Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
42 – Primavera 2016
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

—Debes aceptarlo, tú no puedes seguir. Ya son muchos los KOs que tiene tu cuerpo y últimamente actúas de forma poco normal. Con frecuencia dices demasiadas tonterías...
Cuando arreció la tormenta nos refugiamos en este bar y entre el vaho supe que estaba allí. A la izquierda de su sugestivo rostro, el entrecerrado ojo de Audrey Hepburn observaba a través del resquicio formado entre la columna de humo que salía del cigarrillo anclado en el extremo norte de la larga boquilla y el ventanal del bar, musicalizada por la lluvia que caía furiosa sobre el Boulevard Montmartre. Sin embargo su ojo derecho, pese a tener un campo de visión mucho mayor, parecía vagar indiferente de un lugar a otro, sin poder detenerse a reparar en la sugestiva decoración del local o en algún despistado comensal absorto en su yo acosado por el simple hecho de subsistir.
Me sentía cohibido por ese ojo. A quién no puede dejar de cohibir la clara mirada de Audrey reflejando su iris en la taza de café solo y con mucho azúcar que no dejaba de revolver. No me atrevía a apartar mi vista del humo. Temía que un simple parpadeo pudiera privarme del privilegio de contar un día a mis amigos de la otra parte del mundo que había compartido algo de cafeína con amor y la lluvia de París. Pero qué historia podría inventar si no me atrevía a decir nada; es más, no imaginaba cómo era posible, con mi mal francés y peor inglés, intentar iniciar una conversación ojo a ojo. Si estuviera en la pantalla de Le Louxor, el Grand Rex o el Gaumont Palace, sería diferente. Ahí siempre sucede algo que facilita la relación y juntos podríamos irnos al hotel en el que estabas no lejos de allí, muy cerca del cielo. Porque el cielo soñado eras tú, Audrey.
—No temas a nadie, te protegeré e impediré a los malvados que se te acerquen.
Hice girar con el dedo índice de mi mano derecha el viejo sombrero stetson y fui capaz de proponerte compartir un día de tormenta con amor por París. Echaste la cabeza atrás en un esplendoroso gesto de dignidad y tu pupila permaneció clavada en la pared espejada que, a mis espaldas, repetía cada detalle del bar. Aceptabas con agrado mi proposición.
Los esplendorosos edificios del boulevard nos vigilaban tras una cortina de lluvia. No esperábamos a nadie.
—Al salir detendremos un taxi y desde la puerta extenderé sobre tu cabeza mi abrigo negro para que ninguna gota de lluvia humedezca el oscuro de tu pelo.
—A la rue Véron, s’il vous plaît —le diré convencido al conductor y entraré triunfal en el hotel andando, contigo del brazo, la gastada alfombra de febriles pasos rumbo a la lujuria y notando a mis espaldas la envida de todos los compañeros de habitación.
—Los que vivimos aquí somos boxeadores —me sinceré—. Una derrotada troupe que va de pabellón en pabellón. Andamos a los golpes por la vida y cambiamos sudor por un poco dinero. Tú conoces eso pese a la boquilla interminable y el visón.
La guerra quedaba fuera y la vida también. París con lluvia nos deprime pero seguro que, más allá de las calles encharcadas, recogerás un gato de entre los escombros de otra historia rezagada y lo dejarás en mi ventana.
—Lo has notado, ¿verdad? Me amarra la nostalgia, ese hondo agujero que se agranda en el estómago delatando mi tosquedad para andar por los bulevares repletos de fábulas errantes. Provengo de una calle que en nada se asemeja a este majestuoso Boulevard Montmartre en el que cada tropiezo es humo, ventanal y espejo.
No sé cuántos francos cuesta el café de postguerra. Lo sirven con un himno de Piaff incluido o la taza vuelta sobre el plato para leer el futuro. Cuál de ellos bebió Miss Hepburn. Sólo sé que estoy desnudo haciendo girar el viejo stetson en el dedo índice de mi mano derecha.
Audrey Hepburn vio mi cuerpo desguarnecido en París. No se burló. La columna de humo del cigarro empalideció, desapareció y dejó de ser barrera para un ojo izquierdo. Equivoqué la dirección de tu pupila y saqué el encendedor de la chistera.
—Me acercaré a encenderte otro cigarrillo.
Con un golpe seco abrí el dupont en el que resaltaban mis iniciales grabadas.
Si el estómago no sufre, la mente no invierte. Al hambre de la guerra sumamos la disciplina del cigarrillo, la delgadez, la lluvia que no cesa y los escombros de una vieja casa que espera a retratarse, gato incluido, en un libro que cuenta historias de cine.
—Mira, pago el pasaje de regreso a tu ciudad y te marchas mañana mismo. Allí puedes comenzar otra vida. Lo del boxeo es un peligro para ti, desvarías, y además no debo arriesgar mi prestigio como manager con un boxeador acabado.
Avanzo desnudo, trastabillo entre las mesas de mármol y sillas de auténtica madera.
—Miss Hepburn, ¿me permite? —Acerco la llama al extremo de la boquilla de nácar y sin tabaco.
—Os repito, es cierto, fue en París un día de lluvia. Se percata de la intemperie de mi cuerpo. Su mirada rompe el espejo, pide la cuenta y susurra a mi oído.
—Otro combate amañado por la vida, campeón. Nunca has estado en París, y si no aprendes a subir la guardia, volverás a perder por KO otra vez.