Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
45 – Invierno 2017
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

(PRIMER PREMIO DEL XVIII CERTAMEN DE NARRATIVA BREVE “GÉMINIS”, 2016)
“Que todo del amor puede creerse…”
Juan de Tassis, conde de Villamediana.
Cuando conocí a Gregor yo estaba pasando la mayor crisis de mi vida. Había sufrido tremendas decepciones, algunas amorosas, otras simplemente relativas al respeto y a la lealtad que se deben a los verdaderos amigos. Me sentía deprimida, asqueada del género humano, en especial del masculino. No soportaba la falta de sensibilidad, el egoísmo, la prepotencia que, por desgracia, habían caracterizado a la mayor parte de mis compañeros de viaje. No digo todo esto para justificar mi relación sentimental con Gregor, en realidad me enamoraron las peculiaridades de su carácter que se me fueron revelando poco a poco, pero es evidente que en los primeros pasos algo tuvo que influir mi situación desesperada.
Para contar esta historia debo empezar por el principio… El regalo llegó el día de mi cumpleaños, en un paquete desde Laos. Un envoltorio de plástico duro, que despedacé con las manos, dominada por la impaciencia, protegía una bella caja de palisandro color rojizo. En su interior había un gigantesco escarabajo negro que se desperezó al sentir la luz de la mañana, estiró sus tres pares de patas y embistió como un diminuto rinoceronte contra las paredes de la caja. Junto a él encontré dos sutiles cadenas plateadas y una carta de Lena, una antigua conocida, aventurera y un poco desequilibrada, que se consideraba, aunque yo no le había dado ningún motivo, una de mis mejores amigas. Leí expectante su nota, pues de Lena se puede esperar cualquier cosa. Decía:
«Querida cuarentañera, supongo que lo estarás pasando genial en Tu Día. Yo lo estoy celebrando ahora contigo en la distancia. Espero que te guste mi regalo: es ese escarabajo que contemplas extrañada. En realidad, se trata de un artilugio erótico. Las mujeres de Laos lo sujetan a la cintura mediante unas finas cadenas de plata (que también te envío), y se lo colocan sobre el sexo. El escarabajo, cuando intenta escapar, mueve las patitas con frenesí salvaje y provoca unos delicados orgasmos. Espero que lo disfrutes con salud y con lascivia».
Me quedé atónita. Una vez más Lena había conseguido sorprenderme. Pero nunca he sido una mojigata en materia sexual y decidí probarlo cuanto antes. Llevé el regalo a mi dormitorio y me desnudé frente al espejo, con calma, sin grandes esperanzas, concentrándome en esa experiencia cuyas consecuencias desconocía. Saqué al escarabajo de su morada de palisandro con una mezcla de prevención y lujuria contenida. El insecto se quedó extático sobre la palma de mi mano, como si intuyera cuál era su misión voluptuosa. Sin que opusiera resistencia sujeté sus patas delanteras a las cadenitas. Luego las até a mi cintura y, tumbada en el lecho, deposité suavemente al escarabajo, en apariencia dócil, sobre mi pubis. No esperé mucho, el insecto empezó a agitarse embravecido y las oleadas de placer llegaron como bandadas de gaviotas a una playa desierta. Mientras duró este primer acto de nuestra aventura en común, tuve la deliciosa sensación de que el escarabajo no quería huir, sino complacerme.
Al amanecer, sonó el despertador y, agotada por las diversiones nocturnas, tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para separarme de mi compañero de juegos y volver a la dura y dolorosa realidad cotidiana. Llegué tarde a la oficina, todavía ensimismada, regodeándome en el recuerdo de unas sensaciones que no había gozado jamás. No habían dado las doce del mediodía, cuando pretextando un inaguantable dolor de cabeza regresé a mi casa. Sin poder aplacar una desaforada excitación que me embargaba, nada más abrir la puerta, en medio del salón, me liberé de los prejuicios y la ropa y volví a la cama con mi escarabajo para seguir disfrutando de su incansable vitalidad erótica.
La primera semana que estuvimos juntos fue la mejor época de mi existencia. No nos separábamos ni de día ni de noche, aprovechando cada minuto que podíamos compartir como si fuera el último. Después de nuestras batallas amorosas yo le hablaba de mis sentimientos y él me escuchaba en silencio, atento, fijando sus ojos de azabache en mis labios brillantes, enrojecidos por el placer que él me daba, una y otra vez, siempre que yo se lo demandaba. Luego, agotados, nos relajábamos en el sofá del comedor, contemplando películas de amores trágicos, mientras él devoraba con delectación las exquisiteces que yo recogía en el parque cercano: hojas secas cubiertas de rocío, cortezas de troncos podridos y los pequeños ácaros y larvas que vivían en sus recovecos. A veces le servía tallos frescos de hinojo y entonces, cuando hacíamos el amor, mi piel quedaba perfumada por un aroma anisado y silvestre.
