Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 78 – Primavera 2025
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Serenata 

Como decíamos ayer... Ayer, con dieciocho o diecinueve años, tuvimos juventud. Y jóvenes, sentimos en ocasiones herido el corazón. Por desamor. Y ayer, herido el corazón por desamor, cantaba, con dieciocho o diecinueve años, joven, el bigastrense Rufino Gea, Justo Rufino Gea Martínez. Estamos en 1878. Los versos se publican en El Segura un veinticuatro de enero de 1878, jueves: «Sal, dulce niña, acude presurosa / a tu ventana / y ahuyenta con tus ojos la tristeza / que hay en mi alma. / Sal y al esclavo que anhelante espera / de amor tus frases / vuelve a la vida, porque en hondas penas / él triste yace».

La invitación es por la noche y blanca la luna iluminará con «rayos fúlgidos» la belleza de la pretendida. «Dulce niña» llama Gea poeta a la amada y también «bella sílfide» y «tortolilla». Él, moribundo en desamor, se siente «esclavo», «mísero de amor rendido»: «Sal tortolilla y con tu blando arrullo, / con tus caricias, / esta inquietud que al corazón devora / ven y disipa. / ¿Es que no escuchas mis amantes ruegos? / Di, ¿no me oyes, / o es que desprecias la modesta ofrenda / de mis amores?».

Pese a los reclamos, la amada no asoma. Y el enamorado vate insiste clemente con versos más cortos, impacientes, desesperados: «Levanta rápida / del blando lecho / y cual relámpago / sal al balcón. / Ve que flamígera / de amor la llama / creciendo súbita / va mi pasión».

Pero nada. La dulce niña, la bella sílfide, la tortolilla, no aparece. Entonces, el cantor decepcionado, pies en el suelo, denuncia la traición de la amada: Sus promesas, su amor, «mentidas fueron». Y hasta aquí la Serenata sin fruto de Rufino Gea.

En el número anterior (El Segura, 16.01.1878) quien firma como Pepe Tafalla, concluyendo su disertación sobre la mujer orcelitana, ha traído una cita de Mme. Falliero. A saber. Una cita que dice: «El cielo no hizo a las mujeres insinuantes y persuasivas para volverse de condición áspera, ni las creó delicadas para ser imperiosas, ni les dio una voz tan dulce para decir injurias, ni las hizo de facciones tan encantadoras para desfigurarlas por la cólera». Tafalla explota la peculiar cita desarrollando las cualidades enumeradas por Falliero. Así, cuando estira lo de «persuasivas» acusa a las mujeres orcelitanas de ser «nuevas y modernas Cleopatras» frente a «inocentes Antonios, cuyas vidas habéis extinguido abrasándoles en los incandescentes rayos de vuestros ojos». Y las acusa, sin desperdicio, de ser ásperas: «porque vuestro corazón educado en una atmósfera viciada, a pesar de vivificarlo el oxígeno de la fe cristiana, paraliza sus latidos y envenena la roja sangre que le anima el letal carbono de la exageración y el escepticismo».

Orcelitana —o no—, la amada por Rufino Gea no ha correspondido al canto amoroso del amante, canto que será dolido. Triste serenata. Rafael Altamira, en su obra sobre «Derecho consuetudinario y economía popular de la provincia de Alicante» (1905), cuenta que los sábados y vísperas de fiestas, los mozos hacían rondas para cantar ante los balcones de las muchachas solteras, acompañándose de guitarras y bandurrias. Cogían albahaca del vecindario y obsequiaban con ella a la novia. Lo decíamos ayer cuando nos ocuparon las Ordenanzas Municipales de 1905 aprobadas en Villena. Ordenanzas que fueron para la regulación de lo cotidiano. Como decíamos ayer.


De querubes 

Como decíamos ayer, ayer para decir ángeles en general decíamos «mensajeros célicos». Y precisando un poco más, para decir ángeles de los de la primera jerarquía decíamos «querubes». O «querubines», dedicados éstos a la glorificación de Dios estando en su presencia, junto a serafines y tronos.

