Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 41 – Invierno 2016
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja




El viejo farol colgaba de lado a lado, pero si alguna vez tuvo la intención de iluminar el estrecho callejón, yo nunca estuve allí para verlo. En mis recuerdos ese lugar siempre está a oscuras, incluso cuando en el resto del barrio aún es de día. Hasta aquel rincón nunca llega la luz, ni aunque el sol del mediodía se desplome con arrogante verticalidad sobre sus paredes de cal y piedra. Porque hay lugares en el mundo que se crearon para estar siempre entre tinieblas.

La noche que mataron a Benancio Pacheco el callejón estaba más oscuro que de costumbre. Al menos es así como me lo imaginaba cada vez que intentaba reconstruir esta historia con los retazos de lo que se cuenta y los remiendos de lo que se calla. Si tuviera que hacerme un traje con cada una de estas piezas, tan dispares unas de otras, no llegaría a vestirme ni a la altura del mendigo más sarnoso de la Vega Baja. Y es que así son estas historias que todos saben pero nadie conoce, que a poco que se ponga una a hurgar entre las costuras se te deshilvana la labor.

Poco habrían de importarle a una anciana costurera ciega los motivos por los que Benancio Pacheco acudió al callejón aquella noche, la más oscura del mes de agosto a pesar de que la luna llena se había instalado en lo alto del campanario como un enorme farol de claridad ígnea. Pero yo, que por entonces aún veía, me había dejado cegar en más de una ocasión por las promesas susurradas de este joven tan escurridizo como la sombra que arrastraba cosida a los pies, con la ilusión de que un día me sacaría de la oscuridad de este pueblo para abrirme los ojos al mundo. Y como el amor es algo que no se aprende en los talleres de costura, así dejé que pasaran los días, entre puntada y puntada, esperando a que Benancio Pacheco apareciera por sorpresa a la vuelta de la esquina con un puñado de higos o unas castañas asadas.

Me acostumbré por fuerza a aquellas idas y venidas suyas porque, aunque los rumores no le hicieran verdadera justicia, no era mozo bien recibido en el pueblo. Ya fuera por odio o por envidia, cuando en alguna plaza se escuchaba el nombre de los Pacheco, éste siempre estaba asociado a algún asunto problemático. Así que no me sorprendía que Benancio estuviera hasta una semana sin aparecer por ningún rincón y, aunque en ocasiones me hubiera lanzado a las calles de madrugada para buscarlo hasta debajo de los adoquines, contenía aquellos impulsos tejiendo y destejiendo infatigablemente como una Penélope que espera por su Ulises.

Algo debí de intuir aquella noche, pues ni bordando manteles ni zurciendo calcetines conseguía aplacar la angustia que se me enredaba en el estómago como hilo de algodón. Tan poco pulso tenía que en una puntada indecisa me clavé la aguja en el dedo corazón. Todavía sangraba aquel dedo cuando los escuché corriendo apresuradamente hacia la calleja y levanté la cabeza instintivamente para aguzar el oído. «¡El Benancio! ¡El de los Pacheco!». Las voces parecían rodar escaleras abajo, envueltas en el chorrero de sangre que tardaría años en desaparecer de entre los poros de la piedra. Y entonces empezó a escurrírseme la vida, también como una gota cálida y espesa, desde ese otro corazón que me latía asincopado a la altura del pecho.

De aquella noche se dijeron muchas cosas. Que si Benancio había salido borracho de la taberna y provocando a más de uno del pueblo con su altanería. Que si había estado cortejando a la hija del zapatero y el prometido de ésta se la tenía jurada. Que si venía ya empuñando la navaja desde que llegó y con ganas de trifulca, «como todos los Pacheco». El caso es que nunca se supo quién le asestó a Benancio las tres puñaladas que lo hicieron desangrarse hasta la muerte en aquel callejón donde ni siquiera la farola, tan ciega entonces como ahora mis ojos, pudo verle la cara al asesino.

Hoy, velando el cuerpo de mi difunto Mariano, me ha venido a la mente el recuerdo de quien me prometió vivir en una ciudad de grandes avenidas. Del hombre que una madrugada fue a buscarme, decidido a hacer realidad aquella promesa, y que portaba en el bolsillo una cadenita de plata, la misma que ahora me oprime tanto el cuello que me falta el aire.

«Casémonos», dijo Mariano en aquel mismo callejón con la sangre de Benancio palpitando todavía bajo la piedra. Y me colgó aquella cadena robada que un día fue una joya pero que desde entonces fue poco más que un collar de perro. A los dos años nació Cándida, la preciosa niña que nunca di a luz sino a sombra, por ser fruto de aquel avieso matrimonio en el que lo único bueno que pudo sucederme fue perder la vista para no tener que verle más la cara a Mariano. Pero hasta el último momento quiso atormentarme, confesándome esta historia que no tardará en arrastrarme también al otro mundo.

Más de media vida he dedicado al hombre que en la noche más oscura de un mes de agosto cortó ese hilo que, según cuentan, conecta las vidas de aquellas dos personas que están destinadas a encontrarse. Cuántas veces no habré cruzado por el estrecho callejón acariciando la pared como si los fantasmas tuvieran piel, aunque fuera de cal y piedra. Cuántas no habré remendado estas cicatrices invisibles por las que me sangra el alma desde entonces sin que ni el punto más apretado haya podido retenerla. Media vida a ciegas, buscando a tientas al culpable de todas mis desgracias.

Y sin saberlo, el secreto de lo que ocurrió en aquel lugar ha estado siempre conmigo, colgándome del cuello como un trofeo ajeno. Esta insignia manchada de sangre y silencio que habrá de acompañarme a la tumba. Porque hay historias que es mejor que permanezcan entre tinieblas.


Música:
The Long Way Home
por: Jason Pfaff
Voz:
Encarna Hernández

(Pendientes confirmación derechos de autor)