Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 41 – Invierno 2016
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

X Certamen Literario Ateneo Cultural “Paterna”
Premio José Alberto Herrero Minguet



La tarde se había encargado de cubrir el cielo con un velo gris que no presagiaba nada bueno pese a estar agosto muy avanzado. La tormenta se orquestó con cadencia tediosa. Luna y luceros huyeron esa noche, desamparando a un firmamento desde el cual la lluvia descendió mansamente atenuando en cierto modo la temperatura de un asfalto sobre el que, a mediodía, sin grandes hazañas, pudo haberse freído un huevo. Ventanas abiertas de par en par, trueno en la lejanía, relajante sonido de cortina de agua que choca contra el suelo, duermevela, estado soporífero... Mas lo que a simple vista parecía una bella estampa de finales de verano, en realidad era un falso decorado. De repente, como regurgitado por la Muerte, de la panza del aguacero surgió la figura de un anciano, desnudo, con la mirada desvaída y los pies lacerados a causa del malintencionado roce de algún que otro bordillo. Al igual que un chiquillo, el viejo hacía equilibrios sobre el canto de la acera dando un peligroso traspié de vez en cuando. Por suerte restablecía con rapidez el equilibrio perdido evitando dar con sus huesos contra el asfalto humedecido. La vecina de un inmueble sito en una calle que no habré de nombrar fue la encargada de avisar a la policía, mostrando de esta cívica manera visos de buena ciudadana. Desde la ventana de su dormitorio descubrió al anciano justo en el momento en que éste intentaba encaramarse a una farola. El esfuerzo por emular a Gene Kelly fue en vano. «¡Se va a enterar el sinvergüenza este!», exclamó la sulfurada señora. «¡Vamos y vamos!», añadió antes de correr en busca del teléfono, no fuese a escapársele volando la pieza.

—Ya se lo he dicho, en plena calle, igual que su madre lo trajo al mundo. Y, siendo franca, le diré que además de indecoroso resulta asqueroso, exhibiendo toda esa carne que ya no se sostiene por sí sola.

—...

—Eso, mande una patrulla cuanto antes.

El coche patrulla llegó pasados cinco minutos y de él bajaron dos policías luciendo gorra de plato y chubasquero. Con aparente tranquilidad, los uniformados se apostaron a ambos lados del anciano, a modo de corchete. Uno de los policías, el más previsor, blandía la porra en una mano, no fuera a descontrolarse la situación y hubiera que reducir al sospechoso por la vía más drástica. «Abuelo, tendrá que venir con nosotros», dijo el que llevaba la voz cantante. El anciano no se inmutó. Absorto, con mirada hipnotizada, contemplaba la luz de la farola con la misma fascinación con que un niño abre sus ojos por primera vez al mundo. En el contorno de la luminaria se materializaban las gotas de lluvia que parecían acelerar en su trayecto final hasta estrellarse contra el suelo. El hombre alzó un dedo tembloroso hacia la luz y, ladeando la cabeza, se dirigió en tono lastimoso al policía de su izquierda: «Lágrimas de dioses». La escena fue contemplada por la vecina modélica, desde el anfiteatro de su ventana. Según el anciano fue introducido en el vehículo policial, la satisfecha señora cabeceó asintiendo. Había acabado la función.


