Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 80 – Otoño 2025
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


La abuela Joaquina

La abuela Joaquina nació en el año de gracia de 1909, concretamente el 26 de julio, el mismo día en el que se iniciaron en Barcelona los sucesos conocidos como la «Semana trágica», violentos disturbios que tuvieron como detonante un decreto del Gobierno de Maura para enviar tropas de reserva a la guerra de Marruecos. Además de incalculables daños materiales, como consecuencia de asaltos e incendios de inmuebles, el número de fallecidos fue de 87. Así que, de momento, el calificativo de «gracia» al año de nacimiento de la abuela Joaquina lo vamos como a suprimir o ignorar.

Desde el minuto uno, la abuela Joaquina se forjó en un ambiente donde había que ser fuerte, muy fuerte, para salir adelante. La cuarta hija de un total de siete hermanos vino al mundo en un hogar muy humilde del caserío de San Bartolomé, cercano a la ciudad de Cartagena, en el día en que el santoral conmemoraba a San Joaquín y a Santa Ana, padres de la Virgen María. La abuela Joaquina nunca entendió cómo le pusieron ese nombre, cuando hubiera sido más lógico mil veces ponerle el de Ana. Pero, en fin, misterios insondables y caprichos paternos tengas.

Aunque su padre era carretero, desde bien pequeña se acostumbró a andar y a andar, ya que, a partir de la tierna edad de seis años, de lunes a sábado, bajaba con su madre a la ciudad, distante ocho kilómetros de su casa, cargada con un cesto de ropa planchada. Y volvía a su hogar, otros ocho kilómetros a patita, también cargada con ropa, pero esta vez sin planchar. Cosas de aquellos tiempos, que contribuyeron a que la abuela Joaquina fuera un claro ejemplo, como tantos otros, de resiliencia. Aunque si se le hubiera dicho a la cara, con toda la buena intención, que era una resiliente, habría respondido con un buen trompazo dirigido a su interlocutor al creer que la estaban insultando.

Tras una infancia con más penas que alegrías, en su mocedad, un buen día, la abuela Joaquina se enamoró del Eusebio, el hijo de un cabrero que la conquistó «ipso facto» en una carrera de cintas que se celebró en su pueblo, con motivo de los festejos en honor del santo patrón. Tras un noviazgo no muy largo, casáronse, por intercesión de su madrina doña Romualda, nada más y nada menos que en la iglesia del Carmen de Cartagena, montando una modesta lechería en la calle de San Vicente. Por cierto, esta doña Romualda era lo que se conocía entonces como una solterona y trabajaba interna en una noble casa de la calle del Duque, donde servía y atendía a un longevo matrimonio sin descendencia formado por don Cosme, coronel retirado, y su santa esposa, doña Loreta, que la trataban como a una hija. Pues bien, un buen día, a la ya cuarentona madrina de la abuela Joaquina empezó a rondarle un joven y listillo aprendiz de sastre llamado Valentín. La interfecta perdió los vientos por el mozo, al que llevaba ocho años, y todo ello desembocó en un proyecto de vida en común, previa celebración de la correspondiente boda. Al cambiar de estado civil, la novia tenía que dejar de servir y abandonar, no sin pena, la casa de sus señores. El único problema surgió cuando llegado el feliz día del enlace matrimonial, con la novia ya en el altar de la iglesia, el novio no se presentó. No se presentó ni se le volvió a ver por Cartagena en jamás de los jamases. Yo creo que sabía que la tenía hecha. El escándalo fue mayúsculo. Los antiguos señores de la madrina de la abuela Joaquina, compadecidos y conmovidos, la volvieron a acoger en su casa como criada. Y este hecho fue funesto para ella, pues al año de volver al hogar, dulce hogar, en plena guerra civil, y durante lo que se llamó «el bombardeo de las cuatro horas», un artefacto explosivo acabó con la noble casa y sus moradores. Ay, ironías del destino, si el novio se hubiera presentado el día de la boda, Romualda no habría vuelto a la casa de sus patrones; por tanto, no le habría caído el artefacto y habría vivido hasta los setenta, ochenta años, o quizás más. Ay, el destino. Se ve que era su sino.

