Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 41 – Invierno 2016
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Otro día más se eleva sobre mis brazos poderosos y el majestuoso azul del cielo es lo único que me otorga la dignidad y el honor que aquellos me han robado. Aquellos que me utilizan para sus fines privados; aquellos que no saben nada de respeto ni de valía; aquellos que ni siquiera tienen la capacidad de imaginar que estoy aquí, dentro de este cuerpo inquebrantable, trabajando día y noche para todos menos para mí.
Centurias hace que vi la luz del sol por vez primera. Siempre tuve esta armadura que me ha protegido del viento, el agua, el polvo y el tiempo. Desde aquel primer instante, aquí he permanecido, firme y bien plantado sobre la tierra, rodeado de seres dependientes que jamás podrían hacer lo que yo hago por sí mismos. ¡Y no es para menos! El Creador me ha dado un lugar preponderante entre las creaturas, mas ese don ha sido, a la vez, mi perdición.
Este gran tamaño, esta estatura imponente que me constituye, lejos de ser motivo de miedo, respeto y alabanza, lo es de mofa y abuso. Me es imposible moverme de un lugar a otro como lo hace el común de la gente, y creo que esa es la razón por la cual mi porte es ignorado por todos quienes me rodean. ¡Pero no solamente me ignoran! Además, me han convertido en su sirviente.
Pero ¿qué sería de ellos sin mí? Cuando pongo en movimiento mis enormes brazos extendidos, ocurre la maravilla que los ojos del común se niegan a valorar. ¿Acaso ellos piensan en lo que sería de sus vidas si no estuviera yo acá? Mis cuatro enormes brazos trabajan incansablemente para su bienestar, y nunca —y el Creador es mi fiel testigo—, nunca he escuchado de ellos ni una loa, ni he recibido jamás una ofrenda, así sea un leve ramo de flores. Empiezo a creer que estas creaturas diminutas, que andan en dos patas, corretean y parlotean todo el día, son de mente tan pobre que no pueden ir más allá de lo que sus ojos ven.
En este campo fértil y rebosante de color somos treinta los gigantes que habitamos y que servimos con nuestro poderío a los enanos de dos patas. Nuestros cuerpos de piedra encierran una sabiduría ancestral que sólo pertenece a la naturaleza misma. Somos los únicos que conservamos una memoria viva de lo que antaño fue esta tierra, pues hoy en día no quedan ya ojos que nos hayan visto nacer. Pero a pesar de tales extravagancias, ningún juglar nos ha dedicado melodías ni ningún caballero ha inclinado su rodilla ante nosotros.
Qué vergüenza deberían sentir estos pequeños e insignificantes seres si pudieran comprender lo que hay detrás de la piedra y la madera. No se comportarían así de ufanos y fatuos. Agradecerían por todas las veces que les proveí alimento y por las ocasiones en que encontraron refugio en mis entrañas. Con frecuencia pasan por aquí forasteros envestidos de galas, caballeros con fuertes armaduras y largas lanzas (no tan largas como mis brazos, claro) y los imagino en plena batalla, contra mí, contra nosotros. Imagino el viento fuerte, girando mis brazos todopoderosos que irían barriendo todo a su paso. Hasta que los más gloriosos caballeros se arrodillaran ante mi presencia, jurándome lealtad eterna. Flores caerían del cielo y vítores cantarían aquellos pequeños seres, maravillados con mi augusto porte, agradecidos por contar con mi fiel protección. ¡Ah! Si tan sólo pudiera moverme con pies ligeros, sin duda alguna reinaría sobre esta tierra.
Pero nada de eso pasó nunca y aquí sigo plantado, junto con mis treinta compañeros, trabajando siempre en intenso silencio por el bien de la humanidad. Han pasado tantas generaciones ante mí que perdí la esperanza en que mi sueño algún día se cumpliera. He rogado al Creador por aventuras, honor; incluso he anhelado ser retado por algún valeroso caballero que me viera como lo que verdaderamente soy.
Tantas plegarias he elevado al Creador que finalmente fui escuchado. ¿Acaso el destino ha dado el vuelco que siempre deseé tan fervientemente? ¿Acaso por fin ha llegado la persona que vea detrás de la piedra, la madera y las aspas de metal? Allá a lo lejos han aparecido dos seres que se han detenido en nosotros. Uno de ellos, el que viste una armadura, no deja de blandir su lanza en son de guerra. ¿Contra quién, acaso, si aquí no hay nada más que campesinos y esta legión de treinta molinos poderosos?
Aquel caballero bate su espada a lo lejos como si quisiera desafiarnos a nosotros, los gigantes. Aun sin comprender enteramente su propósito, la madera se me hincha de alegría al imaginar que, en este mundo, hay alguien capaz de ver lo que no se puede ver. Yo que había perdido la fe en la humanidad, que pensaba que el reino de la fantasía existía únicamente en mi ser, que había ya renunciado a protagonizar una gesta, hoy tal vez pueda decir felizmente que me retracto de esos pensamientos.
El caballero está cada vez más exaltado y su regordete escudero trata de detenerlo. No puedo entender qué dicen, pero definitivamente ese caballero se está acercando a mí y me mira fijamente, con ojos relampagueantes. Mis enormes brazos se mueven cada vez más enérgicamente, puesto que se preparan para la embestida. ¿Será?
El robusto escudero ha desistido de disuadir al caballero y éste cabalga furibundo. Sí, cabalga hacia mí, no me caben dudas. Cada vez siento más la intensa tensión previa a la batalla, la incertidumbre de no saber cómo terminará, la exaltación de estar dispuesto tanto a quitar la vida como a dejarla. El caballero me mira con una mirada de fuego, refulgente su lanza, y ya no me quedan dudas de que el Creador me ha recompensado esta larga vida de trabajo con mi anhelo de ser desafiado, al escuchar las palabras más dulces que escuché en mi vida:
—Pues, aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.

 

 

 

Música:
El trovador
por Jaime Heras
Voz:
Txema Álvarez

(Pendientes confirmación derechos de autor)