El inspector Benavides se veía a sí mismo como un policía trasnochado, un reducto de la vieja guardia. Aunque la verdad fuese otra, él se sentía igual que un perro de presa al que hubieran recortado la cuerda limitando su perímetro de acción y sus quehaceres. El inspector había entrado en el Cuerpo a final de década de los sesenta, recién cumplidos los veinticinco años, con el pulso firme, la decisión afilada y una tibieza en la mirada que enseguida hubo de reemplazar por otra de pétrea dureza. Entonces el trabajo era digno, el sueldo tal que así y un policía era todo un símbolo, una figura a tener en cuenta, a temer y respetar. Con voluntad de hierro, en aquellos días marcados por la inocencia de un pueblo que solía pedir perdón hasta por respirar, el inspector Benavides se había dedicado a enjaular a pillos de poca monta: ladronzuelos, trileros, truhanes que todavía mantenían vivo el timo del tocomocho. Aquéllos sí eran buenos tiempos. Con un golpe seco en la mesa y un sonoro ¡coño! se hacía temblar al más pintao. «Es de lamentar que hoy en día la palabrota se haya desprendido de su halo añoso y romántico —se confesaba el inspector con algún que otro allegado—. A fuerza de imprecar, los tacos han degenerado en lenguaje cotidiano». Los setenta fueron años enrarecidos, con la agonía del caudillo propiciando el resurgir de la esperanza, recobrando el país el color y la ilusión tras la muerte del dictador. «Asfixiantes», los describía el inspector Benavides, debido a tanta carrera detrás de melenudos que poseían un fondo superior al de Mariano Haro. En los ochenta la cosa se sosegó bastante. Aires de modernidad lo invadieron todo. Fue una verdadera lástima que aquella frescura acatarrara a más de un reaccionario poco previsor con el cambio de chaqueta. Para algunos privilegiados la época dorada tocaba a su fin. Prueba fehaciente de esto fue que, a mediados de la década fulgurante, al inspector Benavides se le encomendó la humillante labor de perseguir a camellos y drogatas.

Los noventa pasaron sin pena ni gloria, apenas significaron un periodo de adaptación para las piezas moldeables del sistema. Los narcóticos se pusieron de moda —el tráfico de estupefacientes tenía a toda hora el semáforo en verde— y la brutalidad policial fue cuestionada desde las altas instancias: cualquier tipo de exceso era perseguido dentro del departamento, condenando a la polvorienta sección de Archivos a quien osara extralimitarse con un detenido. A consecuencia de esta restricción, hasta el más insignificante delincuentucho clamaba por sus derechos constitucionales al tiempo que aprovechaba su perorata para cagarse sin tapujos en la santa madre del inspector. Ya en pleno año dos mil, con la llegada masiva de inmigrantes al barrio, tanto la naturaleza del delito como el perfil del delincuente había cambiado de forma notable: reventadores de cajas fuertes, alunizajes en joyerías, traficantes de cocaína, riñas entre pandas callejeras, mafias provenientes de cualquier parte del mundo, ajustes de cuentas; todo, en mayor o menor medida, había contribuido a incrementar el número de muertes violentas. Lejos había quedado la novelesca figura del fino y elegante carterista, aunque todavía haya alguno que ejerza con maestría el oficio, suplantada ahora por un nervioso y jadeante «¡la cartera y el peluco!». Y para rematar la lista de interfectos, de tarde en tarde, un crimen de género. No, éste ya no era el Madrid de puertas abiertas y noches seguras por el que antaño el inspector Benavides solía pasear con aire meditabundo.

De un tiempo a esta parte, de los asesinatos se encargaba la policía científica, un conjunto compuesto por jóvenes universitarios que representaba el siguiente eslabón de la cadena, la nueva hornada encargada de transformar el Cuerpo en una unidad moderna y dinámica. En contraste con aquel mocerío, el inspector Benavides encarnaba al último bastión de una generación que había mamado el oficio en las calles, imponiendo unas veces la ley, otras el miedo. Su trabajo ahora se centraba en casos sin importancia: hurtos, robos sin lesiones, desavenencias vecinales..., todo ello aderezado con asfixiante papeleo. Sí, un trabajo anodino, tan insustancial como aquello en lo que se había convertido su vida. Un eterno año para lograr la ansiada jubilación, ése era el trecho que separaba al inspector de una respetable pensión y un merecido descanso. Incluso su esposa procuraba infundirle ánimos cuando lo veía en casa sentado frente a la nada, con la barbilla hincada en el pecho y la mirada clavada en el suelo: «Tranquilo, cariño, ya sea para bien o para mal, a gusto o a nuestro pesar, el tiempo pasa de manera inexorable».

