Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
44 – Otoño 2016
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

La habitación es amplia y diáfana. Las paredes se asemejan a blancos lienzos que, cargados de paciencia, esperan el pincel del pintor. A excepción de una cama estrecha y alta no tiene muebles, y el techo sólo está decorado con un corto cable sosteniendo el casquillo con su eterna bombilla encendida. No duermo, quién sabe cuántos días hace que no duermo. Tal vez años o quizás apenas una hora. Recorro cada una de las paredes buscando tan sólo un detalle que me indique la existencia de una puerta para poder salir. No la hay: el lienzo permanece inalterable. Yo permanezco inalterable, eso creo. Quisiera tener un espejo, contemplarme y así tener la certeza de que yo soy yo. Es todo tan extraño... No obstante, debo aceptar que la monotonía se rompe cuando miro al suelo. Un damero de amplios cuadrados blancos y negros me permite saltar de color en color. Un forma de entretenimiento, me digo, al tiempo que salto sobre mi pierna derecha de negro en negro y, cuando fallo, con la izquierda de blanco en blanco. Es entretenido, sí; pero, mirándolo desde el dilema que me acompaña, diría que es una forma bastante triste de recorrer el día, si es que es de día, o la noche, si es que es de noche. Esto es otra contradicción. La perpetua bombilla encendida no refleja ninguna sombra, tampoco hay un interruptor. Todo es aséptico y atemporal: por más que quiero centrarme en averiguar el porqué de esta situación, ella, aún más, se confunde en mi cabeza. No puedo pensar, pues no tengo nada que recordar. Me es imposible distinguir si soy recién nacido o ya estoy muerto.
La cama es de hierro pintado de un blanco estropeado en las patas. Alguien debe haberla introducido en este cubo. ¿O fui yo? No tiene sábanas y el colchón es antiguo, de aquellos de lana que había cuando era niño. Digo niño porque no puedo definir la edad que tengo. A la almohada, también de lana, le falta funda. Sólo una tela amarillenta y gastada me permite intuir que es mucho el tiempo que llevo durmiendo con ella bajo mi cabeza. Dejo de jugar al saltobaldosas y me siento sobre una parte blanca del suelo. Todos los movimientos son lentos, demasiado lentos, digo, como si faltara la gravedad. Además, las agujetas me punzan los músculos y las articulaciones sufren intuyendo demasiados cartílagos gastados. Tardo horas en estirar los brazos. Los contemplo desnudos, luego dudo si a mi cuerpo lo cubre algún vestido. No debe ser así. La temperatura es agradable. Miro las manos pálidas por la falta de sol. ¿Existe un hábitat deslumbrado por el sol? ¿Qué es de mi sed sin agua? ¿De mi hambre sin comida? Comienzo a preguntar. Me pregunto. Tal vez el pensamiento comienza a fluir ahora y al cabo de un tiempo pueda hallar la respuesta a todo este desvarío. Echado de espaldas, la cabeza se posa sobre una baldosa negra. Está templada y brilla. ¿Quizás pueda reflejar mi cara en una baldosa negra y contemplar así su aspecto? Debo intentarlo. Arrastro los restos de ser hasta la cama. Dejo un sendero de humedad. Es mi piel, pero también puede ser orina. ¿Dónde puedo vaciar la vejiga, que parece querer estallar? Este cubo agobia. Me asfixia.
