Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 43 – Verano 2016
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


Enero de mil novecientos cincuenta y...
   Por los años cincuenta, el mercado se instalaba en Orihuela en pleno pueblo. El día de mercado era el martes, y acudía mucha gente de la huerta cercana, vendedores y compradores.
   Yo tendría sobre unos siete u ocho años. Era un martes 5 de enero de mil novecientos cincuenta y... No recuerdo el motivo, lo cierto es que entré en la habitación de mis padres, abrí la puerta del ropero y allí encontré cuentos, bolsos para el colegio, lápices de colores, algún muñeco...
   —Mamá, mira todo lo que hay aquí.
   Ella acudió enseguida y rápidamente cerró la puerta del armario.
   —Hija, es que una señora me ha dicho que se lo guardara mientras ella iba al mercado.
   No sé si lo creí o no. Esa noche de Reyes procuré pasarla en vela. No escuché sonido de ningún tipo, ni pisadas, ni ruido de paquetes. Nada de nada.
   A la mañana siguiente, día de Reyes, en el comedor apareció todo lo que había visto en el armario más un triciclo para mi hermana, en el cual ella se subió diciendo:
   —Hoy es el día más feliz de mi vida.
   Para mí también habría sido, como en años anteriores, un día feliz.
   Pero esa mañana del seis de enero de mil novecientos cincuenta y... sufrí la mayor desilusión de mi vida.
   Luego vendrían otras más fuertes, quizá más duras.
   Pero yo no recuerdo otra como aquella.
   Fue la primera.

 

Primavera de mil novecientos cincuenta y...
   Mes de marzo de mil novecientos cincuenta y... Domingo de Ramos. Primavera en todo su esplendor. Diez de la mañana.
Misa de palmas en la catedral.
   Mi prima Finita, una niña un poco mayor que yo, se acerca y me dice:
   —Julieta se ha muerto.
   En la calle San Juan, frente a la casa de mi prima, vivía Julieta. Subí la escalera lentamente. Se oían los lamentos de su madre.
   En una cama blanca, vestida con su traje de Primera Comunión, junto a su palma de Domingo de Ramos, estaba Julieta. Es un ángel, decían, y así era.
   Es una escena que, por muchos años que pasen, no olvidaré nunca.
   Fue mi primer encuentro cara a cara con la muerte. La muerte de un igual. Una niña con la que había ido al colegio, con la que había jugado a todo lo que se jugaba entonces, a la que vi enfermar de leucemia y morir al poco tiempo.

 

Junio de mil novecientos sesenta y ocho
   No sé cómo pudo ser aquello, pero fue.
   Estaba próxima la fecha de mi boda. Yo tenía entonces veinte años.
   Una tarde de junio acudí al colegio de Jesús-María, para gestionar algún asunto de mis estudios de Magisterio que se impartían en dicho colegio, del que, por libre, yo seguía siendo alumna.
   Doña Pepita, la secretaria, que me conocía de siempre y también a mi familia, me dijo:
   —En el jardín te espera la Madre María Eugenia. Me ha dicho que desea hablar contigo.
   Atravesé el patio interior, que es realmente un hermoso claustro con salida al jardín. Ella me esperaba sentada en un banco.
   La luz del mes de junio lo inundaba todo de vivos colores. Una pequeña brisa movía suavemente las hojas de los árboles. Se respiraba paz en el ambiente.
   La Madre María Eugenia estaba allí, con su hábito de monja y su cruz en el pecho.
   —Soy nueva en este colegio. No nos conocemos mucho. Sé por doña Pepita que no tienes padres y que vas a casarte muy pronto. Sólo te ofrezco confianza. Vas a dar un paso muy importante. Como eres todavía muy joven, lo más natural es que, por mucha ilusión que tengas, tu corazón albergue en el fondo un cierto miedo. No tengas miedo. Todo sucederá de una forma natural y mejor de lo que tú piensas.
   No puedo recordar sus palabras exactas. Sólo sé que de una forma breve, sencilla y comprensible, dijo lo que yo necesitaba escuchar y que nadie me había dicho.
   He pensado muchas veces en aquella joven mujer, en aquella hermosa tarde de junio y en los pequeños detalles que a veces, sin esperarlos, nos regala la vida.
   En los cincuenta años transcurridos, desde entonces ha cambiado tanto la vida y los valores se perciben de un modo tan distinto que, si yo contara este recuerdo a alguna joven, posiblemente ni me entendería.

 

Cualquier día de mayo de 2016
   Tiene el libro Diario de invierno, de Paul Auster, unas líneas finales que transcribo:

   Tus pies descalzos en el suelo frío, cuando te levantas de la cama y vas a la ventana. Tienes sesenta y cuatro años. Afuera la atmósfera es gris, casi blanca, no se ve el sol. Te preguntas.
   —¿Cuántas mañanas quedan?
   Se ha cerrado una puerta. Otra se ha abierto.
   Has entrado en el invierno de tu vida.

   El viernes día 6 de junio de 2008 salí de mi trabajo para no volver, con sesenta años recién cumplidos. Era un momento ansiosamente deseado. Yo veía una puerta abierta de par en par y un inmenso verano, largo y brillante. El tiempo ha pasado. La puerta abierta que yo vi debía estar entornada. Y no era un espléndido verano, sino un avanzado otoño, que se ha ido convirtiendo en invierno.
   Es para mí la hora del desayuno el mejor momento del día. Yo lo convierto en mágico: el café, la tostada, la música clásica... A veces enciendo una vela.
   ¿Cuántas mañanas quedan?
   No hay nada de negativo en esta reflexión, hay simplemente realidad.