Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
42 – Primavera 2016
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

No elegí yo la ciudad de Toledo. Me trasladaron forzoso para dar clases de Logística en la Academia de Infantería. Pero, ni en un principio, me pareció un destino adverso. Al contrario, siendo amante del arte, sabía que mi estancia en esa ciudad me iba a proporcionar un gran deleite. Como así fue, y ante la sorpresa de muchos que creen que la única afición de un militar es pegar tiros (¡qué lejos están de la realidad!; el militar es el que mejor conoce el valor de la paz).
A la menor ocasión, divagaba por sus calles empinadas con la mirada absorta en su belleza y recordando la historia: la Catedral, la Mezquita, Lla Sinagoga... Tres culturas tan diferentes que convivieron en paz, enriqueciéndose una de otra. Me fascinaba la armonía de tiempos pasados y no podía evitar pensar en los tiempos presentes.
La cultura árabe siempre me había fascinado. Pero no podía decir si se debía a los cuentos de infancia, a su cercanía histórica o al avance cultural y científico del Medioevo. Lo cierto es que en Toledo me dejé arrastrar por la cultura hebrea. Hasta tal punto que, sin darme cuenta, había comprado una casa en el antiguo barrio judío. Mi calle era estrecha y unida al gran portalón de enfrente por un arco de herradura apuntado. En su muro, de ladrillo rojizo, todavía permanecía la mezuzah medieval, que recordaba al pueblo judío la obediencia a la palabra de Dios, tanto con la mente como con el corazón. Una barra enorme, de forma cilíndrica y orlada con motivos geométricos, servía para abrir la enorme puerta, que siempre permaneció cerrada. Muchas fueron mis indagaciones para conocer la propiedad. Pero todo fue en vano.
No sólo me enamoré de la ciudad, también de una bella toledana, con la que me casé. Allí nació mi hijo, y permanecí hasta que tuvo seis años, que me destinaron a París, como agregado militar a la Embajada de España.
París, con sus grandes bulevares, sus museos, sus barrios y sus gentes variopintas, me cautivó. Pero lo que aconteció allí es lo que hoy, treinta años después, abre la puerta.
Siempre que mis obligaciones me lo permitían, recogía a mi hijo a la salida del colegio y lo llevaba al parque, antes de cenar. Aquel día estábamos sentados en un banco, hablando de sus hazañas escolares, cuando se nos acercó el señor del banco de al lado. En un castellano medieval, nos expresó su alegría al oír hablar español. Inmediatamente lo identifiqué como sefardita. Siglos después de que sus antepasados fueran expulsados injustamente de España, se refugiaran en Turquía, los Balcanes y Francia, Samuel aún conservaba la lengua, mantenía la gastronomía y cantaba nuestras canciones infantiles. Pero lo que más me impresionó fue que todavía considerara a España como su patria. Llegó un momento, recordando su historia, en el que no pudo evitar la emoción; dos lágrimas discurrieron por sus mejillas. Se alejó. No lo volví a ver.
Con las operaciones internacionales, me enrolé voluntario en destinos más conflictivos: Irak, Afganistán, los Balcanes... Mi ideal siempre fue contribuir a la paz.
Estando en la reserva (pre-jubilado), leí en el periódico la entrada en vigor de la ley que permitía la nacionalidad española a los descendientes de los judíos expulsados en 1492. Una ley muy restrictiva, por sus numerosos requisitos.
Y ya jubilado, treinta años después de mi destino en París, estaba sentado en el rincón de lectura de mi casa toledana, cuando oí chirriar el hierro oxidado del portalón. Samuel entraba en su casa.