Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
46 – Primavera 2017
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

A la memoria de mi abuela María,
cuyo padre da nombre a esta historia.
El abuelo Gabriel estaba escondido y pronto tendrían que dejar de buscarlo o perderían el tren a Barcelona. Luis sabía que para María ya era bastante duro dejar a su familia en el sur de Francia para volver a una maltratada España, y no quería presionarla. Pero sus parientes no lo estaban poniendo fácil.
Primero su madre había cogido a Marisita, que por entonces tenía veintidós meses, y no había querido soltarla. Decía que aquella cría no podía volver a un país en el que todavía se fusilaba a los rojos. Luis sabía que era cierto, pero uno de sus hermanos había prosperado y creía que, con eso y gracias a que su primo era uno de los fundadores de la Falange en la provincia, no les pasaría nada.
Pero para su suegra aquello no bastaba. Ellos habían llegado a Francia antes de la guerra y también lo habían hecho huyendo, pero de la pobreza de los jornaleros del levante español para los que cada día era su propia guerra. La abuela Manuela no quería que su hija, su yerno y aquella niña tuvieran que vivir nada de eso. No podía permitirlo. Si María y Luis querían marcharse que lo hicieran y que volvieran más tarde, cuando se hubieran establecido, a buscar a la pequeña Marisita.
Al final, habían tenido que quitársela casi a gritos mientras los llantos de la cría se multiplicaban y mostraban en su pequeño rostro un terror como hasta entonces nunca había experimentado. Tanto para María como para Luis, su hija había sido la gran alegría de sus vidas y no podían verla llorar.
Hacerse la maleta le había costado más que las veces anteriores, más que cuando salió de España huyendo de la guerra, más que cuando cruzó las fronteras francesa y alemana para acabar en el stalag de Trier como prisionero de guerra o que cuando llegó a Austria camino de aquel infierno llamado Mauthausen. En todas aquellas veces lo había hecho a la carrera y sin nada que llevarse. Ahora iban a empezar de cero.
Su madre llevaba escribiéndole cartas desde que supiera que estaba vivo. Toda su familia lo había dado por muerto. Habían estado demasiados años sin saber nada de aquel muchacho que se había alistado como voluntario con apenas diecisiete años y que había perdido una guerra y a dos hermanos en ella. Tras el paso de la frontera no volvió a haber noticias suyas y no volverían a recibirlas hasta cinco años y medio después. Su madre quería volver a abrazar a aquel hijo que parecía haber vuelto de entre los muertos.
Mientras tanto, el abuelo Gabriel, escondido, lloraba. Sabía que lo estarían buscando, pero no se encontraba en la casa. Había salido aquella mañana cubierto por el ajetreo de la partida de su hija mayor y su joven marido. Sus otras tres hijas y su hijo estaban ayudando a la pareja, que había decidido volver a la vieja España. Una España a la que Gabriel apenas habría de volver dos veces hasta su muerte tres décadas más tarde. Sabía que no podía ver a su hija marchar. Llevaba varias noches llorando en silencio, esperando el alba con los ojos abiertos y sin ser capaz de asumir la marcha. Para algunos sonará demasiado, pero para el hombre que en 1926 había tapiado la puerta de su humilde casa en una barriada de la localidad de Callosa de Segura y se había jurado prosperar o perecer, aquella partida era un puñal en sus carnes. Y se llevaban con ellos a Marisita. Sabía que era inevitable, pero aunque él fuera un hombre serio que no mostraba apenas sus entrañas, no ver crecer a la cría le parecía como si le arrancaran un brazo.
Sabía que su hija no querría marcharse sin besarle, sin sentir por última vez el abrazo protector de su progenitor. Pero él no era capaz y por eso había caminado hasta la orilla de una de las acequias que usaban para regar aquellos fértiles campos. Se había ocultado entre dos castaños y allí esperaría hasta que el sol pasara de mediodía, momento en el que inevitablemente la marcha se habría producido.
Mientras veía el agua correr se imaginaba que a su vuelta la pareja habría desistido de aquella temeraria idea y de que se mudarían a una casa cerca de la suya, donde la cría podría crecer y la familia aumentar, dentro de la relativa prosperidad que aquellos emigrantes españoles habían conseguido en el sur de un país que no era el suyo y que no les había regalado nada. El abuelo Gabriel sabía que ganarse un mendrugo de pan en Francia no era fácil, pero temía que en España fuese casi imposible. Mientras aquellos pensamientos embotaban su mente, fumaba un cigarro tras otro esperando que llegase la fatídica hora donde el destino de su hija, su yerno y la pequeña Marisita quedaría marcado.
¿Qué harían en España?, se preguntaba. En Francia, María trabajaba en una fábrica en la que había entrado casi al principio de la guerra y en la que ya llevaba siete años. Luis llevaba trabajando en las viñas, ciruelos y donde había podido desde que llegó procedente de París, y ello pese a que todavía no se había recuperado del campo. El campo era como algunos españoles llamaban a aquella cárcel donde los nazis los habían hecho trabajar hasta desfallecer y los habían asesinado como a perros. A Gabriel le parecía un milagro que su yerno hubiese sobrevivido y era lo que a ratos le daba esperanzas para que fueran capaces de llevar una buena vida en la España de Franco. Otras veces pensaba que era demasiado sufrir para acabar preso en algunas de las cárceles que todavía rebosaban de presos que habían luchado en el bando perdedor.
Luis sería un rojo. Gabriel había escuchado sus argumentos, pero le sonaban vacíos. Un hombre que había luchado en la guerra y que había llegado a teniente no podría escapar al estigma que los mismos de siempre les colgarían a los pobres de toda la vida. Seguía llorando y seguía sin querer que le vieran hacerlo.
Sin apenas margen de tiempo se rindieron y dejaron de buscarle. María se marchó sin besar a su padre, al que no volvería a ver hasta seis años más tarde. Sus hermanas y el pequeño Gaby la envolvieron en besos y abrazos. Ella no paraba de llorar y Luis, en silencio, le ayudaba en todo lo que podía. Partieron y al final, las maletas pesaban menos que los sentimientos.