Los ángeles nos acompañaban en lo bueno y en lo malo. «Cuatro esquinitas tiene mi cama / cuatro angelitos guardan mi alma». O... «Cuatro esquinitas tiene mi cama / cuatro angelitos que me la guardan / dos a los pies / dos a la cabecera / y la Virgen María que es mi compañera». Y así otros parecidos.

El semanario orcelitano El Segura, en el número correspondiente al dieciséis de enero de 1878, publica un poema firmado por C. G. —¿acaso Carmelo Gómez?— que se titula A mi malogrado hermanito Rafael (balada). Y la balada tiene dos partes. La primera, terrenal, reza así: «Como azucena pálido, / Tendido en blando lecho, / Los secos labios cárdenos / Y con fatiga sin igual el pecho. // El inocente y cándido / Hermano de mi vida, / En noche fría y lóbrega / Daba al mundo un ¡adiós! de despedida». La segunda parte, etérea, continúa: «Con armoniosos cánticos / Y en vaporosas nubes / Por un ángel purísimo / Bajaban a la tierra dos querubes. // Sollozos mil y lágrimas / Mi pecho contristaron!... / Los mensajeros célicos / Al Ángel de mi vida se llevaron!».

Los del último cuarto del siglo XIX son años, todavía, en los que las enfermedades infecciosas, la falta de higiene y la deficiente alimentación provocan una alta mortalidad, especialmente incidente sobre los grupos de población más débiles. Como los niños. Amando de Miguel, en La España de nuestros abuelos. Historia íntima de una época (Espasa Calpe, Madrid, 1995), escribe que hacia 1879, respecto a los datos de mortalidad infantil propiamente dicha, esto es, niños que mueren antes de cumplir un año, España presentaba cifras similares a las del resto de los países europeos. «Ahora bien —concreta el sociólogo—, respecto a los niños de uno a cinco años, las tasas españolas revelan una mortalidad más alta que la del resto de los países europeos». Lo que le hace suponer que antes que la causa sanitaria sean la falta de nutrición y la falta de higiene las principales responsables de las muertes.

En el mismo libro, Amando de Miguel recoge un testimonio extraído de la novela de Wenceslao Fernández Flórez titulada Relato inmoral, referido a la Inclusa de Madrid considerándola una «fábrica de angelitos para el Cielo». Concretamente dice así: «Tantos críos como entran en esa casa, tantos como mueren. Es una fábrica de angelitos para el Cielo». Y Amando de Miguel lo corrobora con la estadística sobre la Inclusa en los años ochenta del XIX recogidos por el higienista Philiph Hausser. Según esos datos, en el establecimiento morían anualmente entre el 10 y 20 por ciento de los niños recogidos.

Vinculado a la muerte y entierro de los niños estaba el rito de los mortichuelos. Al parecer muy extendido por la huerta de Orihuela y hasta tal punto, como nos informa José Ángel Maciá Pérez en su ilustrado blog Mansio Aspis, que el obispo Tormo (1767-1790) inició un proceso con el objetivo de prohibir los morticholets. Y al respecto de los mismos, el obispo Gómez de Terán, en 1739 ya mostraba sus recelos manifestando que «con pretexto de velar a los niños difuntos se hacen bailes entre hombres y mujeres, pasando la noche en ellos, y en otras algarazas, juegos, cantares, y otras diversiones, que alejándose de la compostura, y modestia cristiana, sirven de espiritual ruina».

Eso es: «de espiritual ruina». Como decíamos ayer.


¡Vivan los novios! 

Como decíamos ayer, ayer decíamos «algazara» para significar el ruido de una o muchas personas juntas y alegres. Y días de «bulla, algazara, animación» fueron las tres jornadas que a finales de enero de 1878 se vivieron en Orihuela con motivo de la Boda Real entre Alfonso XII y su prima María de las Mercedes de Orleans y Borbón. La ceremonia tuvo lugar en Madrid en la Real Basílica de Atocha a las doce de la mañana del veintitrés de enero. La novia tenía diecisiete años, el novio veinte.

