Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
80 – Otoño 2025
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja
Camarera
Mila, 36,
camarera.
A
mí siempre me han mirado los tíos y desde el principio me di cuenta de que Claudio
no lo hacía como los demás. Es que ni la única vez que nos acostamos, en el
parador ése donde me llevó. Fumaba y miraba al techo, el más alto y oscuro que
había visto nunca. Cuántas cosas me he perdido por no salir del pueblo, joder.
Recuerdo cuando Jose y el Ricky abrieron la Patrol y nos pensábamos que
eso era la fin del mundo. Flipé con el
parador: las paredes de piedra, pero de piedra antigua, como de castillo o
iglesia. La cama con una cubierta de tela, como las de los reyes, y unas columnas
de madera con forma de trenzas. Y el techo, el humo perdiéndose por ahí arriba,
tan alto que no llegabas a verlo porque la luz de las lámparas no alcanzaba.
Por eso me extrañaba tanto lo de Claudio, que miraba hacia allí, como quien se
queda embobado ante un pozo y no hace caso a nada más, ni siquiera al cuerpazo
de su amante, que todos dicen que aún lo conservo. Pero me daba igual, supongo
que no me creía que un tío tan guapo y con tanta clase me hubiera propuesto que
me fuera con él.
A
ver, que no soy tonta, que proposiciones he tenido mil en el bar, pero lo de él
era distinto.
Julián, 38, culturista.
Al
Gordo casi lo reviento, no sé si por gordo, o por gorrón, o por el asco que me
da. Chico, no lo sé, pero si no le pegué aquella noche no creo que lo haga
nunca. Llegué a casa a las diez y me extrañó encontrarme ese silencio porque
aquello siempre parecía un circo, con la música o la tele a toda hostia. Mila
no estaba, miré por todo el piso y allí no había ni Dios, así que la llamé por
si había tenido que cubrir algún turno en el bar, o estaba con su madre, o lo
que cojones fuera. Veinte veces la llamé, hasta que me harté y le dije al Gordo
que viniera que algo pasaba, que todo eso era muy raro. Seguro que el muy
cabrón estaba fumado, o sacándose los tuétanos a base de pajas porque tardó en
llegar, y yo entonces ya me había metido unos tiros porque eso, a mí, no se me
hace. Si te largas de casa, avisa. No me jodas, que no puede ser que yo llegue
al piso, al piso que nos compraron mis padres (no los tuyos, acuérdate), y vea
que te has largado, con las maletas de la boda, además, aunque sólo sea por
joder.
El Gordo, 34, gamer.
A
Julián lo conozco de toda la vida. Mi padre trabajaba en la harinera de su
familia y fuimos juntos a la escuela del pueblo. Siempre ha sido un fantasma y un
bocazas, sobre todo desde que empezó con los anabolizantes y todas esas mierdas,
pero nunca le había visto tan pasado como aquella noche en su casa. Iba puesto
hasta las cejas y no sólo de esas porquerías de gimnasio. Que esa es otra,
¿sabes? Resulta que le dieron la invalidez cuando lo de su accidente pero sigue
levantando pesas. Y tirándose a la nueva de la farmacia, que ésa debe cansar lo
suyo. No sé, muy raro todo, me miraba y me daba miedo, con esos ojos suyos, que
parece que tiemblan cuando te miran.
—Gordo,
no está —me repetía sin parar.
—¿Cómo?
—yo no sabía qué decirle.
—La
Mila, que se ha largado.
Cuando
me lo dijo me expliqué lo de la puerta de la cocina, reventada a puñetazos, y
todas aquellas sillas volcadas. En fin, como aquella vez que su mujer lo mandó
a tomar por culo delante de todos y él empezó a darle, pero a darle de verdad,
hasta que conseguimos pararle. Se puso loco, es que la Mila sabía tocarle los
huevos. Joder, qué buena ha estado siempre.
Aún
no sé cómo me atreví a contárselo: que una tarde la vi montarse en el cochazo
de un tío que últimamente iba mucho por el bar, uno con pinta de sudaca, muy
moreno, con un 911 del copón.
—¿Cuándo
fue eso?
—Hará
un mes, no sé, tío.
—¿Y
me lo dices ahora? —yo ya sudaba, joder, en febrero, en la sierra, sudando.
