Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 46 – Primavera 2017
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


Cuando sintió la hoja poco afilada del cuchillo penetrar en su carne, pensó que podría contar una nueva experiencia. Los amigos del bar se admiraban. Él braceaba y daba a entender con gestos y gritos su reacción ante la embestida. Primero la sorpresa, después el frío y finalmente el dolor. Intenso, manchado de sangre, seccionando sus intestinos, tan perfectos hasta ese instante. Por el primer agujero se escapó la ginebra dejando a su paso un caprichoso trayecto descendente en la barra. Una surrealista figura emergente desde la madera bastante carcomida y cubierta por destellos de luz, derrumbados tras el alto banco que hasta poco antes ocupó, podría ser su obra maestra. Volvió los ojos al barman y, pidiendo otra ginebra, pensó que todo había pasado. Ensalzado como siempre, envidiado más que siempre, él, el más querido por las mujeres, no podía dejar de relatar una aventura más. De sentir cómo el proceso se repetía una, dos, tres veces, hasta perder la cuenta. La última conquista. Es suficiente demasiado castigo para una broma. Cómo disfrutan. Se ríen a carcajadas e invitan a más ginebra. Por favor, voy a terminar borracho. Y siguen riendo. La hoja parece no tener límite; se ahonda más de lo que supuse al comienzo, a tal punto que aún no siento el puño que la empuja cerca de la piel. Sólo tú podías atreverte. Eres un fenómeno. Seguro que ninguno de nosotros se atrevería viendo el tamaño de su marido. Las risas le aturden. Se dice que es un tipo malas pulgas. Tenía miedo, mucho miedo, pero no podía defraudaros. Esperabais mi osadía, y si no, díganme, de qué hablaríamos en el bar. Qué sería de estos días sin fútbol y demasiado verano. El sol bebe todo el esplendor de tu esplendor. Desde los primeros días fuiste la musa. Sopor. El sueño desprendido de muchas retinas alcoholizadas. La mano más distinguida para alzar la botella, verter la ginebra deslizándola entre el hielo con sutileza y llevar al éxtasis el embeleso de nuestras secas gargantas diarias. No tenías nombre. Eras la rubia del Budapest y no hablabas húngaro. Él sí, enorme; con todo el rencor acumulado en el trayecto desde ese pueblo que aún dormita entre las montañas llenas de hayas y robles. Había crecido entre paredes viejas de sueños y corrido por calles de barro, siempre soñando con la llegada de un circo que lo transportara al bullicio de Budapest y, desde allí, el vals del Danubio lo condujera a los otros mundos. Pero los acróbatas y payasos no llegaron. Un amanecer, como no podía ser de otra manera, inició el camino que años más tarde lo trajo hasta aquí. Un camino de zapatos más rotos que las expectativas. El exilio de los que no tienen ningún papel que presentar en las aduanas. Sólo una parte de vida y miseria de la que reniegan, sobre la que no se pregunta y que se suele manchar con tinta de periódicos.

No nos preocupaba saber por qué ese ser era tan diferente a nosotros. Sólo nos empecinábamos en no entender cómo era posible que un individuo así, nada afable, con un permanente gesto de perdonavidas, pudiera por las noches tener entre sus brazos a tan primorosa mujer. No era lógico que cuerpos tan disímiles compartieran las sábanas. Él proclamaba el color de la aceituna y ella portaba el blancor de la amapola; ella era azúcar; él, sólo hiel. En el fondo sabíamos que todo era envidia, pero admito también que era muy justo asumir que una mujer así merecía otro hombre.

Allí estábamos cada día sólo por la rubia. Fantaseábamos con besar esa piel blanca, tersa, cargada de seducción. Todos queremos, pero seguro que tú vas a poder conseguirlo. Confieso que me fascinaba la idea, el desafío de poseer todo el calor de su cuerpo y besar ese sol entre copas de alcohol.

El desafío estaba planteado y la apuesta sobre la mesa. No imaginas el frío, se asemeja más al hielo que a una hoja de acero. Te estremeces, te doblas, miras con incredulidad a esa mole de grasa que, enceguecida, revuelve el cuchillo. No llegará la sangre al río pero te anega la boca. Los amigos miran atónitos. No intervienen silenciados por el guerrero magiar. Tienen los ojos bien abiertos y, los labios sellados, parecen esbozar la letanía del para qué lo has hecho, qué esperabas de ella o cómo creías iba a actuar el húngaro. Eres un idiota. Un idiota frío y con una hoja de acero dentro del cuerpo.

La boca de la rubia sabía a fresa y, sí, esperaba la mía. La piel era la síntesis de toda suavidad, el éxtasis de las caricias, la invocación más honda al deseo. No había sido sólo una apuesta. Era una catarata de ginebra cayendo entre el hielo y la hebra de sus piernas, el hablar con susurros y sobre todo el deseo de desertar en mis brazos de la frustración y el conformismo. Porque eso es lo que era. Transcurrir los días en noches de sudor pegajoso y gusto a alcohol. No lo admiraba como creímos, simplemente la vida también a ella la había llevado de la mano a ese lugar y la revolcaba con ese ser figurado en el medioevo. No adiviné su presencia a mis espaldas y ella tampoco pudo advertirme.

Una mano poderosa, inmensa, lo hizo girar en el aire y le asestó el primer puñetazo. El ánimo llegó desde vasos con ginebra on the rocks y el brindis de los amigos. Tú sí puedes. Tú sí puedes. Me revolví e intenté devolverle el golpe. Todo en vano; nada era lo suficientemente fuerte como para afectarle en lo más mínimo. Menos, una caricia de la rubia, que lloraba en un rincón. La botella estaba en el suelo y derramaba el poco líquido que quedaba.

El húngaro, fuera de sí, alzó el cuchillo que estaba sobre la barra y comenzó a perforar mi cuerpo por el lugar que mejor se prestaba al sube y baja de su brazo. Lo único que apenas mitigaba el dolor era la apuesta ganada. Aún gozaba el beso de la rubia del Budapest en la boca cuando la primera bocanada de sangre pareció ahogarme. Era molesto que el cuchillo destinado a enviar este cuerpo al otro mundo no estuviera bien afilado. Así se lo hice saber al celoso marido, pero pareció no sentirse afectado en lo más mínimo por ese detalle.