Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 57 – Invierno 2020
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Puede que vuelva a ser el mismo de antes y la noche sea leve. Que los espectros de las doce no vuelvan a asomar su alba figura y clavar puñales de negros ojos en este sueño indefenso. Quizás sea el espíritu de Raskólnikov el que se cruce con mi cama sin frenar, la atropelle, me amenace y quiera ejecutar la execración de la justicia humana. Así comencé mis notas sin prever un final.

Fue tan sólo un instante en el que asomó su torva figura al marco de la puerta de la habitación marital. Sabía que, más que mi cuerpo, avistaba a quien iba a saldar la deuda, clamada a las cuatro paredes. Una deuda es sagrada y debe saldarse siempre.

Yo pensaba al revés y tampoco esta vez iba a cambiar de idea. Existen deudas con legitimidad de deuda y otra, la que tú insistías en cobrar, está anotada en el registro de la asfixia sufrida cada noche con tu presencia. Temía contrariarte; de ahí mi desazón. Sin embargo, persistía la sensación de que algún día entenderías que el lado opuesto es el mejor, pues al final somos dos personajes invertidos en nuestras funciones y mientras camino largos trechos por el bosque o la mar desciende a mis pies, tú descansas de tu profesión noctámbula en la misma cama o diferente sarcófago.

Plegabas las alas con displicencia mientras perseverabas el alba arreciar sin sol desde la pequeña ventana del dormitorio. Mi amanecer es tu anochecer y así desde hace casi dos décadas. Una extraña conmoción apoderada de los dos atribuida a otra mala noche superada.

Todo comenzó con la oferta de empleo en el periódico de la mañana. Se necesita fantasma. No es necesaria experiencia. Sabía que estabas mal y más aún lo estaba nuestra economía.

—Puede que sea una solución —comentaste sin demasiado entusiasmo.

—Tonterías —fue mi respuesta y olvidé el anuncio por el resto del día. Por la noche te vi feliz, canturreando un tema de moda, y echándote a mi cuello, tras un sonoro beso, espetaste el inicio de la tragedia.

—El trabajo ya es mío —y empezó a revolver en una mochila que, todo indicaba, junto al uniforme contenía dos o tres manuales de espectral formación.

Argumentaste que el trabajo era muy bien pagado una vez superada la fase de prueba.

—El único fin es perturbar el sueño de los morosos y para ello debo ejercitar mucho —aclaró sin que decreciera su exaltación—. Mi objetivo ahora es entrenar y entrenar. Cuanto más pronto alcance el dominio de la profesión, más pronto llegarán las comisiones añadidas. No corres riesgos y además recibes una buena retribución por eficacia.

Yo no salía del asombro. Era incapaz de pronunciar una sola palabra. Parecía imposible que existiera un trabajo así.

La primera noche de pesadilla sí la recuerdo. Estaba en lo más profundo del sueño, debo madrugar cada día, cuando sospecho que las campanas de las doce anunciaron el comienzo del primer ejercicio. Un agudo y escalofriante chillido invadió la habitación. En ese preciso instante, un espectro blanco se abalanzó sobre mi conmoción repitiendo con aterradora monotonía: paga, paga, paga...

—¡Basta! ¡Basta! —la airada reacción no superó el volumen del que creía ser capaz al tiempo de incorporar parte de mi maltrecho cuerpo en la cama—. ¿Te has vuelto loca? ¿Cómo es posible que me despiertes así?

—Tranquilo, cariño, tranquilo —su voz ahora más apaciguada terminó por descolocarme—, sólo estoy ensayando. ¿Crees que puedo ser muy buena en mi trabajo? No te molestes, por favor.

Pero todo yo era un descontrol consciente de que ese mismo descontrol crecería cada noche y a esta primera aún le faltaban dos ensayos más.

La falta de colaboración, que a su entender sólo era una forma ruin de exhibir envidia ante el éxito alcanzado en su labor junto a los buenos ingresos económicos que pronto superaron a los míos, fue la causa de que, de a poco, su actitud se tornara cada vez más agresiva y la acusación de moroso tomara cuerpo en su mente.

—Con tu talante has generado una deuda muy grande, la peor. Te has negado a colaborar en mi desarrollo como persona, has querido limitarme, convertirme en un ser opaco y dependiente, pero no lo has logrado. No lo lograrás y pagarás, seguro que pagarás. Mi fantasma vendrá cuando duermas. Te resonará cada noche esa deuda.

Al cabo de un lustro no quedaban nervios en buen estado, pese a ello acepté mudarme a la nueva casa cedida por la empresa antimorosos que tan bien mi mujer personalizaba. La llamaba su casa panteón. De gran tamaño y confortabilidad, situada frente al cementerio principal, era un derroche de oscureceres y buen gusto.

—Es estupendo contemplar desde nuestro dormitorio la morada definitiva de tanto ilustre ciudadano. Pensar que ya he hecho mi hueco entre ellos gracias a este trabajo que tanto te molesta. Aquí cada amanecer contemplo el regreso de los fantasmas a sus tumbas. Cada uno de ellos cumplió una labor para preservar el bien y la seguridad de los que aún existimos pese a todo. ¿No te parece algo asombroso? ¿Seguirás sin colaborar?

Identificada de tamaña manera con su profesión, actuaba como si fuera un verdadero fantasma y, obsesionada con perfeccionar su papel, no dejaba de hostigarme y blandir cada madrugada con más fuerza la existencia por una deuda recusada.

A los quince años de estar conviviendo con las apariciones nocturnas de mi mujer, decidí novelar sus peripecias y borronear sobre la penitencia de mis vigilias. Tener su convicción y temer mi negación. Ser o no ser cobaya en una endiablada empresa de presión a deudores. Sumisión o rebelión y, casi siempre después, arrepentimiento. Paga, paga, paga...

Entre idas y venidas, se sentó a la mesa de accionistas de la empresa y abandonó la cama que compartíamos. Pese a ello, las visitas fueron habituales cada noche. Paga, paga, paga...

Su calor abandonó mi piel, humilló la sensibilidad más viril que quedaba sin dejar de lado su letanía tradicional. El paga, paga, paga se adhirió a las células de mi afligido cerebro y guardó las luctuosas oscuridades de la habitación.

Atropellada transcurrió la mejor parte de mi vida; razón por la que estoy aquí hoy, rumiando estas notas en el cuaderno de los pesares, atado a una cama de hierro, convencido de que los fantasmas existen y a la espera de que mi primera noche sea la del sueño profundo y reparador. Pese a ello sólo quiero decirle a la trotadormitorios de mis pesadillas que, al igual que Joseph Cotten en El tercer hombre, soy un escritor al que le gusta emborracharse y se enamora de una mujer como tú. ¡Ah!, añado, por ello no pagué ni pagaré un céntimo.