—¿Y
qué querías que hiciera, tío?
—Pues
decírmelo. ¿No eres mi colega?
Julián
se sacaba las manos de los bolsillos de la sudadera y las volvía a meter.
—Pues
claro que soy tu colega, yo aquí estoy.
—No,
aquí no estás, tío. Aquí no estás. Tú siempre estabas detrás de ella, no te
creas que no lo sé.
Tragué
saliva. El que diga que un culturista de uno noventa no acojona... En fin.
—Pero
que eso ahora me da igual... A ver, quién era ese que dices, el del Porsche.
¿Lo conocías de algo?
Tragué
saliva, no sé ni lo que tragué. Me lo preguntó apretándome el brazo, podía
sentir su aliento. Todas esas mierdas que se metía le hacían perder el control
y yo no sabía cómo largarme de allí.
—¿Le
conocías o no? —insistió.
—Que
no, colega, que sólo lo había visto una o dos veces en el bar, pero que ni tonteaba
con Mila ni nada. Que no te ofendas, tío, que ya sabes lo que ella toreaba
todos los días en la barra... El tío este era otra cosa, muy elegante, colega,
con traje y un peluco que te cagas. Y el carro que...
—¿Viste
su coche? —me interrumpió.
—Sí.
—¿Cuándo?
—Pues
la tarde en que Mila se montó —creo que le dije, entre trago y trago de saliva—.
Un 911 Carrera, de los nuevos, flipa. Yo estaba con el Míguel, en el
aparcamiento, que íbamos a subir al pantano a la rave aquella del Mock. ¿Te
acuerdas?
—Qué
mierdas me voy a acordar. ¿Se subió al coche o no?
—Que
ya te he dicho que sí, que...
—Zorra.
—Bueno,
tío, no sé...
—¿Ahora
la vas a defender?
—Defender
no, tío, pero reconoce que no estabais bien.
—¿Y
el Míguel la vio montarse?
Ahí
me pilló, pero algo me decía que era mejor no liar más las cosas.
—¿El
Míguel? Iba hasta arriba, pero si ni se acordaba después de la rave.
Pareció
que no había escuchado mi respuesta porque empezó a moverse por la casa, como
un muñeco de cuerda que no pudiera estarse quieto. Recuerdo, fíjate, sus chanclas,
que me parecieron ridículas de tan pequeñas. ¿Un culturista con un 40 de pie?
—Que
tú ni eres un amigo ni eres nada. Me lo tenías que haber dicho y los habría
reventado —repitió.
—Pero
¿qué dices? —le contesté.
—Pues
todo, coño, ¿no lo ves? Que se ha largado, que me ha dejado tirado.
—Pero
es que...
—Y
dices tú que igual se ha ido con un tío que tiene un Porsche, la muy puta, que
a mí no me deja tirado ni Dios, no lo ves, ¿es que no lo ves? —desvariaba.
—Ya
lo sé, joder, ya lo sé. Pero escucha...
—No,
escúchame tú a mí. ¡Eh, que me escuches! —me acojonó, fíjate, porque bajó la
voz, de repente—. De esto ¡chitón!, que no se entere ni Dios. ¿Se lo has
contado a alguien más? —negué, sintiéndome como un crío—. ¿Quién más lo sabe?
—Nadie.
—¿Seguro?
—insistió, con la nariz dilatada como un pura sangre—. Pues así ha de seguir,
¿estamos o no estamos?
Claudio, 42, administrador
concursal
Mila,
una amazona de pueblo, cuerpo de princesa guerrera con los treinta y cinco ya
cumplidos. La habría desechado inmediatamente de no haberme recordado tanto a
Tania, una brasileña de grupas metalizadas y ojos que oscurecían su piel mulata.