Aquella borrascosa noche el inspector se encontraba de guardia en comisaría. Últimamente se beneficiaba de la relativa tranquilidad nocturna —durante el día aquello era puro ajetreo— para dar los últimos retoques a una novela negra que llevaba pergeñando desde hacía dos años y medio. Vacilaba con la estilográfica en la mano cuando el agente Ortuño, con gesto indeciso, se plantó frente a su mesa y captó su atención.

—Siento interrumpirle, inspector; pero han traído a un hombre desnudo.

—¿Lo han fichado?

—No ha sido posible. Bueno, le hemos hecho las fotos de rigor, pero no hemos podido tomarle las huellas. Tiene quemadas las yemas de los dedos. Debería interrogarlo, inspector.

El inspector Benavides se reclinó en su asiento y compuso un gesto pensativo.

—Un caso interesante. ¿Lo ha puesto en conocimiento de la inspectora Muñoz?

—En realidad, la inspectora anda ya un buen rato con el tipo ese. Al parecer apenas ha podido sacar de él más que vaguedades, por lo que me pidió que viniera en su busca.

—Ya me extrañaba a mí —el inspector abandonó su asiento con desgana—. En fin, será curioso interrogar a un personaje que se le resiste a nuestro corpiño de acero.

El inspector entró en la sala de interrogatorios y se situó de pie junto a la inspectora Muñoz. Como era costumbre en ella, para paliar los nervios esgrimía un Marlboro Light entre los dedos amarillentos de una mano a la vez que sostenía en la otra un café en vaso de plástico. La inspectora era una mujer asentada en la treintena, delgada, de baja estatura y ademanes vigorosos. Todo lo contrario que el inspector Benavides, cuya laxitud había aumentado de un tiempo a esta parte dando muestras inequívocas de un perpetuo cansancio. Para rematar la escena, frente a ellos, sentado a una mesa se encontraba la inquietante figura de un anciano de cara sonriente, portador de unos ojos que exudaban un brillo infantil. Obviamente el anciano ya no estaba desnudo, alguien le había conseguido un albornoz.

—Este tío desvaría —la inspectora Muñoz se dirigió a su compañero en tono confidencial—. Va a su bola, responde lo que le sale de los cojones.

La mirada del inspector se centró en las manos del anciano, extendidas sobre la mesa.

—¿Ha dicho quién le quemó los dedos?

—No suelta prenda. Tal vez se lo hiciera él mismo. Ya sabes, aquí se ve cada cosa...

La inspectora se alejó unos pasos y descansó la espalda en la pared.

—Soy el inspector Benavides —se dirigió al anciano—. Supongo que ya habrá sido informado de que este interrogatorio está siendo grabado por su propia seguridad. No se encuentra aquí en calidad de detenido, por lo que no precisa usted de asistencia legal. Tan sólo queremos identificarlo, eso es todo.

Rellenaremos este formulario y podrá marcharse a su casa; así de fácil.

El inspector tomó asiento frente al desconocido y sacó una pluma estilográfica del bolsillo interior de su chaqueta. Apartó el bolígrafo que descansaba sobre el formulario, se inclinó sobre la mesa y adoptó una pose adecuada para escribir con comodidad.

—¿Nombre?

El persistente silencio obligó al inspector a levantar la vista del papel y clavarla en el anciano.

—Tendrá usted un nombre, ¿verdad?

—¿Debería tenerlo? —el indocumentado no mostró preocupación alguna, aunque sí algo de perplejidad.

—Todos tenemos uno. ¿Cómo suele llamarle la gente?

—Abuelo. El hombre que me trajo a este sitio me llamó así.

—Aparte de él, ¿hay alguien más que lo haga a menudo?

—Un niño.

