Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 39 – Verano 2015
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

En el capítulo anterior: En un lugar hipersecreto se reúnen diecisiete prohombres y promujeres con un solo objetivo, intentar salvar a la humanidad de dos grandes amenazas que pueden hacerla tambalear: el extendido sistema de abrefácil de toda clase de productos y los sensores automáticos de encendido y apagado de los urinarios de edificios públicos, cafeterías y hoteles.


Una vez planteados de manera cruda y directa, por parte del primer representante de la Asociación de Fabricantes de Automóviles centroeuropeos, los dos verdaderos grandes peligros que acechaban al mundo global, cuando recién iba a iniciarse una primera ronda de intervenciones de los reunidos en torno a la amplia mesa ovalada, y cuando recién comenzaba a hablar el presidente del Consejo de Administración de la cadena de supermercados más importante del país, se oyó un fuerte estruendo y a continuación, la cerrada puerta de doble hoja de acceso a la estancia saltó de sus goznes entre una nube de humo.

De la impresión ante tamaño susto, la dueña de las galerías de arte más exclusivas de la costa estestados Unidos, junto al cantante brasileño más famoso de todos los tiempos, saltaron de sus asientos y cayeron al suelo con gran estrépito. El resto, también sorprendidos, permanecieron más o menos sentados entre grititos y expresiones de asombro, por no llamarlas de miedo.

Antes de poder reaccionar de algún modo, penetró en la habitación entre los restos de las descuajeringadas puertas, una figura humana de hombre, vestida de negro, de cabello plateado y con un antifaz cubriendo sus ojos.

—¡Silencio en la sala! —clamó la figura con voz tonante.

—¡Que mi abuela está mala! —intentó bromear nerviosamente el premio Nobel de medicina del último año. Broma que tuvo funestas consecuencias para el interesado, pues fue fulminado por un rayo flamígero que brotó de la mano derecha de la figura de negro.

—¡Ay mama, ay mama! —exclamó azorada la escritora de best-sellers más editada en África negra, a la vez que se desmayaba. La cabeza visible del espionaje británico (ya le vale), aunque no exclamó nada, igualmente perdió el sentido.

—¿Quién osa interrumpir esta sacrosanta reunión, cónclave o contubernio? —increpó a la figura de negro el mayor productor japonés de atún rojo y sus derivados.

—Yo oso, chiquilicuatre. Y a quien hable más lo fulmino —contestó gallito el interpelado, procediendo a achicharrar con otro rayo flamígero al interpelante, momento que aprovecharon el chef propietario del más sofisticado restaurante de Bombay, así como el presidente del Parlamento ruso, para ser víctimas de un “tonto” que dejó a ambos “inmutos”. Seguidamente, ya no se oyó ni pío por parte de los reunidos, o de lo que quedaba de ellos. Momento que aprovechó el de negro para explayarse un poco.

—Aquí se ha convocado a la flor y nata del mundo mundial para hacer frente a dos grandes amenazas. Error: no son dos grandes amenazas, sino tres. Al coñazo del abrefácil y a los putos sensores de luz de los “váteres”, hay que añadir otra gran amenaza ineluctable, que no es otra que la proliferación por ciudades, pueblos, villas y villorrios de estatuas de bronce a pie de calle. Vade retro, Satanás. Sin ánimo de ser exhaustivos, lo mismo ponen a un hijo predilecto, a un sabio, a un insigne literato, que a un marinero, a unos toros o a un vendedor de cupones tristemente fallecido. Craso error: esas estatuas, de pie, sentadas, agachadas, etc., nos igualan a todos; podemos tropezar con ellas, y si nos hacemos fotos con ellas podemos descender al último escalón de la estulticia. Incluso podemos mancharnos, si nos acercamos mucho a ellas, de orín. Puag.

—Diga que sí, desconocida figura de negro, velado su rostro tras un antifaz —interrumpió entusiasta la jueza más reputada de Irlanda—. Donde esté un alto pedestal de piedra o granito sosteniendo estatuas de genios y eminencias, que se quiten esos obstáculos ridículos de las estatuas a pie de calle.

—¡Bravo, bravo! —palmearon emocionados, al unísono, como para congraciarse, el ingeniero jefe de la mayor plataforma petrolífera del Pacífico y un riquísimo banquero moldavo.

—A fundirlas todas —proclamó exaltada la fallera mayor de Valencia, a la vez que engullía con fruición una galleta María.

—Que no quede ni una —apostilló el tenista número uno de la ATP, mientras una sonrisa se dibujaba con complacencia en el rostro de la figura de negro.

—Eso, eso, a las barricadas —expresó, quizás algo enajenado por la tensa situación, el consejero delegado de la primera empresa energética francesa.

—Silencio todos. ¿Cómo no os habéis dado cuenta de que en esta sala faltaba una silla? Una silla, la número dieciocho que debería ocupar yo, el máximo representante de una entidad fundamental y vital para entender el devenir de la civilización en el último decenio. Estoy muy enfadado por este olvido, e igual que Maléfica castigó severamente en La bella durmiente el no haber sido convidada a un bautizo, me estoy pensando muy de veras imponeros un serio correctivo.

—Perdona mi ignorancia, hijo mío —se atrevió a interrumpir con voz meliflua el obispo de la Seo de Urgel—, pero no alcanzo a colegir cuál es la organización que presides.

—¿Cómo que no, eminencia? —replicó alterada la figura de negro, a la vez que con calculada arrogancia procedía a quitarse el antifaz y desvelar su rostro—. Soy, ni más ni menos, ni menos ni más, que ¡tacháaaan! el presidente de la Asociación Cultural Ars Creatio.

En ese momento, precedido por un relámpago, se oyó tronar un trueno... y se hizo la oscuridad al irse la luz eléctrica.