Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 80 – Otoño 2025
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Humanos y androides en Blade Runner

  

Acercaos, endecasílabos, todos cuantos hay por todas partes, todos cuantos hay. Una desvergonzada adúltera me toma a broma y dice que no me devolverá nuestras tablillas, creyéndose que podéis aguantarlo. Vamos a perseguirla y a pedírselos con insistencia».


El poeta Catulo (Cayo Valerio Catulo, Verona, 87 a. C.-Roma, 57 a. C.), en el poema número XLII, llama a su creación a que acuda a defenderse y defender a su creador de los ataques de una dama. En 1958, Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) escribía en la introducción de su poema El Golem: «El Golem es al rabino que lo creó lo que el hombre es a Dios; y es también lo que el poema es al poeta».

El Golem es una criatura de la mitología hebrea, un ser hecho de arcilla por el rabino Judah Loew ben Bezalel para proteger el ghetto de Praga de ataques, que cobraba vida al escribirle en la frente el nombre secreto de Dios. Su actividad cesaba cuando se borraba una letra y en su frente quedaba la inscripción «muerto». Según otras fuentes, el Golem carecía de lenguaje y entendimiento (logos), y actuaba siguiendo al pie de la letra unas órdenes escritas en papel e introducidas en su boca.

 

El término Golem procede del hebreo gélem, que significa «materia inerte». Podemos considerar a este ser como un primitivo robot creado por el ser humano para usarlo a su antojo, tal como hacía Catulo con sus endecasílabos (aunque en este caso sería logos sin materia).

¿Y si ambas ideas pudieran coexistir en unos cuerpos con apariencia humana? Serían bellos y siempre estarían a nuestro servicio; podrían pensar, pero siempre dentro de los límites marcados por nosotros, sus diseñadores. Éste sería el sueño de los creadores de ciborgs o cybernetic organism, una mezcla de robot y humano como los Nexus 6 de Blade Runner, tan hermosos como faltos de empatía y ajenos al sufrimiento de otros, capaces de rebelarse, huir y manipular a los humanos mediante el sexo, como Pris con J. R. Isidore o Rachael con Rick Deckard. Sin embargo, en la historia, su propia perfección los lleva a cuestionarse la breve duración de su existencia y a nacer en ellos el deseo de enfrentarse a su creador para convencerlo de que aumentase ese tiempo.

Blade Runner (Ridley Scott, 1982) es la película que situó a los ciborgs o replicantes en la esfera de lo cotidiano e impulsó un giro en la antropología: ahora el ser humano no tiene que definirse sólo en oposición a los animales, sino también a sus propios artefactos técnicos, a máquinas que simulan el pensamiento y la conducta humana.

El origen de los seres artificiales creados por el hombre se remonta a la mitología, cuando Pigmalión crea a Galatea, la mujer perfecta, con marfil. El origen de los ciborgs está en Alan Turing y sus estudios sobre computación, acerca de máquinas universales que funcionan con un código binario y pueden finalizar una tarea en un número finito de pasos. Con Turing nacieron el ordenador y máquinas que pueden simular la conducta humana. Ante esta posibilidad, el mismo Turing ideó un test para determinar si, en condiciones de aislamiento y con una comunicación realizada tan sólo con un teclado, alguien es capaz de determinar si su interlocutor es un humano o una máquina.


El escritor Philip K. R. Dick (1928-1982) escribió en 1968 la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, una inquietante distopía en la que en un mundo futuro (que la película situaba en 2019), tras una Guerra Mundial Terminal, con una atmósfera llena de polvo radiactivo y una Tierra llena de kippel (polvo acumulado, cosas inútiles, basura de todo tipo), el planeta ha quedado para los perdedores, los genéticamente no aptos para emigrar a las colonias espaciales, y cazadores de bonificaciones, como Rick Deckard, encargado de «retirar» androides fugados de estas colonias. Tras la Guerra, la humanidad buscó nuevos mundos para colonizar y establecerse, y creó a los androides como fuerza de trabajo para liberar así a los humanos de tareas penosas. Estos androides se fueron perfeccionando progresivamente, acercándose a los humanos, hasta llegar a rebelarse, escapar de la Tierra y esconderse para vivir en libertad. Rick, el cazador de androides, es un policía especializado en identificarlos mediante el test Voight-Kampff (similar al de Turing, pero encaminado a examinar la empatía del espécimen examinado) y «retirarlos» si no lo superasen.