Tania fue mi gran error, lo confieso. Me enamoré de ella y no me quedó más
remedio que matarla yo mismo. Fue la condición que me puso Lucanor si quería
que siguiera conmigo en el negocio. De todas las demás se encargó él, pero
Tania... Siempre fue la mejor, sin duda. Mila no tenía nada que ver. La
encontré en la barra de una venta de pueblo, donde atendía con el entrenado
desparpajo de las que llevan más de media vida gestionando la lascivia, los
gritos y las borracheras de los clientes, la mayoría operarios de la fábrica
que yo iba a ayudar a cerrar sin que ellos lo supieran. Me sorprendió mucho que
me dijera que sólo llevara trabajando allí un par de años, desde que a su
suegro le cerraron la harinera, porque dominaba la barra con ese asombroso
equilibrio entre autoridad y picardía que siempre asegura la pleitesía de los
clientes. Lo único que me echaba un poco para atrás era su voz, demasiado
raspada y baja. Mi socio siempre me decía que a nuestros clientes no les gustan
esos timbres tan profundos, casi masculinos, pero yo sabía que las firmes
curvas que se adivinaban bajo su uniforme acabarían con todas sus reticencias.
Fue
al tercer día cuando la abordé. Sobre las siete, al terminar su turno. No había
nadie más y sólo se escuchaba el ruido de los vasos que entrechocaban al ser
sacados del lavavajillas.
—Está
tranquilo esto.
—Ya
es un poco tarde —contestó ella, extrañada de que le dijera algo.
—Ah,
¿ibais a cerrar ya?
—No,
no, tranquilo.
—Como
te veo recogiendo...
La
puerta con sensor eléctrico se abrió y se asomó una señora de unos setenta años
vestida con botas de trekking y un cortavientos
de marca. Me recordó a mi madre. Nos miró a Mila y a mí, observó con atención
el resto del local y, sin decir nada, se volvió por donde había venido.
—Es
que yo acabo ahora —continuó—. La gente ni saluda ya.
—No
—corroboré yo, sorbiendo el café largo que siempre le pedía—. Escucha, ¿te
puedo decir una cosa?
—¿Qué?
—fue una pregunta desconfiada, casi arrojadiza, con el tono que emplean las que
están hartas de los clientes «galantes».
—Que
hoy no tienes ojos de niña contenta. Oí que el otro día te lo decían.
—¿Y
a qué viene eso? —contestó, con el mismo tono, sin dejar de colocar la vajilla.
—¿Te
molesta que te lo diga? —y como ella no dijo nada, decidí continuar—. Me gustó
cómo te lo dijo el chico ese que se pone siempre ahí, el corpulento.
—¿Corpulento?
Aquí le decimos el Gordo, directamente.
—Pues
está hecho un poeta, eso de decirte que tienes ojos de niña contenta me gustó.
—¿Por
qué?
Otra
vez se abrió la puerta de la calle. Entró la misma señora, con su ropa
deportiva y cara, a todas luces disgustada porque no había encontrado otro
lugar más refinado donde tomar su infusión de media tarde. Seguramente su
marido la esperaba fuera, con el motor en marcha, harto de sus manías. Hizo
amago de acercarse a la barra y, de nuevo, se dio la vuelta y se marchó, sin
decir nada.
—¿Por
qué? —le pregunté.
—Que
por qué te gustó esa chorrada que me dijo el Gordo.
—Porque
es verdad, eres de las pocas personas que tienen esa suerte de sonreír con los
ojos.
—Ahora
serás tú también poeta.
Lo
dijo seria, pero evidentemente halagada. A Mila le gustaba. Mucho.
—No, no soy poeta como tu amigo el Gordo.
—¿Poeta
el Gordo? Ese lo único que es... Bueno, para qué hablar.
—Bueno,
me voy. Uno treinta, ¿no? —era el momento de cortar.
—Sí...
Yo también me voy, a ver si llega mi compañero.
—¿Quieres
que te acerque a algún sitio?
—¡No!
—contestó ella, gritando sin querer hacerlo—. No, perdona. Tengo coche.
—Vale
—dije, en ese instante lo peor que se puede hacer es insistir—. Nos vemos.
Me
fui procurando que mis pasos resonaran. He conocido a muchas como ella y sé
cuánto las humedece una retirada que suena a chaqueta a medida y zapatos caros.
