Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
39 – Verano 2015
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Al amanecer, cuando los primeros rayos de sol despertaban el latido de la vida, Kómmartt se acercó al cuarto donde descansaban sus dos hijos y les gritó:
—¡Venga, arriba, gandules; es hora de faenar!
Los jóvenes se revolvieron en sus camastros y de mala gana se pusieron en pie. Luego acompañaron a su padre hasta el embarcadero y lo ayudaron a cargar los útiles de pesca. A esa hora, la aldea de Aunzalia se despertaba mágica. En las casas, las gotas de rocío resbalaban por los tejados hasta caer con suavidad contra el suelo. Las calles estaban prácticamente vacías y sólo se veía por ellas a los pescadores, que se dirigían al embarcadero para comenzar la jornada en el mar. Las pequeñas barcas de faenar, todas de colores diferentes, dibujaban en las tranquilas aguas un arco iris multicolor. Sin duda era el momento más especial del día, o al menos lo era para Kómmartt, hijo y nieto de pescadores, que intentaba inculcar el oficio marino en las alocadas y joviales mentes de sus dos hijos.
Llevaban todo el día faenando, maestro y aprendices al unísono, en una desenfrenada y exhausta jornada. Las luces del ocaso comenzaban a ganar protagonismo y se acercaba el momento de regresar al hogar.
—Padre —dijo uno de los jóvenes mientras remaba—, ¿por qué las gaviotas son las únicas aves que sobrevuelan el mar durante la noche?
Kómmartt miró a su hijo con afabilidad y dijo:
—¡Dejad de remar! Sentaos a mi lado y escuchad lo que os voy a narrar.
Los dos jóvenes se miraron extrañados y obedecieron las indicaciones de su padre. Cuando la barca quedo inmóvil en las tranquilas aguas, Kómmartt comenzó:
—Cuentan que un día el mar habló a los pescadores que faenaban en sus aguas y compartió con ellos un secreto nunca antes sabido. No era la primera vez que el océano narraba a los humanos alguna de sus historias, pero nunca una tan especial, cuyo conocimiento se reservaba sólo a delfines y sirenas, y que decía así:
Un día, el mar decidió que no se contentaba con imitar el color del firmamento y que quería verlo más de cerca, así que mandó a una gaviota a surcar el aire. Dicen que las gaviotas son el alma del mar. El ave subió todo lo alto que pudo y dejó sonar su graznido, el cual fue devuelto por el eco hasta llegar de nuevo al agua.
Fracasado aquel intento, el mar pidió ayuda a la luna plateada, siempre quieta y vanidosa, normalmente aburrida y juguetona con vientos y mareas.
—¿Qué deseas?—, le preguntó sonriente a la mar brava.
—¡Quiero volar! Si me dejas subir, seré tu esclavo —contestó el mar orgulloso.
La luna, aguantando la mirada del agua embravecida, respondió muy seria:
—Dame tu vida, la haré espuma de mar.
Y al instante, mil gotas de espuma formaron blancas nubes que subían felices hacia el cielo. La luna entregó al mar el don del vuelo, pero con la condición de que mantuviera su alma siempre planeando sobre sus aguas, incluso en la noche, pues a la luna le reconfortaba oír aquellos graznidos marinos.
Y el mar así lo hizo, y las gaviotas, aves marineras, saludaban a diario a la luna con alborozo, liberando su grito más salvaje en su peregrinar por todos los mares.
Los dos jóvenes se mantuvieron en silencio mirando al inmenso mar, donde un par de gaviotas volaban a ras del agua. Arriba, en el firmamento, la blanca luna aparecía majestuosa para alumbrar, una vez más, la oscura noche.