
VIII "Concurso Una imagen en mil palabras"
Félix Belmonte llegó a un poblachón frío y desabrido una tarde de invierno, cuando apenas quedaban en sus calles restos de la nieve caída la noche anterior. No tuvo que preguntar por el cementerio, al otro lado de la carretera general, a lo lejos, se veía una tapia de la que sobresalían las puntas de los cipreses y los voladizos de algunos mausoleos. Había decidido comenzar su expiación llevando unas flores a la tumba de Roberto Leal. No era Félix Belmonte una de esas personas que viven angustiadas porque la muerte pueda sorprenderlos, sin que les hayan sido perdonados los pecados que nunca confesaron. Sin embargo, algo en su interior cambió en el transcurso de una noche. Un sueño, tal vez varios encadenados o quizá solamente retazos sueltos de una pesadilla pasaron por su mente mientras dormía. Esas imágenes y el sabor amargo que se le pegó a la garganta los interpretó Félix como una advertencia de que su muerte estaba próxima. Entonces se le revolvió la conciencia y antes de que fuera demasiado tarde quiso conseguir el perdón por el acto más deplorable que había cometido en su vida. El camino al cementerio no llegaba a ser, en sentido estricto, una carretera. Habían retirado la nieve de allí, tal vez porque hubieran enterrado a alguien esa mañana o porque esperasen hacerlo antes de que terminase el día. A los lados, la nieve se derretía destilando goterones fríos como carámbanos, que luego se remansaban en charcos sobre la tierra saturada de agua, igual que la tarde del accidente.
Veinte años atrás, en una carretera de la que también habían despejado la nieve, Félix Belmonte chocó contra un automóvil que venía en dirección contraria, provocando la muerte del otro conductor, Roberto Leal. Aquello no fue un simple accidente, al menos no del todo, porque esa tarde Félix conducía completamente borracho. Mientras avanza por el camino del que habían quitado la nieve, rememora las imágenes del sueño que despertó sus remordimientos. Pasan por su mente una tras otra, no puede quitárselas de la cabeza porque se acerca a un cementerio y lo que vio mientras dormía fueron hileras de cipreses, parterres de crisantemos, panteones y un túmulo alto de ladrillo rojo. Quizá esa repetición obsesiva no se debiera sólo a la proximidad del cementerio, sino también a que presintiera algo, porque nada más atravesar la verja comprobó que ese lugar era su sueño, que allí estaban todas sus visiones, las sendas, las cruces y el túmulo de ladrillo, cubiertos de una nieve virginal que parecía recién caída. Todo era igual, salvo una cosa, en su sueño no había nadie y en este cementerio hay un joven trabajando con un pantalón con tiras reflectantes, una carretilla y un rastrillo de púas de hierro. Intuye que el túmulo alto es la tumba de Roberto Leal. Se acerca, aparta la nieve de su superficie y encuentra grabados ese nombre y otro que no esperaba ver, el de Nuria Grimáu. Félix recordaba vagamente a Nuria Grimáu, una mujer callada que apenas hizo otra cosa que llorar durante el juicio, ojos enrojecidos, pelo oscuro y dos alianzas de oro en el dedo anular. Ese nombre sobre la lápida le hace palidecer, porque ya no hay expiación posible: la única persona que podía liberarle de su culpa, la viuda de Roberto Leal, también está muerta.
El chico del rastrillo está junto a un banco, tiene el pelo revuelto, los ojos ligeramente estrábicos y respira con dificultad. Félix se acerca a él con el ramo de flores todavía en su mano y le dice que ya no vive nadie que lo pueda redimir y que un sueño le anunció que pronto moriría. Y una vez que empieza a hablar no puede detenerse, así que le cuenta al muchacho que hubo un accidente mortal un día que conducía borracho, que vio en sueñoseste cementerio y que eso no puede sino augurar la inminencia de su muerte. El chico permanece atento, se esfuerza por mantenerse quieto, sin cabecear a izquierda y derecha, como le ocurre cuando se pone nervioso, mientras Félix dice que pagó a unos maleantes para que jurasen que vieron a Roberto Leal invadir su carril en aquella carretera rodeada de nieve y que entregó dinero a unos y otros para que se extraviaran los papeles y pruebas que tenía la Guardia Civil. Y como advierte que el muchacho sigue atento, le dice que todas estas cosas se las tenía que revelar a Nuria Grimáu y que quería ofrecerle los medios para mejorar la vida que le había arruinado, se ocuparía de que no le faltase de nada y entonces, despuésde esto, tal vez ella, si viviera, lo habría perdonado. El chico quería hablar, inclinaba la cabeza como para ayudar a que salieran las palabras, hasta que al final pudo decirlo: -Tuvieron un hijo. ¿Un hijo?, se pregunta Félix. Claro, cómo pudo haberlo olvidado. Pero había muerto… Ahora lo recuerda, Nuria Grimáu dio a luz un niño prematuro poco después del accidente. Un niño que murió... ¿O no? El chico de la carretilla niega con la cabeza. Félix recupera la esperanza, un hijo también puede perdonar. Regresa a la sepultura de Roberto y Nuria, deposita las flores sobre sus nombres y susurra una oración. Sólo vuelve a acordarse del muchacho cuando va a salir del cementerio y encuentra la verja cerrada. No lo ve en el banco donde hablaron, ni distingue su figura renqueante por las sendas que el crepúsculo ha ido ensombreciendo. Entra en la caseta del guarda, pero sólo encuentra su chaqueta. Es amarilla, tiene unas tiras reflectantes y un letrerito junto al bolsillo en el que alguien había escrito un nombre:
Tito Leal Grimáu. Vuelve de nuevo a la verja. Sigue cerrada. Con las manos en los barrotes observa el camino por el que había llegado, aún conserva las huellas de la nieve rastrillada. Y entonces se acuerda del rastrillo, el rastrillo de púas de hierro que tenía el muchacho al que llaman Tito.
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