Lucanor, 42,
economista
Claudio
nunca se ceñía al plan y me desesperaba. Desde el principio fue así, en eso no
me engañó. Ya en la universidad hablábamos y él asentía, pero casi podías
escuchar los engranajes de su hemisferio cerebral dominante, ese que se llamaba
«a mi puta bola». Si es que era muy fácil: nuestros clientes nos pedían chicas
jóvenes (algunos hasta niñas, pero a eso siempre nos negamos), cuanto más finas
e inocentes mejor, y él se seguía empeñando en traerme a algunas que parecían
travelos de la Casa de Campo. Nunca lo reconoció, pero cuando hacía sus
expediciones de reconocimiento y se iba a buscarlas hasta el quinto coño, lo
que quería encontrar era a una segunda Tania. La cosa acabó como acabó porque
se enamoró de ella como un gilipollas. Me tuve que plantar y exigirle que se la
cargara, este negocio no se puede llevar con alguien que no se lo toma en
serio. Lo tomas o lo dejas, aquello fue muy poco profesional y nunca lo superó.
Y la última tía, pues... No sé ni cómo se llamaba, pues más de lo mismo: una
jaca de casi uno ochenta, basta como un arado, con una voz... Mira que se lo tenía
dicho: la voz, colega, la voz, es lo más importante. La gente que nos paga
quiere suavidad, delicadeza, no podemos darle nada vulgar. Esa gente podía
pagar lo que quisiera, lo nuestro debía ser exclusivo y diferente. Como si no
lo supiéramos. Empresarios, directivos, hasta obispos... El tipo de gente que
Claudio en su casa y yo en la mía habíamos visto toda la vida. Tan puteros y
pervertidos como nuestros propios padres, siempre en busca de algo diferente. Cuando
se nos ocurrió meternos en el negocio prácticamente ni tuvimos que discutir el target. Riesgo alto, ganancias altas,
fue la primera regla que aprendimos en la facultad. La segunda, que no debíamos
dejar rastro.
Mila, 36, camarera
Me
engañó como a una pardilla, lo reconozco, pero es que cualquiera como yo habría
caído. Un tipo con clase, pero con clase de verdad. Súper educado. De los que
nunca levantan la voz pero se hacen respetar, con el cabello cortado a navaja.
Era extraño y atractivo, porque sin ser grande (nadie lo es comparado con
Julián) transmitía fuerza. Tenía unos rasgos muy marcados y masculinos pero
podría haber pasado por un crío, sin barba ni un solo pelo en un cuerpo que era
todo fibra. Me engañó, sí, desde el principio hasta el final. Me llevó a
Madrid, él me dijo que a su casa, en una zona con pinta de cara junto al Bernabéu.
Cuando me dijo que no me preocupara de la maleta, que alguien bajaría a por el
equipaje... Ya ves, flipé, o me puse cachonda, puede que las dos cosas. Un
portero de uniforme nos abrió la puerta y subimos hasta el décimo piso, en un
ascensor que podría haber sido el del palas. Entramos en un piso
elegantísimo, todo madera oscura y pulida, con olor a jazmín. Siempre me ha
encantado el jazmín.
—Adelante
—se oyó desde el fondo.
Miré
extrañada a Claudio, pero le seguí. Abrió unas puertas correderas, dejando a la
vista una enorme biblioteca.
—Pasad,
pasad —dijo la misma voz.
Un
hombre de la misma edad de Claudio, también vestido de traje, nos esperaba
sentado en un sillón orejero. No dejaba de sonreír.
—Te
presento a Mila —dijo Claudio—. Mila, él es Lucanor.
¿Lucanor?
Vaya nombre, pesé. Era bajito y ancho. Se levantó y se acercó muy despacio. Sus
pasos resonaban en el parqué. No dejaba de sonreír, ¿por qué? Consiguió que
toda aquella situación pareciese una comedia. Todo menos el puñetazo. Aún me
duele la mandíbula cuando mastico.
El Míguel, 32,
parado.
