Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 29 - Invierno 2013
Asociación Cultural Ars Creatio - Torrevieja

 
Réquiem por María Carmelo Girado Parra

Mención local

Tañían las campanas. Eran las cuatro y media de la tarde. Los vecinos salían de sus casas, no hablaban. Las miradas se cruzaban, pero nadie decía nada. Subían la cuesta que llevaba a la iglesia. Allí estaba el pueblo entero esperando los féretros. Las mujeres dentro del templo y los hombres, apurando el cigarrillo. Había comentarios de todas las clases. Dos jóvenes, Félix y Martín, de trece y catorce años, habían fallecido dos días antes, mientras paseaban en sus bicicletas. Nunca había ocurrido nada parecido. Los compañeros de colegio estaban destrozados, tristes. No había forma de consolarlos. El pueblo tenía el corazón henchido de dolor. Sólo dos personas no acudieron al entierro: María, la autora del siniestro, y su vecina Juana, que quedó con ella, acompañándola.

María, sentada en su butaca, tenía la mirada fija al frente, perdida. No hablaba. Ni lloraba, tenía los ojos rojos, ya no le quedaban lágrimas. Su vecina Juana, que la acompañaba, movía la cabeza y, entre lágrimas, suspiraba.

La iglesia estaba llena de fieles, que habían acudido a dar el último adiós a los dos jóvenes. La tristeza invadía el templo. El responso del párroco provocó nuevos llantos. Las lágrimas afloraban y resbalaban por las mejillas de los fieles. Incluso el mismo párroco hubo de parar dos veces para reponerse, un nudo en la garganta le impedía continuar. Después de las palabras del párroco, ocho jóvenes veinteañeros cargaron los ataúdes en sus hombros. En el trayecto de la iglesia al cementerio el silencio era total, roto a veces por llantos y suspiros. Cuando el encargado del cementerio procedió a introducir el primer ataúd en el nicho, los corazones de los vecinos no pudieron más y el cementerio se convirtió en puro llanto. Los compañeros de colegio eran los que peor lo estaban pasando. Sabían que nunca más jugarían con sus amigos fallecidos. A las seis de la tarde, los dos inocentes niños ya descansaban para siempre en sus tumbas.

El día del accidente, María venía de entregar un presupuesto para una reforma de un cuarto de baño. Viajaba en su pequeña furgoneta. Esa tarde había cerrado media hora antes la tienda para poder llevar el presupuesto. Volvía feliz, ya que había sido aceptado, cuando al paso salieron, de una calleja estrecha, los dos jóvenes con sus bicicletas. Intentó maniobrar para esquivarlos, pero no pudo. Los dos jóvenes se le echaron encima, sin que ella pudiera evitarlo. Ambos, en su carrera, chocaron contra la furgoneta y fueron despedidos. María cambió de color, salió de la furgoneta y cayó desmayada al suelo. Los vecinos que vieron el accidente gritaban pidiendo socorro, pidiendo que alguien hiciera algo que pudiera reanimar a aquellos dos ángeles, pero no hubo nada que los hiciera reaccionar. Habían perdido la vida.

El Ayuntamiento declaró dos días de luto por las víctimas. Los días siguientes fueron devastadores. Los vecinos rompían a llorar de manera espontánea. Todos conocían a los dos chicos, sabian de sus travesuras, de la forma que tenían de divertirse, que no era otra que la habitual de los chicos del pueblo. Por las tardes, al salir del colegio, los chicos cogían las bicicletas y salían a pasearse. Hacían sus carreras particulares. Así lo llevaban haciendo los chicos toda la vida. Varias generaciones lo hicieron y nunca pasó nada. La población no era muy numerosa, los automóviles tampoco, así que nunca se tuvo en cuenta que pudiera ocurrir una desgracia de semejante tamaño. Durante un tiempo, el resto de chicos aparcó sus bicicletas. Las madres tenían miedo de que se repitiera. Instaban a sus hijos a que salieran a jugar sin las bicicletas. Durante un tiempo desaparecieron de las calles del pueblo.

La normalidad volvió de nuevo al pueblo, la gente empezó a olvidar un poco lo acontecido y siguió con sus quehaceres habituales, excepto María. Ella no mejoró con el paso de los días, seguía igual que el día en que ocurrió el siniestro. Su vecina Juana llamaba con frecuencia al médico a fin de que atendiera a María y ver si podía sacarla de aquel estado catatónico en que se encontraba. No era tarea fácil. Apenas comía, tampoco dormía, de vez en cuando se veían rodar lágrimas por sus mejillas a la misma vez que le temblaba la barbilla. Juana temía por la vida de María. Todo el pueblo pasó por su casa para hacerle ver que había sido un accidente, que son cosas que pasan y que intentara olvidar. Las muestras de cariño eran constantes, pero no consolaban a María. Su aspecto se deterioraba a diario. Sólo Juana conseguía cambiarle la apariencia.

Pocos dias después, una ambulancia llegaba al pueblo. La había llamado Juana. María se encontraba terriblemente mal. La falta de sueño y la carencia de ingesta de alimentos habían agotado las pocas fuerzas que tenía, así que Juana tomó la decisión de llamar a la ambulancia y que la hospitalizaran. María ingresó en el hospital sin apenas conocimiento. El médico que la vio no dio muchas esperanzas de que pudiera salir adelante.

El pueblo entero se interesó por el estado de salud de María. El párroco rogaba por ella en sus plegarias cada día. Juana era la que informaba y la que se pasaba las noches en el hospital pendiente de su vecina del alma. Al cabo de dos semanas, María falleció. Juana trasladó la triste noticia a sus vecinos. El certificado médico dejaba muy claro el motivo del fallecimiento de María: murió de dolor.

Tañían de nuevo las campanas, los vecinos acudian de nuevo a la iglesia para despedir a María. Los comentarios arreciaron. Los mayores del lugar no daban crédito a lo que estaba ocurriendo en el pueblo. Después del responso, el ataúd fue trasladado al cementerio. A las seis de la tarde, María descansaba para siempre. En su lápida se puede leer el siguiente epitafio: "Aquí yacen los restos de María la de la Tienda. Falleció de dolor al no poder superar la muerte de Félix y de Martín, de trece y catorce años.

Sus hijos".