. Más tarde descubrí que su nombre en castellano era Leópolis, pero tampoco la había oído nombrar así.
—It’s a city in Ukraine. It was part of Poland until two hundred years ago. Lviv has an impressive arquitecture, and it is also a heritage list place. —Ya empecé a pensar que no iban a faltar patrimonios de la humanidad en este viaje—. Plus, it’s even cheaper than Poland.
Esto último llamó más mi atención y pregunté:
—Is it possible to go by bus?
—Yes. But the easiest means of transport is by train at night time. There are beds on the train where you can sleep.
—Why is it the easiest?
—Borders. They are sometimes not easy to cross. —Tenía toda la razón. Las fronteras podían llegar a resultar un engorroso problema—. You can also use the train or the bus to go to Prague or to Budapest.
Yo nunca había estado en ninguna de las dos ciudades y ambas sonaban muy atractivas. Tendría que comentarlo con Garrido una vez en Cracovia y estudiar las diferentes opciones. Ciertamente, lo de visitar Ucrania me había sonado muy tentador.
—¿Qué pasa, chaval? —murmuró Garrido con los ojos entreabiertos—. Creo que voy a ir al baño.
No le recriminé que al final fuera él el que acabase molestándome, pero por mi mirada debió de suponer algo. Nuestro vecino polaco miró con detenimiento y desaprobación el brazo cubierto de tatuajes de mi amigo. Garrido se dirigió al aseo y tardó como unos veinte minutos en volver. Me dijo que había estado charlando con las azafatas que, justo en aquel momento, no tenían que tratar de desplumarnos con ningún objeto, y que le habían dicho que Cracovia era una ciudad donde siempre había algo que hacer.
—Bares, museos, plazas, más bares —resumió.
Cuando las azafatas volvieron a pasar ofreciendo refrescos, vi que una de ellas sonreía a Garrido de manera muy directa. Pensé que tal vez por obligación de su trabajo, pero mi amigo me dio un codazo y me dijo:
—Por cierto, me ha dado su teléfono. Tienen la base en Alicante, dice que sólo lleva allí diez días y que le gustaría que le enseñase la ciudad.
Ése era Garrido. Además, la chica era bastante atractiva. Algo que años atrás hubiese sido normal para una azafata de vuelo, pero desde que se crearon los vuelos low cost y aumentaron tanto el número de compañías como de viajeros y, por tanto, de vuelos, casi cualquiera podía ser azafata o azafato. Un conocido nuestro no demasiado atractivo trabajaba en la misma compañía. Y no era soólo el físico. Algunos de los tripulantes de cabina hablaban un inglés bastante pobre y gastaban un humor de perros. Afortunadamente, y sobre todo para mi amigo, éste no era el caso.
—He estado hablando con nuestro vecino y me ha comentado que cerca de Cracovia hay otras ciudades que estaría bien ver, además de Auschwitz y unas minas de sal.
—Sí, lo de las minas lo he leído. ¿Qué ciudades?
—Lviv en Ucrania y Praga o Budapest.
—Bien. Tenemos tiempo para hacer una escapada. Ya veremos a qué sitio.
—A mí me llama Lviv. Nunca he oído hablar de ella y pisar Ucrania me parece casi como visitar Irán. Jamás pensé que fuese a ver ese país.
—Yo no sé ni dónde está esa ciudad.
—Ya veremos. Tal vez Lviv sea una buena opción. Aunque también he oído hablar muy bien de las otras dos.
—Sí. Yo también. Creo que a Budapest la llaman la Perla del Danubio. El edificio del Parlamento es impresionante.
—Habrá que ir también.
—Sí. Bueno, pero espérate que lleguemos a Polonia, que todavía no hemos pisado Cracovia y ya te quieres ir a otro lado.
—Cierto.
—Creo que voy a seguir durmiendo, ¿sabes?
¿Cómo podía hacerlo? No lo sé. Pero apenas unos minutos después ya se le veía traspuesto y su respiración era regular.
Desgraciadamente, no hubo ni siquiera unas leves turbulencias que lo despertaran sobresaltado. El resto del viaje lo pasé entre dormitando y pensando en mis cosas. Recordando sucesos del pasado o enumerando algunos de los viajes que había hecho. Me acordé especialmente de la temporada en que viví en Edimburgo y que no acabó tan bien como a mí me hubiese gustado.
El aterrizaje fue bastante tranquilo y aun así hubo un par de docenas de pasajeros que se pusieron a aplaudir. Garrido se despertó y se desperezó lentamente. Encendimos nuestros móviles y, como temíamos, no teníamos línea. Tanto mi amigo como yo teníamos una de esas compañías de telefonía low cost y en el extranjero no teníamos servicio. Yo creía haber oído que se podía conseguir a través de la activación de datos o algo así pero, francamente, no sabía cómo hacerlo. Durante toda nuestra estancia no íbamos a poder llamar a casa. A mí me daba igual, pero a mis padres no les iba a hacer mucha gracia. Padres.
Para dirigirnos hacia el centro de Cracovia lo tuvimos fácil. Se encontraba a pocos kilómetros y un tren conectaba el aeropuerto con la ciudad y la información estaba en varios idiomas. Nos costó el equivalente a un euro y medio en zlotys, la moneda polaca, y era un tren magnífico. Iba lleno de turistas que se disponían a disfrutar de su estancia en la ciudad. Nuestra aventura polaca comenzaba de verdad.