En un carro de la compra

quejumbroso y oxidado,

de cualquier hipermercado,

se hacina la vida entera

del hombre que va empujando,

de la mujer que lo lleva

con la mirada enturbiada

por el dolor y la pena.

 

Va rebosando de nada

por más que vaya cargado.

Una carga muy pesada

que no se guarda en el carro:

descansa sobre la espalda,

en los hombros como un fardo

repleto de sueños rotos

y de esperanzas robadas.

 

Una manta hecha jirones,

un gorro de vieja lana,

un abrigo sin botones

y algún pantalón de pana.

Unos zapatos raídos

con la suela desgastada

de recorrer los caminos

que no conducen a nada.

 

Cualquier cartón de desecho

para cubrir su pobreza,

con el suelo como lecho,

y de almohada, tristeza.

Una caja de mal vino

adormece sus pesares

mientras maldice al destino

por sus penas y sus males.

 

Su historia a nadie interesa,

su vida no vale un verso

en este mundo perverso

de reyes y de princesas.

Viviendo como una sombra,

un silencioso lamento

lleva su vida de muerto

en un carro de la compra.