Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 40 – Otoño 2015
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja



Siempre andaba sola.


Hay quien elige la soledad para aislarse del mundo, de la gente, de sus ruidos... Hay quien, por timidez o por falta de habilidades sociales, se encuentra sola. Pero nada de esto encajaba con ella. Era guapa, culta, simpática, con buen gusto en el vestir y con habilidades sociales capaces de incorporarse a un grupo totalmente desconocido y de cualquier nivel socio-cultural. Al principio, yo no entendía cómo ella, con tales capacidades, anduviera siempre sola. Hasta que comencé a frecuentarla.

Me la presentó Roberto, un buen amigo, de esos con los que se puede ir a todas partes, porque no te complican la vida. Estábamos en una exposición de pintura expresionista, donde acudí con la intención de comprender el arte en este tipo de pinturas de formas geométricas y de colores agresivos. Ella se acercó a Roberto con una sonrisa estudiada y me miró de arriba abajo, haciendo el inventario de mi vestimenta y de mis credenciales femeninas; luego, calibró el grado de intimidad entre nosotros. Me dio la impresión de que Roberto se sentía incómodo y, para echarle un capote, aludí a mi razón de estar en aquella exposición. Ella, como si le hubiera tocado la fibra más sensible, reaccionó enseguida y me dio una lección magistral: «Se entiende el expresionismo como la deformación de la realidad, sin descripción objetiva, dando prioridad a los sentimientos individuales». «¿Como El grito de Eduardo Munch?», apunté, para no quedar como una total ignorante. Ella pareció no escucharme y siguió con su lección. Y lo que en un principio me pareció muy interesante llegó a cansarme, por su monólogo pedante. Para cambiar de tercio, propuse tomar una cerveza en La Estrella, un bar típico de moda. El camarero nos obsequió con tres pinchos de anchoas, se suponía que uno para cada uno. Pero no fue así. Lola devoró el primero, mientras yo cogía el segundo y, cuando Roberto se disponía a coger el tercero, Lola se lanzó rápidamente sobre él diciendo: «¡Ay, como este no lo quiere nadie, me lo como yo!». Y se echó a reír, con una risa vacía. Roberto se mordió el labio, como reteniéndose. Yo no le di mayor importancia al asunto y pensé que entre ellos, tal vez, se trataba de una relación mal acabada. Lola siguió con su arenga y terminó exponiendo sus éxitos profesionales y personales, mientras Roberto estaba cada vez más incómodo y lejano. Yo la escuchaba con admiración por los éxitos que se atribuía y, aunque me sorprendió que no indagara sobre mí (que es lo habitual entre personas que acaban de conocer), tampoco le di mayor importancia. En un principio, creí que deseaba la aceptación social, pero cuando pensó en alto: «Todas me tienen envidia, porque soy muy válida», me desconcertó. Pero tampoco le di importancia, hay mucha gente envidiosa por el mundo.

Desde entonces, nos veíamos casi todos los días. Me llamaba para ir al cine, de compras o de exposiciones, incluso se presentaba en casa sin avisar a la hora de comer. Pero no tenía importancia: éramos amigas. Solíamos terminar la tarde con una cerveza y algunas tapas, porque así, decía, no tenía que hacerse la cena. Normalmente, cuando dos amigas salen a menudo, se pacta el pagar a medias y así lo pactamos; y, aunque yo era de poco comer y lenta, tampoco le di importancia. Lo que sí me sorprendía era que a menudo no encontrara el monedero o que no tuviera cambio, ¿cómo podía ser tan distraída?

Un día me crucé con tres de sus compañeras, que afirmaron conocer a Lola mucho y desde hacía tiempo. Una de ellas me dijo: «¿Qué? ¿Ha encontrado Lola ya su monedero?», y se echaron a reír. Me  sentí muy incómoda, y toda la tarde la pasé buscando la forma de decir a Lola, sin herir sus sentimientos, que tuviera a mano el monedero para que no la tomaran por una aprovechada. Ella me espetó: «¡¿Es que mi compañía no lo vale?!».

Lola siempre anduvo sola.