Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 41 – Invierno 2016
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


Sentado en mi destartalada silla de ruedas, contemplo desde la ventana de mi casa, cada día, los desgastados peldaños de piedra, de esa calleja estrecha y empinada, que me impiden llegar hasta donde tú estás. Trece escalones, que como puñales se clavan, desde hace mucho tiempo, en mi cansado y triste corazón.

De niños éramos inseparables, corríamos como locos por el barrio, siempre cogidos de la mano. Miles de veces subíamos y bajábamos esos escalones, nos sentábamos en ellos a jugar y a cantar, siempre alegres, tan felices.

Lástima que, a los doce años, mi padre me llevara a la tahona a trabajar con él. Claro, el pobre no podía con todo desde que mi madre murió. A mí, la verdad, es que me gustaba ayudar, pero dejar la escuela fue duro.

Fíjate qué cosas me vienen a la cabeza, hacía muchos años que no recordaba mi infancia.

Años más tarde cambiamos los juegos por abrazos, besos profundos y húmedos, que ardientemente nos regalábamos hambrientos de amor en esa misma escalera.

Prisionero de mi cuerpo desvencijado, espero cada día el anochecer para, en sueños, reunirme contigo de nuevo y retomar los alegres juegos, las confidencias, los abrazos apasionados, aquellos besos interminables.

¡Qué lejos queda ahora todo aquello! La soledad me envuelve con su manto de amargura, los pájaros ya no cantan. La lluvia, cuando llega, me llena de tristeza, con su manto plomizo, con su arrullo lacónico, con su pereza.

Mañana es tu cumpleaños, no te he podido comprar nada, ni siquiera recogerte unas flores silvestres, como hacía siempre antes del desgraciado accidente. Espero que no te enfades conmigo.

En el campo verdea el trigo, desde aquí lo veo; un mar verde que el viento mece a su antojo, el labriego acaricia las espigas. Este año va a haber buena cosecha. Las amapolas ponen su nota de color en el campo castellano, como peces tropicales en el mar.

El sol se enseñorea sobre la meseta castellana, tórrido, seco, inmisericorde. Las mujeres cubren su cabeza con pañuelos negros y sombreros de paja, mientras recorren el pueblo arriba y abajo atentas a sus quehaceres diarios, con la mirada baja, con el semblante serio. No son muchas, nuestro pueblo se está quedando desierto, todos nuestros amigos se han marchado, quedan los viejos, las viudas y los que no tienen dónde ir.

Odio comer solo, la comida no me sabe a nada, ni siquiera tengo apetito, creo que llevo varios días sin comer. Recuerdo cómo disfrutábamos comiendo juntos, aquella vez que fuimos a Segovia a comer cochinillo, las noches en que salíamos de tapas con los amigos, los paseos nocturnos en Toledo a la vera del Tajo.

Ayer vino don José, el médico, y dijo que si no comía me tendrían que poner una vía para alimentarme. Ya no tomo ni café, ¿te acuerdas cómo me gustaba tomar una copa de vino?, pues ni eso me apetece, no sé, hoy me siento muy raro.

Me vienen a la mente mis abuelos, mis padres, mis tíos, me ha entrado la llorera floja, yo que no lloraba ni de pequeño, a mi padre no le gustaba verme llorar, decía que eso era de niñas pequeñas. Siempre fue un hombre duro, me quería, pero a su manera, de una forma tosca y seca, yo me volvía loco por agradarle, por sentir una caricia suya, un abrazo, un beso...

¡Qué largo se me está haciendo el día! El tiempo transcurre lentamente, hoy sobre todo; no pasan las horas, el tic-tac del reloj retumba en mis oídos, me enloquece. ¡Qué triste es vivir solo! Sobre todo cuando no puedes salir de casa. Antes venía gente a verme, me contaban cosas del pueblo, me sacaban un rato al sol en invierno y a tomar el fresco a la sombra en verano, pero poco a poco dejaron de venir, ahora sólo viene la mujer que me cuida, pero ella no habla, me levanta y asea, me viste y alimenta, yo se lo agradezco, pero qué seca que es la pobre, dicen que se quedó viuda, siempre viste de negro, cuando termina de arreglarme se marcha a seguir con la faena de su casa, y por la noche vuelve a darme la cena y a acostarme, es voluntaria en servicios sociales. A mí me da mucha pena, se la ve muy triste.

Antonia, mi amor, espera, oigo ruido en la puerta de casa, son algunos vecinos, están hablando entre ellos, discuten sobre cómo subirme por la calleja de los trece escalones. Creo que ya se han puesto de acuerdo, entran en el comedor, me sacan a la calle, son buena gente mis vecinos, cargan conmigo, caminando penosamente por la escalera que conduce hasta la ermita, parece que por fin volveremos a vernos. La verdad, no me lo esperaba, me introducen en ella, escuchamos misa, hacía años que no subía a la capilla, es un detalle por su parte, está mucho más vieja de lo que la recordaba.

Al terminar la misa, me acercan donde tú estás, ¡qué amables son!, ya llegamos. Me dejan en el suelo del cementerio junto al santuario. El sacerdote también ha venido, y eso que está muy mayor…

Hasta los sepultureros han venido, hay un nicho abierto, una losa en el suelo. Ya no se escuchan ruidos y el silencio nos acoge en su cálido seno. Por fin, mi vida, nos quedamos solos, no te imaginas cómo me siento, tanto tiempo deseando estar de nuevo contigo, y por fin lo conseguimos.

Ellos decían que habías muerto después del accidente, yo nunca les quise creer, hace un rato he oído a uno de los vecinos decir que por fin yo también había fallecido después de tantos años de sufrimiento. No sé qué pensar, la gente es muy rara.

Ahora que estamos de nuevo juntos, ¿qué me importa lo que diga la gente?, ni lo que digan los escritos, ni siquiera los que están grabados en piedra.



D. E. P.

Antonia Jiménez (1950-1990) y Pascual Moreno (1951-2005)

Por fin, juntos para siempre