—¿Tiene un nieto?

—Le encanta que le relate el cuento del niño que pisaba charcos. ¿Quiere escucharlo?

—No se moleste.

—Un niño de siete años, al que su madre llamaba campeón, tenía una afición desmedida por pisar charcos, se desvivía por chapotear en ellos. Le gustaba salir al campo en época de sequía y pringarse en los charcos más fangosos. ¿Le he dicho ya que el niño vivía a las afueras de una gran ciudad? Luego regresaba a casa con la ropa limpísima, y su madre lo regañaba por ser un niño sumamente aseado. Siempre mantenía su cuarto ordenado, también por eso recibía buenas reprimendas. Un buen día, un árido y malvado charco comenzó a engullir al niño por los pies. «¿Por qué me quieres tragar?», preguntó el crío, con palpable alegría en su rostro. «Qué más da lo que haga contigo —respondió el charco, malhumorado—, eres muy viejo ya. Calla y no te resistas más». «Tengo familia

—esgrimió el niño—. No tengo hijos, pero sí unos padres que me adoran y castigan cada vez que me porto bien». «¿Y crees que eso le importa a un charco?». «Haremos un trato —se le ocurrió al chaval—. Si me dejas vivir te traeré agua a diario». «No es suficiente», barbotó el depredador engullendo definitivamente al niño. «Blu, glu, roar», que en el lenguaje de los que se están ahogando significa: te conseguiré un par de ranas. El malvado charco, tras sopesar los pros y los contras, acabó escupiendo a un niño jadeante, medio asfixiado, que cumplió sobradamente con su parte del acuerdo. Debido al derroche, de vez en cuando su madre se enfadaba con él, a lo que el niño solía responder con voz derrotada: «La culpa la tuvo un charco ruin que juró acabar con mi vida».

—Perdone que lo interrumpa... —cortó el relato el inspector Benavides.

—¿No le gustan las historias de charcos?

—En realidad yo soy más de fútbol. Bien, continuemos con el formulario. ¿Conoce usted su edad?

—Debo de ser muy joven. Al menos así es como me siento. Es posible que sea un recién nacido.

El inspector, desconcertado, se giró hacia la inspectora Muñoz, la cual respondió con un gesto reticente.

—Disculpe un momento —se excusó ante el anciano.

El inspector abandonó la mesa y en cuatro pasos se plantó junto a su compañera. La inspectora apagó el cigarrillo restregando el ascua contra la suela de su zapato. A continuación tiró la colilla al suelo.

—Pase que fumes dentro de las dependencias aun estando prohibido; pero lo de tirar la colilla al suelo se cae de maduro.

—Anda, tío pamplinas, no me vengas con monsergas. ¿Ahora qué eres, un cívico moralista?

A un gesto del inspector, ambos abandonaron la sala.

—Adelante, lumbrera, sorpréndeme con tu dictamen —le inquirió la inspectora en mitad del pasillo.

—En mi opinión este individuo padece demencia senil, Alzhéimer o algo por el estilo.

—¿Éste?... Este tío está más lúcido que tú y yo juntos, ¿acaso no ves cómo se explaya?

—Vamos, Muñoz, que te luce ir a contracorriente. El pobre tiene un barullo mental, un desbarajuste de ideas. Los pensamientos le bailan dentro de la cabeza.

—No es más que una trampa —afirmó la inspectora de manera tajante—. El tipejo este se deleita con paradojas e ironías, el muy canalla se está quedando contigo. Apuesto lo que quieras a que es escritor. He oído hablar acerca de esa chusma. Se meten en un berenjenal, eso que llaman nudo, y cuando se les agotan las ideas ellos mismos se ponen en la situación descrita con tal de salir airosos del trance. ¡Hale, improvisemos, veamos cómo se desarrolla este embrollo!

—Hay mucha noche de por medio, habrá que seguir dando palos de ciego.

