Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 43 – Verano 2016
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


Fragmento de la presentación del libro de igual título de Manuel Pérez García



Hace mucho tiempo atrás, tanto que aún era el siglo pasado, en una entrevista concedida al periódico La Jornada de México, Octavio Paz describió a la poesía como la gran fabricante de fantasmas y la razón de los pueblos.


Por su parte, para otro gran poeta latinoamericano, como sin duda lo fue Juan Gelman, la poesía era el juego de la vida y de la muerte. Pero, como cada uno de nosotros tiene su propia apreciación, podríamos añadir que la poesía posee la virtud de hacernos ver todo como nuevo, como si fuéramos recién nacidos, pues ella siempre es descubrimiento y fuente de luminosidad. Con sus palabras pueden crecernos alas en las sienes e impulsar nuestro vuelo. Volar, porque, al igual que Paz y Gelman, siempre hemos buscado una definición al margen de la que nos pueda dejar el diccionario. Sin pretender ser ajeno a la manifiesta intuición de muchos, pienso que no sería imprudente añadir que la poesía «es la ciencia de la imaginación y la síntesis de las ideas». Y lo es hoy más que nunca, pues se yergue como un estandarte capaz de negarle fundamento a este mundo que compartimos y que cada vez se nos evidencia más perverso.


Las palabras


En las conexiones entre el lenguaje y el pensamiento existen relaciones de la forma y el contenido de la idea, y por supuesto, de su materialización. El hombre piensa con ideas y éstas se manifiestan a través de las palabras. Cada idea posee una o más palabras que la definen, reflejan y representan. O, dicho de otra manera, el hombre madura las ideas y automáticamente las cimenta con palabras.


Las palabras definen nuestros conceptos, nuestras descripciones acerca de lo cotidiano y de lo que no lo es. No nos detenemos a crear otras formas ante cada nueva experiencia que se nos presenta, sino que, en este proceso, los conceptos son modificados y adaptados al mundo que nos rodea. Construimos nuestra realidad de acuerdo con nuestros pensamientos y creencias. La idea es creación y por consecuencia el pensamiento siempre es creativo.


Es esta razón por la que el simple ejercicio de pensar se ha convertido en algo poco aconsejado en los tiempos que corren y, por consecuencia, los poderes fácticos (que haberlos, haylos) quieren convertirnos en autómatas. Seres capaces sólo de responder con eficacia y prontitud a los estímulos recibidos. Ambas cualidades diseñadas y sugeridas, tras un malintencionado —entre comillas— «estudio», encargado a sus —también entre comillas— «cabezas pensantes».


Estoy convencido, pues, de que la palabra capaz de dar vida a la poesía, a la escritura en general, es la terapia indispensable para afrontar el día a día, la herramienta eficaz para hacer frente a la globalización de lo insustancial. Pero no sería correcto desvincular nuestra palabra del idioma al que conforma y no reconocerle así a éste, en su conjunto, la fuerza impulsora de comunicación que esgrime, tanto dentro de las fronteras de la península que habitamos como, así también, en los distintos pueblos diseminados, como fértiles semillas que lo son, al sur del río Bravo, allá en el continente americano.


Lo fugaz y lo insustancial


Pienso que esta reflexión puede ser útil a la hora de expresar algunos conceptos que me sugiere Las llamas del tiempo, y estoy convencido de que puedo hacerlo desde la neutralidad, pues el libro ya no me pertenece, él vuela con alas propias. Las de mi imaginación buscan otras rutas, otro posible cosmos en el que esas llamas, a pesar del tiempo, y con un poco de suerte, no quemen demasiado.


Decía que quería verter algunos conceptos, de los que no me intuyo, por cierto, el hacedor. En primer lugar, quisiera enfatizar la superficialidad de todo lo que se nos presenta como trascendente, pese a ser efímero. Y por otro, el de los fantasmas, citados al comienzo con las palabras de Octavio Paz y que son parte necesaria del telón de fondo que decora el camino que transitamos, el teatro en que vivimos, y, por cierto, fantasmas que siempre serán sombras en permanente conflicto con el hombre y viceversa. De la interrelación entre ambos, en consecuencia, queda establecida la necesidad manifiesta que tienen los unos de los otros.


Cuando el hombre se expresa no tiene la mera intención de transmitir a sus congéneres los propios sentimientos. Cuando esto sucede, deja de ser expresión para transformarse en comunicación. Y pienso que entre intrascendencias y fantasmas, Las llamas del tiempo no nos revela intencionadamente sentimientos, sino que transmite reflejos de esos sentimientos, reivindicando lo simple que es vivir si tan sólo, en algún momento, por un instante, somos capaces de paralizar la vorágine en que estamos inmersos e interrogar a ese yo nuestro de cada día con un sencillo «qué somos o dónde estamos, de dónde venimos o adónde vamos».