Aferrado a un lado de la cama intento incorporarme. Si tengo dolor es porque vivo, y si vivo esto es parte de la agonía. Debo llevar demasiado tiempo tendido en el suelo, aunque no lo recuerdo; siento el cuerpo demasiado rígido. Tiene que haber algún lugar por donde salir. Alguna referencia. Los pies, también desnudos, guardan vestigios de orín. Se agrietan y me es dado contemplar una enmarañada red de autopistas venosas. Tengo miedo. ¿Puedo gritar? ¿Alguien oye? ¿Alguien me ve? Temo que fuera de este cubo no existe nada. ¿Dónde están los que me introdujeron aquí? Puede que yo sólo haya construido este cubículo. Haya centrado mi cuerpo y empezara a levantar las cuatro paredes. Pero el techo, imposible hacerlo sin ayuda. Y los materiales, ¿dónde los conseguí? Debo desechar esta idea, es imposible; además, nunca tuve conocimientos de albañilería. Todo está perfectamente acabado. No distingo nada fuera de su lugar. Los ángulos son perfectos. La luz se mantiene siempre encendida. Definitivamente no, yo soy incapaz de hacer esto, tiene que haber alguien detrás. Si pudiera verme al espejo, me ayudaría mucho. No debo ser tan mal pensado; si estoy aquí, por algo es, y pese al encierro, no debo pensar que es un lugar desagradable. ¡Cuántos sueñan con la luz eterna! La luz nórdica del verano con bailes alrededor de un falo. Pero no, es imposible. Debo buscar la parte positiva de esto. No la tiene. Estoy encerrado, no hay salida y, si en un principio la habitación se asemejó diáfana y con luz, ahora no. Evidentemente es oscura, y además padezco incontinencia, mis movimientos lentos esparcen el líquido y el hedor. Un cuadriculado del piso con charcos estirados como ríos, casi secos en algunos trazos, caudalosos en otros. No es posible jugar al saltobaldosas sin mojarme. ¡Auxilio! ¿Alguien me oye? ¡Hola! El grito es más bien un quejido ahogado antes de salir.
Al otro extremo espera aquel minúsculo rincón espejado. Con dificultado repto. ¿Qué cara tengo? ¿Soy niño o anciano? O, por qué no, ¿soy un cadáver? El caudal de orina crece y comienza a anegar toda la superficie. Ignoro si es el sudor o la orina, todo el damero está mojado. Creo que avanzo desnudo, ya que ninguna tela se pega a mi cuerpo. Arrastro la piel con destreza, con el mismo arte utilizado para saltar de cuadrado en cuadrado. Llegar a ese punto negro que resplandece al otro lado de la habitación es la meta y alcanzarla cuesta mucho, demasiado trabajo. ¿Trabajo? Puede que sí, pero no creo que sea una profesión estar encerrado en un cubículo como éste. Ningún experimento con humanos llega a tamaño desafío. Entonces ¿qué soy?, ¿qué hago aquí?, ¿qué me sucede?, me pregunto una y otra vez sin señal alguna de respuesta. Falta menos. Con la cara contra el piso llego al objetivo y, apoyadas con fuerza las palmas de las manos, extenuado, intento incorporarme y verme en la ya única baldosa seca. El esfuerzo me agota. Apenas levanto unos centímetros la cabeza y cae. Debo concentrarme con más fuerza. Incorporarme a través de muy precisos movimientos de los brazos. Las palmas son los cimientos de la verdad que se refleja. Mis ojos no ven mis ojos, pero espejan cada uno de los vanos intentos en una sucesión de agonías.
Ahora me siento pleno. El desánimo es sustituido por la enérgica decisión de contemplarme tal cual soy, aceptarme tal cual soy, quererme tal cual soy, lejos de la miseria percibida ante la desnudez y el encierro. Debo apresurarme, los torrentes de orina se acercan con más rapidez que lo que tardo en incorporar mis huesos sólo diez centímetros y girar la cabeza treinta grados a la derecha. Lo suficiente para poder interpretarme, intentar reconocerme, creer que soy humano y que esto no es una pesadilla.
Lo voy logrando. No debo perder la calma. Las palmas de mis manos están firmes en el único resquicio seco del damero. Desafiante, la cabeza, pese a la exasperante lentitud, gira diez grados. El esfuerzo para no desplomarme es gigantesco. Diez grados más. No debo caer. Sigo firme. Ya son treinta grados. ¡Por fin! Ahora fijo los ojos para ver, para verme. Es la última oportunidad. Los párpados duelen. Me busco. Me busco, pero no hay nada frente a mí. En la baldosa negra, en el cubo todo pintado de blanco, desaparecen mis ojos. No los encuentro. ¿De qué color tengo la piel? No puede ser incolora. Los huesos de mi cabeza son transparentes. No veo nada. La voz es más sollozo que voz. Incapaz de gritar, de saber por qué mi cara no se refleja. No tengo cara. Si no tengo cara, no tengo cuerpo. Si no tengo cuerpo, no existo. Si no existo, este aséptico cubo inundado de orina y algún excremento flotando no es la realidad. Y si no existe, ¿qué hago yo en él?