Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 80 – Otoño 2025
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


El faro


Yo sé de un lugar bello, cerca del horizonte, para quien quiera mirar cómo mueren las tardes y cómo el tiempo se va.

Es un lugar pequeño, al lado de un pueblo de pescadores, donde la tierra se une al mar como lo harían dos fieles amantes a los que no les importa lo que opinen los demás. Rocas porosas y arenas grises cubiertas de nubes blancas y rodeadas de un mar azul cálido van mezclándose entre sí formando un bello mosaico de un lugar inolvidable.

Y cuando los amantes discuten, sus enfados de enamorados despiertan furiosos vientos, unas veces desde el levante, acompañados de oscuras olas, otras desde lebeche, que responde furioso hasta que lo calma el silencio de la noche. Luego viene la paz, la reconciliación de los amantes y la serena paz de la playa durante el invierno, a veces agitado por la fría tramontana que huye desde el lejano norte. Son vientos caprichosos y variables, como las volubles veletas a las que mueven, vientos aventureros que gustan de formar remolinos para jugar con las bandadas de doradas y de lubinas.

Y son esos vientos cuando están enfadados los que, corriendo entre los fondos marinos, jugando como si fueran chiquillos, hicieron naufragar a osadas naves de patrones confiados, abortando sus destinos. Y tantas han sido las que ya descansan por los siglos de los siglos, que las gentes de ese pueblo, hombres y mujeres del mar, preocupadas de tanta desdicha, decidieron levantar un gran faro de piedra, en lo más alto de la bahía, para auxilio de navegantes, para los pescadores una guía, haciendo que sus ráfagas de luz vigilantes nos acompañen cuando el día se marche.

Y si algo hace a ese lugar, único en el universo, no es la tierra, ni su cielo, ni siquiera las desnudas aspas de sus molinos de viento: son sus gentes calladas, sufriendo en silencio, con sus barcos de pesca llenos de redes y aparejos, desafiando a los océanos y retando a las olas. Por eso construyeron su faro, orgullo de todo un pueblo, un faro que alumbra las esperanzas y los sueños, las dudas y los miedos a un naufragio eterno.

Y fueron esas azules aguas de mi tierra las que durante siglos esculpieron calas y acantilados, lugares escondidos donde buscar en la lejanía las estelas de naves errantes labrando su camino. En ellas viajan sueños y miedos, frustraciones y esperanzas, y los deseos de niños buenos que cansados de la escuela llegan por fin a casa.

Y fueron esas rocas milenarias, vejadas por inmisericordes olas y azotadas por crueles vientos, las que me vieron coger su mano de enamorada en una tarde otoñal. Sus ojos del color del fruto del olivo decían en silencio «te quiero», mientras mis temblorosas manos intentaban abrazar su cuerpo, dejando que nuestros labios se acercaran para conseguir el primer beso. También fue allí, en su viejo y desaparecido templo, donde decidí con ella sellar nuestros deseos de amor sincero. Margaritas y amapolas jalonaban el camino que nos vio pasar rumbo a una nueva tierra, buscando un nuevo destino, mientras lágrimas gruesas humedecían mis mejillas y el corazón se apretaba en el pecho.

Y después de muchas luchas y desvelos, de heridas que cicatrizaron con el paso del tiempo, el destino me llevó de nuevo a la orilla de aquel mar y su enamorada bahía. Allí decidí, con el único amor de mi vida, construir un nido mirando al cielo, bajo el amparo de aquel faro y al resguardo de los vientos. Un día el nido se llenó de ruidosos polluelos, que crecían sin parar y que ocupaban todo nuestro tiempo. Apenas podía pasear por las arenas de la playa, ni volver a subir a los altos acantilados para poder observar cómo se escapa la vida.

Y siguen pasando los años, mi juventud se la llevó el frío viento de tramontana, pero si hay algo de valor que aprendí en esta vida, fue intentar detener el tiempo, un segundo, al final del día, y entonces apretar una mano amada viendo cómo el sol cansado a dormir se retira y observar la luz del viejo faro guiando a nuevos navegantes, ayudándolos a encontrar las estelas de aquellos que ya llegaron al final de su camino.

Yo sé de un lugar bello, cerca del horizonte, para quien quiera mirar cómo mueren las tardes y cómo el tiempo se va.