Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 42 – Primavera 2016
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


    El pulpo seco era un plato típico de Torrevieja —como de algunas localidades costeras de nuestra latitud y de otras— que se preparaba cotidianamente en los domicilios particulares. Se tomaba como preciado aperitivo y era muy frecuente asimismo en los bares de la ciudad. Sin embargo, hoy cuesta encontrar establecimientos que aún lo sirvan, y por ese motivo es considerado como un manjar —no hablemos del precio— reservado a paladares exquisitos. Entre los motivos de esta sensible pérdida de la gastronomía popular, cabe señalar el descenso de la materia prima: la erosiva urbanización del litoral ha causado estragos en varias especies de la fauna marina, entre ellas el pulpo. Además, en la actualidad ya no suele practicarse la pesca como afición, algo que hace unos decenios era habitual para gran parte de la población en los calurosos meses de verano o en los fines de semana de buen tiempo. A lo que hay que unir la meticulosa elaboración que exigía, que se prolongaba durante varios días, cuando ahora todos tenemos más prisa para llegar no sabemos adónde.
    Recordando un pasado cada vez más lejano, no era extraño que, al regreso de una jornada de pesquera —en Torrevieja también se usaba esa palabra—, los trofeos adquiridos recibieran en la cocina el solemne trato que merecían. Ciñéndonos al Octopus, el ritual se compartía orgullosamente por varios miembros de la familia. El ejemplar ya sin vida destinado a la desecación, que debía tener un tamaño respetable para que no se consumiera antes de pasar a la mesa, recibía todo tipo de cuidados, algunos de los cuales requerían —además de la paciencia y la habilidad que había necesitado su captura previa— incluso una sana gimnasia, y eso que se ahorraba luego la gente en presupuesto para guardar la línea, suponiendo que hubiera línea que guardar. Para empezar, el finado pulpo era sometido a un concienzudo maseo, es decir, a una serie de golpes, sin número determinado pero con fuerza relativa, con una maza u objeto similar dispuesto al efecto, para que expulsara los primeros fluidos y se ablandara. A continuación —la hora de la cirugía— se le practicaba un corte vertical de abertura en la cabeza para el inmediato vaciado de ésta, proceso que, como el resto de la debida limpieza, se efectuaba con una mezcla de agua y sal. Cabe comprender que no se escatimaba una materia prima tan asequible.
    Llegaba entonces el momento de preparar el pulpo para su exposición al sol, lo cual levantaba la diligencia de más residentes en la vivienda. Resultaba fundamental que las patas —para que lucieran después en su integridad— no estuvieran en contacto entre sí ni con la cabeza vacía y extendida. A tal fin, se le aplicaban unas cañas horizontales que, además de mantener las ocho extremidades separadas, servían para colgar la pieza de cualquier travesaño en un lugar aireado —el patio de la casa, cuando había patios, y cuando había casas— y anegado por abundantes rayos del astro rey. Siendo delicados los pasos anteriores, éste demandaba todavía mayor esmero, pues acechaba un terrible enemigo: la moscarda común, que con su absoluta carencia de decoro al aliviarse en cualquier lugar arruinaría toda la faena hasta convertirla en inútil, además de desagradable por las consecuencias que no será necesario detallar. Aunque el ejemplar colgado se untaba previamente con vinagre para ahuyentar a dichas merodeadoras, aquí tomaban un papel preponderante los vástagos de la familia, encargados de mantener una estricta vigilancia mientras los mayores se dedicaban a los menesteres domésticos propios de la edad. Por la noche, como todos tenían que dormir y además ya no lucía el sol, el cefalópodo muerto se colgaba bajo techado, bien protegido para evitar inoportunas visitas de dípteros vivos. El hogar quedaba así inundado por un aroma anunciador de que pronto —siempre y cuando se porfiara sin descuido de ningún integrante de la cadena de trabajo— se comería pulpo seco.
    Así se continuaba durante unos días, cuyo número podía variar según hubiera transcurrido el proceso por las condiciones meteorológicas; pero el asunto no iba más allá de una semana. Como en todo buen producto gastronómico, tan importante era llegar como no pasarse, de modo que había que coger el punto justo. Tanteando el pulpo, cuando se estimaba que éste ya estaba seco pero sin haber perdido su textura, concluía la fase anterior y se pasaba a la más gratificante, la que por fin premiaba todos los afanes. Cada pata se separaba y se enrollaba antes de ser expuesta al fuego directo. Mientras éste actuaba, la pata se desenrollaba ante los atónitos ojos de los niños que se bautizaban en ese ritual. Cuando el tueste había adquirido el punto deseado, la pata era servida, al gusto, con generosas dosis de aceite y limón, y ajo y perejil, y cortada en varios trozos. Para el subsiguiente paladeo se precisaba una dentadura en plena forma, pero el extraordinario sabor —sin olvidar su inexistente coste— compensaba los días de preparación y casi de desvelos.
    Las patas —ocho, contadas y muy solicitadas— constituían el claro objeto del deseo, pero había quien tampoco despreciaba la cabeza. El pulpo seco era plato típico, poco menos que obligado, en las acampadas del Domingo de Pascua y en otras fiestas señaladas. En esos casos, se transportaba ya dispuesto para ser asado en el mismo lugar y consumido aún caliente y humeante. Los tiempos han cambiado, y al autor de estas letras no le importa revelar que no recuerda el día en que comió por última vez pulpo seco; desde luego, la última vez que comió pulpo seco elaborado en casa todavía era adolescente. Y también confiesa su pizquita de melancolía por haber tenido que redactar usando el pretérito indefinido; pero, ante todo, se trata de dar una información veraz. Muy pocos románticos —y privilegiados a la vez— continúan hablando del pulpo seco y degustándolo en presente de indicativo. No nos resistimos a expresar nuestra pretensión, probablemente utópica, de que aumente la demanda de este plato, o que se inicie en ella a los comensales aún inéditos. Mientras tanto, sirva este texto como reivindicación y homenaje al pulpo seco, así como a sus artesanos pescadores, sus abnegadas preparadoras y sus pequeños y celosos centinelas. Porque la familia que prepara pulpo seco unida permanece unida.