Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 42 – Primavera 2016
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Finalista en el I Concurso Literario de Relatos de Hotel, 2014



En las habitaciones de hotel deberíamos ver con más claridad la metáfora de nuestras vidas.

P. Claudel


Cuando pusimos rumbo a Madrid, en la Navidad de 1968, mamá y yo habíamos sobrevivido a un año oscuro, de palabras asfixiadas por la pena y de miradas que rehuían los encuentros. Ella estaba aún sobrecogida por la muerte de su hermana y yo, con la mágica percepción que los niños no pierden hasta entrar en la adolescencia, intuía que algo más peligroso que la propia muerte estaba rondando nuestra casa. Por eso papá se había esforzado tanto en ofrecernos un viaje fantástico que nos complaciera a los dos, que nos hiciera olvidar por unos días la tristeza, convertida en una suerte de huésped indeseable.

Durante el largo trayecto en el tren correo, papá no había dejado de fantasear sobre las maravillas que nos esperaban en la gran ciudad: Charlie Rivel  y los elefantes del Circo Price, el zoo de la Casa de Campo, los cines de la Gran Vía y nuestro hotel, situado junto al Kilómetro Cero: íbamos a dormir en el corazón de España. Mi padre cantaba las excelencias de residir en un hotel, como Vladimir Nabokov en el Palace de Montreux. Con un gesto aburrido, mamá le llevaba la contraria y argumentaba que las habitaciones de los hoteles son impersonales, frías, claustrofóbicas..., que jamás podrían convertirse en el hogar de nadie. Pero papá seguía, infatigable, sin dar su brazo a torcer, apoyando a Nabokov, con el que compartía, además, su pasión por las mariposas y la incapacidad de conducir cualquier vehículo motorizado. Yo los oía discutir mientras el tren se deslizaba inexorablemente, dejando atrás estaciones de nombres misteriosos, cuyo desconocido significado trataba de descifrar, y sentía cómo iba ascendiendo la amargura de mi madre, una marea verde que acabaría anegando nuestras vidas.

Desde la estación de Atocha, el taxi nos condujo por anchas avenidas, flanqueadas de plátanos de sombra colmados de guirnaldas luminosas, hasta la Puerta del Sol, donde nos aguardaba nuestro flamante hotel. Un joven uniformado nos esperaba atento en la  puerta principal, engalanada con cientos de bombillas que simulaban un gigantesco árbol de Navidad. Nos introdujo en el imponente hall y, una vez que mi padre presentó la reserva y el libro de familia en la recepción, nos ayudó a subir las maletas hasta el tercer piso. Caminamos casi a tientas por un pasillo tenebroso hasta que el botones se detuvo y abrió la puerta de la habitación 307. Una oleada de luz iluminó nuestras figuras expectantes. La estancia era inmensa y resplandeciente. Al momento percibimos un aroma a lavanda, a ropa recién planchada, a refinado confort. Había dos camas inmensas y un ventanal por el que penetraban los destellos de las alegres luces navideñas. Encima de una mesita baja, sobre la que se había dispuesto recado para escribir, una fuente de cristal nos ofrecía una colección de frutas tropicales. El cuarto de baño relucía como una joya en un escaparate. Cuando se fue el botones, papá y yo pudimos exteriorizar nuestra alegría. Ni en sueños habríamos imaginado tanto lujo. Papá volvió a la carga,  nos dijo que adoraba los hoteles y que le gustaría quedarse allí para siempre. Entonces, sin previo aviso, algo estalló dentro de mi madre. Me miró fijamente a los ojos y, con la voz ronca por la emoción, me dijo:

—No hagas caso a tu padre. Las habitaciones de los hoteles son como la vida. Ahora todo parece maravilloso, pero durará muy poco. Es un engaño. Cuando nos vayamos de aquí, no nos llevaremos nada, ni nada nuestro quedará entre estas cuatro paredes.

Después se dio la vuelta y se encerró en el baño. Papá y yo nos miramos con desconsuelo. Sus palabras habían herido de muerte el centro de la dicha.

Él necesitaba dar un paseo para calmarse, pero yo no pude acompañarle porque me quedé enganchado a los sofocados sollozos que se escapaban por las ranuras de la puerta del cuarto de baño.

Cuando mamá por fin salió, con los ojos enrojecidos y las manos temblorosas, me acerqué a ella, la abracé y le rogué que me dejara dormir en su cama. Me dio permiso con un rictus que pretendía ser una sonrisa. Nos cobijamos en la calidez perfumada de las sábanas y yo fingí que dormía mientras ella, con un libro cerrado sobre el regazo, meditaba tristemente. Sólo rozaba con mi pie un centímetro de su pantorrilla y aquello era todo lo que necesitaba para ser feliz.

La tenue luminosidad de la mañana invernal reveló la incontestable huida de mi madre. Nos dejó abandonados en aquel hotel, junto con su equipaje y todas las lágrimas que derramó la última noche que pasó con nosotros.

Pasamos varios días buscándola por las calles de Madrid, por las estaciones, por los hospitales... Impotentes, denunciamos su desaparición a la policía. Esperamos durante un tiempo prudencial y al final emprendimos solos el regreso a nuestra ciudad de provincias, con un callejero de ausencias en el bolsillo. El día en que nos marchamos, mientras recogía cabizbajo mis pertenencias, me fijé en el libro que ella estaba leyendo. Había quedado olvidado en el fondo de un cajón. Era un libro de poesía, Desolación de la quimera, de Luis Cernuda: «Morir es duro, mas no poder morir, si todo muere, es más duro quizá». Papá no quiso llevárselo.

Mi madre se equivocaba. No somos sombra, oscuridad y olvido. Algo de lo que fuimos permanece más allá incluso de la memoria de los hombres. Muchas madrugadas regreso a ese lugar de luz en el corazón del mundo y rastreo la huella de su angustia entre las sábanas que la abrazaron la última noche y percibo aquel dolor que manchó de gris los azulejos del cuarto de baño. Una y otra vez persigo el momento en que decidió abandonar la vida, nuestra vida, y habitar ese espacio vacío, más allá de la muerte, desde donde, en mis sueños, nos contempla.