El semanario orcelitano El Segura, en su edición de ocho de enero anunciaba, por este motivo, la preparación de festejos y reformas: «Según las noticias que hemos podido adquirir, se preparan en esta ciudad grandes fiestas para solemnizar las bodas de S. M. el Rey, al efecto van a llevarse a cabo algunas reformas en las Casas Consistoriales, como restaurar su fachada y ensanchar uno de sus salones, decorándolo con preciosos cortinajes y dos luciérnagas de exquisito gusto: de este modo el baile que en aquellas habrá de tener lugar, adoptará un carácter más espléndido y lisonjero». Añadiendo: «Procuraremos dar más detalles tan luego como el Ayuntamiento se ponga de acuerdo acerca de los reales festejos».

El Ayuntamiento, presidido por Matías Rebagliato Sorzano, organizó diversos actos. El Segura, en su edición de veinticuatro de enero, un día después de la boda, informa de lo programado, añadiendo al suelto un simpático piropo al uso de la prensa de la época dedicado a las paisanas: «He aquí de un modo breve la noticia de los festejos que han de celebrarse con motivo del enlace de S. M. el Rey. / Entre otros figuran: toque de campanas, músicas, vacas, fuegos artificiales, Te Deum, limosnas, comidas a los pobres y exhibición por tres días de rostros lindísimos. Esto no es del programa pero es verdad. Ahora ánimo y a divertirse».

Y así discurrieron en Orihuela, venturosos por felices y venturosos por ventosos, los tres días. Fueron el veinticuatro, veinticinco y veintiséis. Lo cuenta también El Segura en la edición de dos de febrero.

En la primera jornada, recibida la noticia del enlace regio, se comunicó «al público por bando, toque de campanas, cañonazos y música. A las 10 de la mañana se descubrieron los retratos de SS. MM. con asistencia del ilustre Ayuntamiento y corporaciones civiles, militares y eclesiásticas invitadas al efecto». Tras esta ceremonia civil, cupo la religiosa; cantándose un solemne Te Deum en la Catedral. Después hubo «reparto de 200 raciones de pan y arroz y una limosna de dos reales a los pobres que con anticipación se habían provisto de su correspondiente bono». Por la tarde se soltaron vacas. «Muy malas», precisa la nota. Y «por la noche fuegos artificiales y piezas escogidas ejecutadas por la banda de música de esta ciudad».

Las acciones caritativas continuaron el día veinticinco visitando establecimientos de beneficencia y la cárcel. En el Hospital se ofreció a los enfermos una «comida extraordinaria», en la cárcel dieron a los presos dos pesetas y en la Casa de Misericordia «ancianos, niñas y niños» fueron «servidos por caritativas señoras y por los individuos de las antedichas corporaciones». Aquí el cronista se considera incapaz de describir el contraste apreciado. Echa de menos «pluma mejor cortada» que la suya. Antes nos ha dicho que en dicha Casa «fue magnífico el cuadro que ofrecieron unidas en fraternal abrazo la caridad y la desgracia». También, al cronista le ha emocionado una escena; y queriendo dejar constancia «de los rasgos que más palpablemente manifiestan el inquebrantable régimen de aquel establecimiento», contará «que después de servir el alimento a los recogidos nadie osó comenzar sin que antes se bendijeran las mesas que a causa del ruido y movimiento permanecían sin bendecir». También informa de que allí pudo admirar «el bello dibujo de D. José M. Moreno que figura la verja que ha de cerrar el callejón sin salida situado a la izquierda del templo de Monserrate». Por la tarde, nuevamente suelta de vacas —«muy malas», repite— y por la noche más fuegos artificiales y concierto.

El día 26, nuevo reparto de pan, arroz y limosnas. Y «un premio de 25 pesetas a los matrimonios pobres cuyo enlace se hubiese efectuado el día 23». El mismo día de la Boda Real. Por la tarde, más vacas y... y otra vez se dice que «muy malas». Por la noche «escogidas piezas por la banda de música que dirige el Sr. Rogel».

Un «magnífico castillo de fuegos artificiales, obra del reputado pirotécnico Sr. Cánovas» marcó el fin de los fastos. El cronista lamenta el no haber podido entrar en más detalles por falta de espacio y no poder ofrecer más que una «mal pergeñada reseña de las fiestas».

«Mal pergeñada». Como decíamos ayer.