Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 80 – Otoño 2025
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Con poca fuerza

 

Todo ha cambiado de repente. Tal vez fueron demasiados siglos de malentendida mansedumbre o persistir en el intento de revelar cada cuerpo utilizando, a través de la fuerza, esa energía única dueña de la potestad para describir los procesos dados con el transcurso del tiempo. Siempre fue difícil existir en este mundo y hoy no lo es menos pese a su decoración con pozos de petróleo, hierros retorcidos, placas solares, robots, además de demasiados artilugios cuya finalidad, o desdicha, es conquistar y hacer uso de la santa energía beatificando el cada día más santo control. El signo de esa supervisión total se puede definir sólo bajo la lente de la filosofía y la suma de conjeturas que procuren considerar lo que, autodefinidos como humanos, somos dentro de nuestra realidad, equiparada, eso sí, a un material desechable tanto mercantil como social.

Sí, todo ha cambiado de repente. Bastó un trayecto, bastante corto por cierto, para que todo ese despropósito se instalara de forma oficial frente a mis asombrados ojos, sin ejercer la mínima oposición o desear tan siquiera situarme frente a él.

El principio de energía depende de otros mayores, ésos que siempre se modifican y controlan el menor intento de poner en tela de juicio su atrevido maquinar. Pienso que tampoco les es necesario en demasía, pues el arma más sutil y efectiva de control ha sido y es el adoctrinamiento. Con él crecí, crecemos todos, reverenciando, honrando, aplaudiendo a insufribles charlatanes, arrogantes portadores del bastón de mando y que, cual loritos, repiten hasta la saciedad el discurso dictado por el fervor a otros buscones de energía o ungidos poseedores de la fuerza.

Avanzo, acarreando mis pensamientos, con la dificultad propia de un anciano ante la indiferencia de los pocos transeúntes que aún recorren la sucia calle en la que, al otro extremo, asoma el portal de mi vivienda, la Residencia para Mayores. Llevo el cuello del abrigo levantado y la cabeza cubierta, pautas ambas de vivir el final de otra tarde fría de invierno. El andador serena la inseguridad de moverme por las estrechas aceras de esta pequeña ciudad costera. Aquí recalé luego de trajinar distintos lugares del orbe, siempre trabajando e ilusionando la certeza de que un día todo hecho motivador de mis pasos se hiciera realidad.

Nunca consideré que, pasadas siete décadas, iba a cuestionarlo todo, dudar de cada nuevo-viejo manifiesto y aceptar que, también yo, había sido parte de la gran mentira. Un puente como tantos otros para patrocinar a los señores de las incontestables decisiones e ideólogos de la intimidación diaria, a sostener sus privilegios. De esa manera, mi apacible convivencia se fue derrumbando con la misma constancia con que medraba lo que ellos aclamaban como tecnología, y así, la destreza manual pasé a entenderla como una metódica pulsación de teclas, y la facultad de pensar quedó simplificada con el discurso diario, hueco, insustancial y priorizante de un supuesto desarrollo muy alejado de abundantes percepciones.

Recuerdo que cuando niño recibí como regalo de Reyes un coche provisto de un mando para que pudiera dirigirlo en el intrincado circuito limitado por los muebles del salón, ya no recuerdo cuántas pilas de las grandes necesitaba. Yo era el rey del edificio donde los niños de mi edad, pasmados, competían para poder hacer que aquel artefacto fuera de una parte a otra del salón con el menor número de tropezones. Pilas, energía, nunca me planteé la razón por la que el juguete se movía y obedecía mis órdenes; yo era el simple conductor, no el que lo movía. Eso me duró poco tiempo, una mañana apareció otro amigo con un modelo más moderno y acabó con mi reinado. Después, muchas tardes jugué solo con mi coche. No aceptaba haber sido desplazado de la corona de pionero para más tarde comprobar que definitivamente eran ya varios los coches que corrían por el largo pasillo. El mío también desistiría de ser competitivo. Le falta fuerza, me decían: le falta energía.