Bueno, bueno, después de esta digresión, que no ha tenido nada de fortuita, volvemos de nuevo con las pinceladas de algunas andanzas y hechos de la abuela Joaquina. Casada con el bueno de Eusebio (éste sí que se presentó el día de su boda), formaron un modesto hogar y Dios lo bendijo dándole cuatro hijos, tres varones y una hembra. Aunque se los dio Dios, Joaquina y Eusebio también participaron en lo de tener hijos de alguna forma. Las pasaron canutas para poder sacar adelante a su prole. Más pobreticos que , primero la guerra, y después, ¡ay mama!, la terrible posguerra, les pusieron las cosas difíciles. Pero la tenacidad de la abuela Joaquina pudo con todo y aquella familia salió adelante. A finales de la década de los cincuenta, los vástagos se fueron colocando: el mayor en una ferretería, el segundo y el tercero en entidades bancarias como botones, y la chica, la pequeña, como cajera en una tienda de ultramarinos. Ya en los sesenta, tenemos a la abuela Joaquina viviendo, junto a su santo esposo, en una casa de sindicatos, pequeña pero digna, y más pronto que tarde, disfrutando, o padeciendo, con un total de once nietos, once, a los que les contaba, invariablemente, tres seudocuentos, tres: el de la pipa rota, el de María Sarmiento, que fue a cagar y se la llevó y el viento, y el de los cabritillos, aunque de este último nadie conocía el desenlace, pues la abuela Joaquina nunca lograba terminarlo. En las tardes de verano, como preludio a la siesta, comenzaba a contarlo con brío, pero, invariablemente, cuando los nietos expectantes preveían el final del cuento, la buena señora, sí o sí, caía en los brazos de Morfeo. Y si alguno osaba intentar despertarla, lo despachaba con un castizo «¡vete a la jeringa!».

Frente al vigor de la abuela Joaquina, su esposo Eusebio era un modelo de mansedumbre. Él jamás se habría podido colar de gratis entre el tumulto, como sí hizo ella con dos de sus hijos, para ver al Cordobés en la plaza de toros de Cartagena. Él tampoco habría conseguido comprar un Exín Castillos ya construido y con todas sus piezas pegadas para uno de sus nietos. (El puro que le echaron a la empleada de la juguetería Los Chisperos, por dejarse convencer para venderle el castillo del escaparate, en lugar de la caja con las piezas para formarlo, fue tremebundo). A él jamás le habría podido faltar, ni le faltó, una porción de carne en una pierna porque jamás se le ocurrió pisar rabos de perros, a casico hecho, mientras éstos dormían.

Anécdotas de la abuela Joaquina, o «hechas», como se dice en Torrevieja y alrededores, hay para llenar un camión. No había obstáculo que no venciera. Era tan echá pa’lante que cuando le daba alegría de ver a alguien, por ejemplo, a algún amigo de sus nietos, en lugar de darle un beso, le propinaba una serie de palos en las espaldas que me río yo de los peces de colores. También se hizo famosa por ser siempre la primera en pagar cada año la contribución de su vivienda (la versión antigua del hoy conocido como Impuesto sobre Bienes Inmuebles). Una hora antes de abrir las oficinas del Ayuntamiento el primer día de cobro, ya estaba allí como un reloj, lloviera o tronara. Quien paga descansa (y el que cobra, también).

Con el paso del tiempo, ya viuda del buenazo de Eusebio, fallecido por cierto en noviembre de 1975 (como el general Franco), la abuela Joaquina seguía con su vigor, aunque poco a poco éste se iba reduciendo. Ante su más o menos próximo abandono de este valle de lágrimas, regalaba a su familia con sentencias como: «Cuando me muera, a mí no llevarme flores al cementerio, lo que me tengáis que hacer o dar lo quiero en vida». Eran ya los tiempos de la Transición; un buen día, al pasar distraídamente ante el televisor, se estaba transmitiendo la constitución de las Cortes nacidas de las primeras elecciones democráticas de 1977. Al echar una breve ojeada a la caja tonta, ante una imagen del hemiciclo con sus señorías en sus escaños, se la oyó comentar: «¿Eso qué es?, ¿una plaza de toros?».

Visto lo visto, procedemos ya a concluir este relato, no sin antes citar la sabia frase favorita de la abuela Joaquina, empleada para superar cualquier disgusto o contratiempo que acaeciera en el seno familiar; frase breve, pero precisa y contundente: «¡A comer y a beber!».

Posdata (aunque esto no es una carta): cualquier parecido de lo aquí contado con la realidad o con la vida de mi abuela materna, Enriqueta Salvador Jiménez, no es pura coincidencia. Allá donde estés, va por ti, abueli.