—Vamos, Benavides; ese tío en diez minutos te está diciendo que no siente las piernas. ¿No comprendes que lo suyo es un guion bien orquestado? No seas gilipollas y acabemos de una vez por todas con esto.

Los inspectores entraron en la sala y retomaron sus antiguas posiciones.

—¿Tiene usted un domicilio fijo? —el inspector reanudó el interrogatorio.

—No sé dónde vivo, aunque sí sé adónde quiero ir. Me gustaría regresar al vientre de mi madre, para que ella me acaricie frotándose la barriga. Echo de menos sus canciones de cuna, los mimos que derrochaban sus manos; su voz aterciopelada, que me adormecía y espantaba los malos sueños.
Una llama de inocencia prendió en los titilantes ojos del anciano.

—¡Esto ya pasa de castaño oscuro! —La inspectora Muñoz avanzó hasta la mesa y la golpeó con el puño cerrado, lo que provocó que el anciano diera un respingo en su asiento—. Abuelo, me sabe mal joderle la función, pero lo suyo apenas si es folletinesco, y encima no tiene mérito alguno. ¿Quiere un ejemplo?: corderos que persiguen a lobos, flores que vuelan y se posan sobre abejas, descontar ovejas para conciliar el sueño, abrir el grifo y vaciar un vaso de agua... Podríamos pasarnos así toda la noche. Como usted comprenderá, ni me queda paciencia ni saliva que malgastar en este empeño. Bien, ahora que ya hemos acabado con la farsa, pongamos las cartas boca arriba. ¿Cómo demonios se llama usted?

—Alberto —balbuceó el anciano.

—¿Ve como no era tan difícil? Como colofón a la fiesta voy a llevarme a nuestro amigo Alberto al Gómez Ulla —la inspectora Muñoz se dirigió al inspector Benavides en tono impertinente—. Que allí le hagan radiografías, análisis de sangre o un tacto rectal, si les place. Cuando mañana lo devuelvan del hospital, ya se encargará el turno de día del jodido papeleo.

—Esto no tiene nada de ético —recriminó el inspector a su compañera.

—Mira, Benavides, respeto mucho tus años en el Cuerpo, así que no me obligues a mandarte a tomar por el culo. Ordenaré a Ortuño que pida un coche patrulla y sanseacabó.

Una vez la inspectora Muñoz hubo abandonado la habitación, el inspector lanzó al anciano una mirada llena de complicidad.

—¿De verdad se llama usted Alberto?

Encogimiento de hombros, ésa fue la respuesta ofrecida por el desconocido. Instantes después la inspectora reapareció en la sala haciendo gala de su proverbial dinamismo. Ayudó al anciano a levantarse, le dedicó una mueca irónica y se lo llevó del brazo, a paso lento.

El inspector se repanchigó en la silla rumiando sus pensamientos. La inspectora no había hecho lo correcto, se había limitado a sacudirse el problema de encima. Tampoco él había movido un dedo por evitarlo. Conclusión: desidia en el trabajo. Por fortuna, la entrada del agente Ortuño privó al inspector de la ignominiosa labor de ahondar en sus cavilaciones.

—Menudo genio gasta la inspectora, ¿eh, inspector? No me extraña que no le salga novio.

—Los tiempos andan revueltos, Ortuño. A los hombres se nos exige manifestar nuestra sensibilidad. Por el contrario, hay mujeres empecinadas en demostrarle al mundo que son tan aguerridas como ciertos energúmenos pasados de moda.

—No le falta razón, inspector.


«La policía de Madrid ha difundido la foto de este hombre —en la pantalla del televisor apareció el rostro del anciano—. Se pide la colaboración ciudadana para lograr su identificación. El individuo responde al nombre de Alberto. Si disponen de alguna información al respecto, se ruega llamen al teléfono que se indica en pantalla».

—¡Mamá, es el abuelo!