La película debe su título a un tratado de cine escrito por William S. Burroughs, Bladerunner, A Movie, y presenta elementos ajenos a la novela, aunque el mensaje permanece intacto. En ella sobresalen dos androides, hermosos, fuertes y «demasiado humanos» que se han integrado en la mitología contemporánea: Roy Batty y Rachael Rosen. En la novela se describe a Roy «con tendencias místicas», fuerte, brillante, incapaz de asumir su escaso tiempo predeterminado de vida, traidor a su propia naturaleza y líder de otros androides, un perfil similar al griego Alcibíades. En la película se acentúan sus gestos humanos, como perdonar la vida de su captor y hacer un monólogo memorable acerca de la finitud.

En la película, Rachael Rosen es bella, fría y distante como una vamp del cine negro, pero se desmorona al enterarse de su condición de replicante, volviéndose vulnerable y enamorándose de su potencial captor. En la novela, es una androide sin mezcla, fría y calculadora, vengativa, y usa el sexo con sus posibles captores para distraerlos e intentar que empaticen con los androides y generarles un problema moral ante su posible «retirada».

Hay interesantes implicaciones éticas y metafísicas, ya que en la película los androides son capaces de crear una realidad paralela —una comisaría llena de policías y cazadores de androides como él mismo, un test para detectar androides similar al Voight-Kampff que Deckard usa con frecuencia— para que Rick llegue a dudar de su propia condición humana en un juego de luces y sombras similar al ideado por Platón en «el mito de la caverna».

En la novela se plantea el tema de los animales artificiales, una compañía necesaria en un mundo en el que la codicia y la sinrazón han exterminado a los naturales (queda un número tan exiguo de ellos que sólo son alcanzables para los extremadamente ricos). El trato a los animales sirve en la novela para probar si nos encontramos ante un humano o un androide: ante una araña, Pris y Roy son crueles, ya que como androides no sienten empatía por los seres vivos, mientras Isidore muestra una reacción claramente humana. Rick se pregunta si los androides sueñan, y en caso afirmativo, si lo hacen con animales eléctricos; de ahí viene el curioso título de la novela.

El elemento más metafísico de estas obras es el replicante Roy Batty, consciente de su caducidad, ante la que se rebela. Batty es el ser que filosofa inevitablemente al descubrir su mortalidad, la finitud de la vida, y que es capaz de tomar decisiones como buscar a su creador y encararlo para conseguir que alargue su vida; ante la negativa, Roy acaba con él y emprende una huida hacia delante que acaba de una forma muy humana: salva a Deckard, su perseguidor, de una muerte segura y pronuncia un monólogo memorable acerca de la futilidad de las obras y recordando que la temporalidad lo disolverá todo «como lágrimas en la lluvia».

 

El hombre se asombra ante lo que ha sido capaz de crear, pero sus implicaciones éticas necesitan una profunda reflexión. Cuando escribimos, la obra deja de ser una parte de nosotros para cobrar vida propia; los hijos deben vivir su vida y no la que nosotros les podamos planificar; cuando creamos seres artificiales iguales a nosotros, ¿somos responsables de sus actos?, ¿tenemos derecho a decidir sobre su vida y su muerte?, ¿debemos programar su sexualidad exclusivamente en aras de nuestra satisfacción? Estas inquietantes preguntas nos sitúan ante una nueva rama de la ética: la ética robótica.