Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
41 – Invierno 2016
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Escapad, escapad: sólo quiero,
sólo quiero tu muerte cotidiana.
(Vicente Aleixandre)
Sucedió el 29 de febrero de no recuerdo qué año. Fue algo tan inverosímil, pienso, que sólo puede ocurrir en año bisiesto. Esa madrugada el túnel se extendía estrecho y oscuro, como corresponde a todo túnel que se precie. En la boca de entrada nos dábamos ánimos para poder atravesarlo lo más pronto posible. Cuando los primeros pasos nos ahondaron en el temor, un inesperado rayo de luz se situó con fuerza en los ojos; supimos entonces que no seríamos capaces de ver más allá de cada movimiento hecho. La marcha se hizo tediosa. Todo lo preparado quedó en el pasado y cuesta abajo buscamos otra realidad, el punto y coma por donde arrojarnos a un nuevo espacio. De improviso, se situó en el escenario la orquesta sinfónica de la zona y, tras interpretar el himno nacional, empujó a los hijos de la patria al combate y así, con las mochilas a la espalda, reptamos hasta un montículo de arena tras el que nos parapetamos. Más adelante, las sombras sostenían enormes vigas de madera. Desde ellas provenían los fogonazos del enemigo, esos que pasaban sobre nuestras cabezas describiendo parábolas perfectas.
—¡Alto! ¡No disparéis! —El eco del grito del sargento se multiplica hasta más allá de las líneas desplegadas frente a nuestra defensa.
—¡Desconfiemos de la metralla que nos tienden! —La voz del coronel tiene más decibelios que la del sargento—. ¡No son balas de conciliación! ¡Nos impiden alcanzar la salida del túnel! ¡Fuego! ¡Fuego!
—¡Abandonaremos esta posición! Todo se confunde con el fuego amigo o enemigo. Es el momento supremo en el que no atinamos, no somos, no pensamos, ni siquiera tenemos capacidad para preguntar qué hacemos aquí, un 29 de febrero bajo el signo de piscis y con el líder de los espíritus dispuesto a intermediar.
—Nuestro día debe ser un día de paz, de concordia entre humanos. Tenemos que acercarnos los unos a los otros, ser solidarios y abandonar todo interés terrenal.
Subido al montículo de arena en medio del túnel, Alessandro Farnese, papa Pablo III, predica. Habla de amor, de amor carnal y vida celestial, mientras Giovacchino Antonio Rossini instrumenta sus palabras y da la orden de colocar un diapasón en la mira de cada artillero.
—¡Ahora, los obuses! —Bong, Bong, Bong—. ¡Las metralletas! —Tra, tra, traaa, catá—. Así. Con ritmo.
Al fondo de la escena, los tanques avanzan imparables. Surgidos de las sombras, lo destrozan todo en su avance.
—Para nosotros, los creyentes, lo más provechoso, lo más generoso, será siempre la valiente intercesión de don Alessandro Farnese, Pablo III, ante los gobiernos del mundo. Blandamos los ejemplares de su encíclica a los dirigentes de las grandes potencias reunidas en Trento. Evitemos el sufrimiento de tener que ser tiroteados y no saber si responder a esa provocación o, por lo menos, hacerlo de forma oficial. La radical oposición a las armas de destrucción masiva, y la más que justificada aceptación de las de autodestrucción individual como forma de valorizar el heroísmo humano en la contienda, habla por sí solo de la grandísima visión de futuro de este patriarca de la Iglesia, este enviado celestial...
—Adquirió experiencia en la Corte romana y fue vital. Pese a su vida lujuriosa y nepotismo, sanó a los pueblos de temibles enfermedades, y así también sanará el túnel de todo mal para hacer de nosotros un ejemplo, personas llenas de fe, convencidas de que haber transitado las hostiles penumbras en busca de la claridad no fue en vano. Las palabras de nuestro residente mayor emocionan, motivan y nos hacen mirar al futuro con optimismo.
—Es hora de aplastar las tiranías, soterradas o no. Atravesar el lúgubre sendero es un acto de lealtad consigo mismo y, como tal, vivir sólo puede enaltecer nuestro esfuerzo haciendo del mismo el sendero a seguir por las nuevas generaciones.
El montículo de arena se ha convertido en el centro de debates del túnel, el ágora donde las decisiones se consensúan. Por él avanzo y retrocedo y avanzo otra, sacudo la arena de los hombros, la quito de sandalias de playa que calzo, y vuelvo a retroceder.
No me valen las palabras de Su Santidad. Suenan huecas las frases del presiente mientras las armas, pese al diapasón, no trasladen música a estos oídos hastiados de oír, paisaje a estos ojos aburridos de ver y conocimiento al desafinar de afónicas gargantas que no renuncian a gritar. Sin duda, el clero y los gobernantes tienen intereses muy diferentes a los míos y de una infinidad de muchos como yo; pese a ello, esos pestíferos serán reverenciados por la historia. En esa insoportable oscuridad comprendí que nacíamos ciegos, y seguro que los mandamases de la otra parte del túnel, en este mismo instante, estarían expresando lo mismo.
Entonces corrí. No detuve la carrera hasta abalanzarme sobre las columnas de madera que sostenían el techo. El único afán era destruir el templo. La matrona sonrió: un varoncito, señora, unas palmaditas en las nalgas y ya empieza a llorar, sonrió satisfecha.
Un 29 de febrero cualquiera Giovacchino Antonio Rossini asaltó la batuta de Herbert von Karajan. Hacía frío en Viena.
—¡Los cañones! ¡Ahora, los cañones! —ordenaba a gritos el coronel. Bong, Bong, bong. Ruge la Obertura 1812.
—¡Por favor, Piotr Ilich Chaikovsky, ¡a escena!