—¿Qué va a ser ése el abuelo? ¿No has oído que se llama Alberto? Es alguien que se le parece bastante. Ya te hemos dicho que el abuelo se ha marchado a otro país, para sanar de su problema de huesos. Vamos, cariño, acábate la cena y ponte en la tele algo que te guste, que en las noticias sólo dan desgracias ajenas. Y tú, Antonio, coge esos platos y acompáñame a la cocina.

El matrimonio entró derecho al fregadero, donde descargaron platos y cubiertos. De manera repentina, a la mujer se le descolgaron los hombros en señal de abatimiento.

—Esto no entraba en esos planes tuyos tan sesudos —dijo.

—Marta, hay que ser positivos; todo va a ir según lo previsto, créeme.

—Lo que hemos hecho no tiene perdón de Dios. Cada vez que lo pienso se me revuelve el estómago. Mira que abandonarlo desnudo en plena calle, por no hablar de la salvajada esa de quemarle los dedos.

—Ya te dije que él, en su estado, no puede racionalizar el dolor. En términos psicológicos es igual que si hubiéramos hecho daño a un perro.

—¿Cómo te atreves a comparar a mi padre con un animal?

—Mujer, que es un ejemplo. Algo había que hacer para borrarle las huellas dactilares. Al fin y al cabo, la culpa no la tiene nadie más que él. Si tu padre hubiera sido un trabajador como Dios manda, si le hubiera quedado una paga decente... Pero tenía que empeñarse en ser escritor. ¡Viva la vida bohemia, castillos en el aire, viajamos en una nube!... Reconócelo: le dio mala vida a tu madre, todo con tal de ser un mantenido y dedicarse en cuerpo y alma a su arte.

—Mi madre, que en gloria esté, quiso con locura a mi padre.

—Lo sé. Se mató a trabajar para sacar la casa y una hija adelante, para permitir que él pudiera vivir en su mundo inventado. Pero nosotros no podemos cargar con ese muerto ¿O acaso quieres que te recuerde cuán penosa e insostenible es nuestra actual situación? Ese tema lo hemos hablado hasta la saciedad.
Marta bajó los ojos avergonzada de sí misma. Su marido la abrazó y la reconfortó frotándole la espalda.

—No te mortifiques —le susurró—. El Estado se hará cargo de él. Si te descuidas, estará mejor cuidado que si estuviera con nosotros.
Un trueno lejano deshizo el abrazo del marido a la esposa. Marta dejó escapar un suspiro y procuró restablecer su estado de ánimo.

—Menudo fin de agosto llevamos… Voy a bajar la basura antes que caiga otro chaparrón.
Antonio sacó el cubo de debajo del fregadero, ató la bolsa de basura y salió raudo por el pasillo. Marta regresó al comedor con un paño húmedo en la mano. Allí su cuerpo tuvo querencia por el quicio de la puerta, lugar donde apoyó la espalda con gesto de cansancio. Su mirada apesadumbrada se posó sobre la figura de su hijo, cuatro años plagados de inocencia y dulzura todavía ajenos a la crudeza que rige nuestro absurdo mundo. ¿Me abandonará Luisito el día en que yo sea un estorbo para él? La filosa pregunta atravesó a Marta del mismo modo que lo hubiera hecho una espada. De pronto, la lluvia arañó el cristal de la ventana. Luisito se apresuró a subirse a una silla situada bajo el ventanal.

—¡Mira, mamá! —exclamó.
Marta lanzó el paño sobre la mesa y avanzó hasta su hijo. Lo envolvió con sus brazos e inhaló la inconfundible fragancia que emanaba de su pelo.

—Dime, cariño.

El niño apuntó con su dedo índice más allá del cristal. La luz de la farola resaltaba cada gota cristalina que descendía con ímpetu a un suelo que, agradecido, impregnaba el ambiente de un olor especial.

—¡Mira, mamá! —insistió Luisito—: lágrimas de dioses.