El
Gordo y el pirado de Julián me echaban la culpa a mí de que se hubiera sabido,
pero todo el mundo decía que la Mila lo iba a dejar tirado cualquier día y que
si no se hubiera ido con aquel fulano del Porsche lo habría hecho con otro. Si
lo que no se explicaba nadie es cómo estaba con él, el niñato de la harinera. La
familia le comió la cabeza y como les pusieron el piso y un sueldo, pues mira, casados
hasta que la muerte nos separe o hasta que a mi suegro le cierren la fábrica y
yo me tenga que poner a currar de camarera. Porque Julián siempre fue un inútil
y lo de la baja por el accidente sólo era una excusa. Él sólo sabía gastar,
tirarse a la primera que se le pusiera a tiro y meterse todas las mierdas que
encontraba por internet para presumir de músculos. Yo se lo dije al Gordo, bien
clarito, que si no aguantaba ser el cornudo de pueblo que se fuera a tomar por
culo. Y eso fue lo que hizo, mira tú por dónde, se largó y no supimos nada de
él hasta que a las dos semanas salió lo de la tele y volvió, todo orgulloso,
diciendo a gritos aquello de «¿veis como no me dejó ella, capullos? Que se la
llevaron, hostia, que la secuestraron». Y una mierda, que nosotros vimos cómo
se subía en el cochazo aquel, la mar de contenta, y el Gordo encima me dijo que
se había llevado las maletas. Las de la boda, encima, cómo se reía el cabrón.
¿Qué secuestrado se lleva las maletas? Que me lo expliquen.
Subinspectora
Márquez, 40, CNP
Cuando
mi compañero y yo dejamos a Milagros Gutiérrez Sempere en su casa, comentamos
que no parecía nada contenta de volver allí, seguramente porque aún era muy
pronto y no se daba cuenta de la suerte que había tenido. A saber cómo acabaron
las otras. Si ella se libró fue por pura casualidad, porque estábamos siguiendo
al diputado aquel por un tema de drogas y, mira, nos tropezamos con aquella
barbaridad. Igual es que aún estaba en shock,
pero estoy segura de que nos habría pedido que la lleváramos a cualquier otro
sitio si lo hubiera tenido. En el fondo la entiendo, porque su marido era un
auténtico gilipollas (creo que le pegaba) y el pueblo ése estaba muerto desde
que cerraron la harinera y la fábrica de puertas. Supongo que al tal Claudio no
le fue difícil camelársela con sólo prometerle que la sacaría de allí. No sé si
le pillaremos algún día. No, Mila no se daba cuenta de la suerte que tuvo. Él y
su socio llevaban más de veinte años metidos en esto y me da que nunca podremos
saber a cuántas mataron. Espero que podamos cogerle y que les caiga la
permanente porque esos tipos son de los que no se arrepienten. Al contrario,
son adictos, se van perfeccionando y si hay algo que sienten es no poder
continuar con su «proyecto». Porque el otro, el tal Lucanor, siempre lo llama
así, su «proyecto», como una asignatura más de la carrera: mujeres especiales
para servicios especiales. Zoofilia, snuff
movies, coprofagia... Dios. Creo que Mila no llegó a ver la parte de atrás,
una sala de despiece con incinerador, garfios, cuchillos... ¿Y los vecinos? En
qué mundo vivimos si en la casa de al lado pueden descuartizar a una chiquilla
y seguimos viendo tranquilamente el Sálvame.
Mila, 36, camarera
El
pueblo está muerto desde que cerraron la fábrica. En las calles sólo se escucha
el viento y el taconeo de alguna vieja presumida. No puedo soportar ese sonido.
Bajo ese silencio tan absoluto, los zapatos de las viejas se convierten en los
zapatos de Claudio. Brillantes, elegantes, lentos. Y tengo mucho miedo.
Sé
que no le cogerán, es más inteligente que cualquiera. Por eso no he vuelto a
salir de casa, donde intento no recordar. Fumo, bebo cada vez más, intento
borrar de mi mente las explicaciones de Claudio y Lucanor. No llegaron a
tocarme, sólo aquel primer guantazo, pero lo habría preferido. Palizas o gritos
habrían sido mejor que sus explicaciones: cuando ya no nos sirvas te haremos
esto, y lo otro, con total tranquilidad, en ese cuarto blanco decorado con
muebles de acero. Susurros, ganchos, un congelador grande. Me recordaban a los
maestros de la escuela, ni siquiera me ataban... Cualquier cosa habría sido mejor
que esa espera.
Fumo y bebo, cada día más. Julián no lo soporta, pero me da igual. A estas alturas no espero nada de él, mucho menos que me entienda, porque no es más que un niño muy grande. «Te abriré en canal si te vuelves a ir», me repite. Patético. Si supiera lo que de verdad es dar miedo. Si cierro los ojos veo el congelador. Si salgo a la calle, oigo sus pasos.