Una noche probé a dejarle en libertad sobre mi cuerpo. Guardé las cadenas de plata y él no huyó sino que se esforzó más que nunca en satisfacerme. Luego se quedó dormido en el suave hueco de mi axila. Fue ese día cuando, agradecida y entregada, decidí darle un nombre. Lo tomé entre las manos, besé su metálico y tornasolado caparazón de antracita y lo bauticé con el nombre de Gregor. Desde entonces lo dejé correr por el piso a sus anchas. Gregor se hizo un nido debajo de nuestra cama, su refugio, donde le gustaba reposar a solas, salvaguardando su intimidad, pero salía a darme la bienvenida en cuanto escuchaba el ruido de la llave en la cerradura. Nunca había tenido un amante más solícito, sensible y discreto.
En cuanto a mi vida social, simplemente dejé de salir con los amigos. No me apetecía vagabundear de bar en bar para conocer a personas sin interés. El hecho de tener que mantener una conversación, de presentarme, de mentir para caer bien a los otros, había dejado de importarme. También me distancié de los miembros de mi familia. Para mí solo eran un grupo de personas que viajaban a mi lado porque así lo había decidido el azar. Normalmente evitábamos mirarnos a los ojos, hablábamos de temas banales esperando que pasara el tiempo, que el tren se detuviera, de una vez por todas, en la última estación, para salir corriendo sin mirar atrás. Sabía que no iban a aceptar a Gregor.
Una fría tarde de invierno lo encontré inerte sobre la escarcha de la terraza. Había salido sin que yo me percatara y había pasado varias horas a la intemperie. No quiero pensar que tomara esa decisión deliberadamente, sé que Gregor me amaba. Lo recogí con delicadeza y lo puse entre mis pechos para darle calor hasta que a base de ternura y de cuidados, Gregor volvió a la vida. En ese instante de alegría, fui consciente de cuánto lo necesitaba y de que no podía imaginarme ahora mi vida sin su presencia.
Jamás recibíamos visitas, sin embargo un día aciago, Lena, la amiga que me lo había regalado, se presentó inopinadamente en nuestra casa. Quería conocer a Gregor y cuando se lo presenté pareció fascinada. Tuve que invitarla a comer con nosotros. Charlamos animadamente, aunque los celos me devoraban porque no pude pasar por alto las miradas que Lena y Gregor se lanzaban cada vez que yo me daba la vuelta y desaparecía en la cocina para traer los platos. Lena, advirtiendo mi malestar, inventó una excusa para dejarnos. Antes de irse, acarició a Gregor y jugueteó, con fingida inocencia, con sus élitros inquietos y sensuales. Esa noche, Gregor se quedó en su nido. Yo estaba disgustada y él siempre percibía mi estado de ánimo y lo respetaba con elegancia. ¡Ojalá le hubiera pedido que subiera a mi cama! Al menos habríamos podido despedirnos.
Al amanecer busqué a Gregor por todas partes. No estaba en su refugio, ni delante de la televisión, ni en la terraza dormitando bajo el sol de la primavera. Gregor se había ido. Me había abandonado, como todos. Estuve a punto de llamar a Lena, pero quise ahorrarme la humillación de que ella misma me confesara que ahora estaban juntos. Dejé pasar el tiempo con la esperanza de que él regresara a mis brazos por su propia voluntad, pero fue inútil la espera.
Poco a poco me he ido acostumbrando a su ausencia. Estuve yendo a terapia y allí comprendí que debo valorar lo que me dio, la inmensa felicidad de aquellos días. La influencia positiva de Gregor me ha hecho volver a la universidad, a matricularme en un grado de biología. Me gustaría especializarme en entomología, en la rama de los coleópteros. También estoy ahorrando para viajar a Laos. Es un país muy hermoso, según he podido comprobar en internet. A veces, en las frías noches de insomnio, cuando la soledad se impone con su cortejo de silencios y melancolías, pienso que me deslizo por las fangosas aguas del Mekong y descubro, entre los verdes arrozales de la ribera, los ojos oscuros, penetrantes, de Gregor que me reclaman desde la espesura con la promesa de un amor apasionado, indestructible y eterno.