En todo momento fui torpe a la hora de leer lo que se desplegaba ante mí. El instante no hace el movimiento, forma parte de él; por eso, pese a caer abundante nieve, seguía en la calle, necesitado cada vez de más energía para empujar el artilugio que me mantenía en pie. La energía de los carbohidratos. ¿Cuál es la energía primaria, la madre de todas las energías? Iban pasando por mi cabeza las que fueron mis creencias y mis ideas, mis devociones. También éramos epígonos. Estaba dentro de mis pensamientos. De los años jóvenes, alejado de la gélida realidad actual. Los estímulos llegaban a través de canciones, muchos libros. Recapacitaba en el Sol como la fuente más primitiva de energía para el planeta, maduraba al fuego, primer gran hallazgo humano, el carbón, y hoy puedo creer en la existencia de un ente superior, algo previo a todo. Un creador. Siete días, el soplo vital. Ése es el posible origen de la energía, el origen del Sol. Años atrás negaba todo esto, no estaba de moda creer en la existencia de un ser mayor. Hoy tampoco, pero ya no me importan las modas. El Sol, fuente de energía, no es un ente sobrenatural, es fruto de algo más intenso.

No alcanzo a ver más allá del culo de botella de mis gafas, algo se oculta a mi vista y se esconde en mi cerebro, al punto de que es imposible que distinga el óxido de hierro debajo de la nieve del de mis neuronas oxidadas. Veo una luz, es la parada del bus. Intentaré refugiarme entre los cristales repletos de propaganda que no entiendo y palabras que no dicen nada. Así es la juventud hoy. Admira a un poeta indolente y encumbra a los jugadores del equipo de la ciudad. Se exponen pintando grafitis e ignoran a Paul Klee. Podría seguir así, pero da vergüenza que me citen como el acumulador de años inadaptado al tiempo nuevo o ese limitado viejo que apenas arrastra el andador.

—Vamos a ayudarlo, pobre viejito que no llega a su puerta —se ríen.

—Mostremos un poco de interés por su época, así no se frustra —se ríen más aún.

—Vernos radiantes es su amargura —sentencian.

—Predica que acumular objetos materiales no es lo imprescindible, que consumir no es satisfacer las necesidades —injurian mis torpes consejos.

Sin embargo, esos caciques del futuro absorben, como el vodka que tragan, toda energía y no recapacitan en ella. Sólo son adoctrinados y plantados en la calle en igual situación que un árbol conocedor de que será talado. Colorean las paredes y contra ellas pugnan, sin pensar por qué fueron levantadas. Ilustrados en beatificar la realidad única, incuestionable, proyectada desde pobres didácticas pantallas, pedagogía para la manada consumidora de pantallas; por cierto, también consumidoras de energía.

Consigo a duras penas sentarme en el banco de la parada de buses. No tiene nieve, está protegido. Sólo yo me congelo. Borroso, frente a mí, veo detenido un bus. La nieve le cubre la mitad de sus ruedas. Intento incorporarme con dificultad, aferrado al andador pido ayuda. Quiero llegar a su puerta delantera, que aún permanece cerrada. Observo, además, la ausencia total de pasajeros, incomprensiblemente no tiene ni tan siquiera conductor. No es posible; será un bus de novísima generación que se mueve con un tipo de energía desconocida para mí y por su propia voluntad. El trayecto lo hace obedeciendo las órdenes de una central dirigida por adictos a las computadoras, y los dispositivos sensoriales con los que cuenta lo hacen sensible a cada uno de los efectos externos e interiores. El tránsito, los pasajeros, los asientos disponibles. Este bus es muy capaz de exprimir su inteligencia, pero no puede con la nieve. Me río porque es cómico ver un bus, tan perfeccionado y cargado de energía, detenido en la parada sin saber qué hacer.

¿Cómo es posible que nieve en una templada ciudad costera? El simple hecho de pensarlo hace que todo tirite dentro de mi cuerpo. Por fin incorporo mis huesos. Sujeto al andador, rumio que ahora puedo moverme con más soltura. La brisa pálida acaricia ya mi ruta. Resulta extraño que ahora vea en lo alto el mismo cielo claro pero pintado de azul. La brisa es agradable. Estoy junto a la puerta delantera del bus. Señaliza el número 15 con destino Estación Central. Los pasajeros observan indiferentes tras las ventanillas, algunos han corrido un poco las cortinas para no ser molestados por el sol del atardecer. Nadie me mira. El conductor apremia, insiste en que no tiene cambio y va con retraso.

—¿Va usted a subir, señor? —pregunta con gesto de fastidio.

El autobús se va. No da tiempo a leer la publicidad de su parte trasera. La energía del atardecer desaparecerá en poco tiempo. Se ajusta al atraso con que alcanzo el portal del edifico en cuya fachada, con vulgares letras góticas, se lee: «Residencia Electrónica para Mayores». Vuelvo a pensar que todo transcurre demasiado rápido, el día, la vida, mis pensamientos. Antes de entrar compruebo que, en el recibidor, el artefacto controlador de mis horarios y movimientos reluce parpadeante y en rojo. Alerta de que mi batería está casi agotada.