La respuesta es evidente y se sintetiza en una expresión muy simple: la existencia es fugaz. Y por consiguiente, en ella el valor material lo tiene tan sólo lo absolutamente necesario, ya que, al final de cuentas, no dejamos de ser más que maniquíes insistiendo en contrarrestar lo efímero. Así, para fundamentar nuestro deambular en ese juego de la vida y de la muerte de Gelman, son necesarios ciertamente los fantasmas, sean como sean, llámense como se llamen, tíldense ya como prejuicios, religión, globalización de la necedad o como la simple deificación del egoísmo humano través de la justificación de hechos o comportamientos injustificables en un mero atentado al sentido común.


Estoy convencido de que éste es el concepto sobre el que debe girar el libro: ardemos desde que nacemos y el tiempo, irremisiblemente, a todos, sin excepción, nos abrasará. De ahí los versos de Paul Celan citados en el libro: «Nosotros te vemos, tierra, te vemos. / Alma a alma / te expones / sombra a sombra. / Así respiran las llamas del tiempo».


Hojas que hablan


Lo anteriormente dicho sobre la poesía y Las llamas del tiempo sin duda no es nada nuevo. El escritor, el poeta, en definitiva es un hombre más sometido a las circunstancias temporales, sacudido por los hechos, al igual que los demás hombres. El poeta, permítaseme citar a otro grande, José Hierro, es una hoja más entre los millones de hojas que forman el árbol de su tiempo, siendo comunes las raíces que lo alimentan. Por eso, lo que uno dice de sí mismo indefectiblemente es válido para los demás. Lo único que distingue al poeta no es una mayor sensibilidad, sino la capacidad de expresarla. Es una hoja que habla, y vuelvo a citar a Hierro, entre otras hojas mudas.


Considero que la poesía, sea cual sea la forma de entenderse, es esencialmente testimonial. Y así, mientras el poeta que canta a la belleza se asemeja por ejemplo al perfume, algo de lo que sin duda podemos prescindir, el que testimonia forma parte de la medicina preventiva imprescindible para evitar padecimientos. El primero es el que nos seduce con sus versos en los tiempos felices y descuidados, mientras que el segundo da testimonio de tiempos desdichados. Un ejemplo de ello son los poetas de la posguerra. Ellos debían ser, fatalmente, testimoniales. Para muestra bastan estos versos de León Felipe: «Estoy aquí otra vez / para subrayar con mi sangre / la tragedia del mundo, / el dolor de la tierra, / para gritar con mi carne: / Ese dolor es mío también».
Y eso no significa que, como lectores, esos poetas no fueran capaces de gozar con las letras de los cultores de la belleza escrita, la de sus días y, ¿por qué no?, de haber sido posible, también la de los actuales.


Un retrato de sociedad


Espero que este poemario, Las llamas del tiempo, ante vosotros se manifieste simplemente como poesía, evitando etiquetamientos. Que os parezca poesía, ya que a mí sí me lo parece. Que llegue a vosotros como un retrato más de esta vida que, siempre en lo individual, será intimista, mas sin dejar de estar inserta en lo colectivo. Ya que ¿hasta qué punto lo individual no viene condicionado por lo social? ¿Acaso no existe un denominador común en cada época? ¿No ocurrirá que si yo hablo de mi alegría o de mi tristeza, o de mi amor, el lector traduzca ese mí por un nosotros? Nosotros los enamorados, nosotros los felices, o nosotros los infelices o tristes.


Mi concepto de las cosas, al igual que el vuestro, pertenece a la misma sociedad que lo conformó. Y en ella, un noventa por ciento de lo que pensamos, sentimos o expresamos es patrimonio común: el escritor, el poeta, a la hora de hablar de sí mismo, de exponer sus conceptos, está hablando también por boca de y por los demás, aunque no pretenda hacerlo.


Sin lugar a dudas que son muchas las cosas que se escapan, pero quisiera dejar, para finalizar, mi mayor reconocimiento y admiración a todos los anónimos trabajadores de las letras, del arte en general, ésos que no pueden o simplemente no quieren acceder al entramado mercantil que les rodea y todo lo controla, pues son ellos los que desde la humildad, desde ese grito silenciado, defienden, conservan y guardarán siempre vivas las palabras, porque son esa mayoría no considerada, la misma que, al igual que otras mayorías en las diferentes manifestaciones de la vida, hacen que las heridas de este mundo —con mis excusas a Ciro Alegría, de por sí más ajeno que ancho— nos duelan un poco menos.