Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
80 – Otoño 2025
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja
Memoria de cristal
Existo para enmarcar el mundo, para ser un ojo inmóvil en la
cara de esta casa. Soy una frontera transparente, un rectángulo de silencio
entre el adentro y el afuera. Mi piel es el cristal, mis huesos son la madera
que me sostiene en el muro. No respiro, pero siento el aliento de quienes se
acercan. No tengo corazón, pero siento el calor del sol y la frialdad de la
escarcha. Y hoy, siento el tacto insistente y rítmico de la lluvia.
Comenzó como un susurro, un golpeteo tímido que apenas me
hizo vibrar. Pero pronto el cielo se deshizo en un llanto torrencial, y ahora
cada centímetro de mi superficie es un mapa efímero de ríos y lagos diminutos.
Las gotas se persiguen, se fusionan, se deslizan en una danza caótica y
hermosa. Me convierten en un lienzo impresionista. El edificio de enfrente, esa
mole de rutina y ladrillo, se ha transformado en una mancha de colores cálidos,
una acuarela de ocres, beiges y terracotas que sangran y se deforman bajo mi
velo líquido. Soy un filtro para la realidad, un intérprete de la luz.
A través de mí, el mundo pierde sus certezas. Las líneas
rectas de los balcones se ondulan. Las siluetas oscuras de dos sillas en el
segundo piso, siempre vacías, parecen ahora espectros a punto de disolverse. Lo
único que se mantiene con una terca claridad es esa mancha de un rojo intenso
en el balcón del primero, un corazón vibrante y desenfocado en medio de la
melancolía del paisaje. Quizás una toalla olvidada, quizás una señal. Para mí,
es solo un punto de anclaje en la vorágine.
Dentro, en la habitación que sirvo, el silencio es denso.
Conozco bien este silencio. Es diferente al silencio de la noche, que está
lleno de sueños. Es un silencio diurno, pesado por la ausencia. Ella está aquí.
Elvira. No necesito verla para saberlo. Siento su presencia como una alteración
sutil en el aire, una gravedad quieta en el centro de la estancia. Llevo
décadas siendo el marco de su vida. La vi llegar joven, de la mano de Mateo,
con los ojos llenos de proyectos que llenaban la casa de luz. He sostenido sus
reflejos juntos, superpuestos, abrazados. He sido el testigo mudo de sus risas,
que hacían temblar levemente mi estructura, y de sus discusiones, que dejaban
el aire cargado de una electricidad que yo también sentía.
Ahora, la mayoría de las veces, solo sostengo su reflejo
solitario. Y hoy, en mi superficie acuosa, su imagen sería apenas un fantasma
más, mezclado con la lluvia y el edificio de enfrente.
Recuerdo otras lluvias. Tardes en las que Mateo se acercaba a
mí, apoyaba la frente en mi cristal y jugaba a inventar historias sobre los vecinos.
«El del rojo es un torero retirado», decía. «Esconde la muleta en el balcón
para que no la encuentre su mujer, que odia los toros». Elvira reía, y su risa
era un sol que atravesaba las nubes y me calentaba por dentro.
Hoy no hay risas. Siento sus pasos lentos sobre el parqué. Se
acerca. Conozco el ritual. La lluvia la atrae, como a mí. Nos convoca a este
acto de contemplación. Su figura se hace más nítida a medida que la distancia
se acorta. Veo su pelo, ahora blanco como la escarcha de invierno. Veo el
cansancio en sus hombros. Se detiene a un palmo de mí. Su aliento cálido crea
una pequeña nebulosa en mi parte inferior, un círculo de opacidad íntima, un
secreto entre ella y yo. Por un instante, en ese pequeño trozo de universo
empañado, el mundo exterior desaparece por completo. Solo existimos ella, su
aliento y yo.
Entonces, lo hace. Levanta la mano y apoya la palma sobre mi
piel de cristal. No siento el frío de la lluvia, sino el calor de su piel. Es
un calor vital, melancólico, cargado de preguntas sin respuesta y de recuerdos
que pesan. A través de ese contacto, siento su soledad. Es una presión suave
pero inmensa, como si quisiera empujar a través de mí para tocar algo que ya no
está. Su tacto no es para mí, lo sé. Soy solo un intermediario. Ella está
tocando el recuerdo de la mano de Mateo sobre la mía, tocando la vista que
compartieron, tocando el tiempo que se ha ido. Y yo, que no tengo manos para
devolver el gesto, la acojo. Sostengo su calor, su pena, su anhelo. Me
convierto en un confesionario mudo, en un paño de lágrimas de vidrio.
Las gotas de lluvia siguen su descenso por mi cara exterior,
ajenas a este drama silencioso. Ellas solo obedecen a la gravedad. Yo, en
cambio, me siento anclado por la emoción. Por unos minutos eternos, soy más que
un objeto. Soy un puente. El mundo interior de Elvira y el mundo exterior de la
lluvia se encuentran en mi superficie. Su dedo índice traza una línea sobre el
vaho, un camino sinuoso que imita el de una gota de lluvia. Un garabato sin
sentido que para mí lo significa todo. Es un mensaje. «Te siento», parece
decir. Y yo, a mi manera, le respondo: «Yo también».
El contacto cesa. Su mano se retira y el calor se desvanece
lentamente, dejando una huella fantasma que el aire del cuarto no tarda en
borrar. Elvira se da la vuelta y se aleja, volviendo a su silencio.
Poco a poco, el cielo se aplaca. El tamborileo incesante se convierte en un goteo esporádico. Mis lágrimas exteriores se secan. Los ríos se evaporan. El edificio de enfrente recupera sus contornos nítidos, su aburrida realidad. Las sillas vacías vuelven a ser sillas de plástico. La mancha roja vuelve a ser, probablemente, una toalla olvidada. Vuelvo a ser un simple ojo de cristal, un marco transparente.
Pero algo ha cambiado. Siento que he absorbido una parte de su memoria, una capa más de vida en mi larga existencia. Mañana saldrá el sol, y yo lo dejaré pasar, llenando la habitación de luz.