Finalista foto 1
Salió a la calle con un resoplido, metió la mano en el bolsillo de la camisa y extrajo un cigarrillo de la cajetilla que siempre llevaba encima. Desde que comenzara a fumar –en sus ya lejanos tiempos de escolar- no había vuelto a usar camisas o camisetas sin bolsillo. A la derecha o a la izquierda, uno, dos o media docena, era indiferente, pero uno al menos era condición indispensable. El color, el tejido, la marca, con o sin cuello, manga larga o corta eran cuestiones completamente secundarias. Durante su juventud varias fueron las prendas que su madre hubo de devolver antes de aceptar que su vestuario debía adaptarse indefectiblemente a la dichosa cajetilla, el único complemento de moda que a su hijo llegaría a interesarle jamás. Después fue su mujer la que durante un tiempo le sostuvo un pulso para intentar cambiar su imagen. Fue inútil. Como sus quejas por las pequeñas quemaduras que tarde o temprano aparecían en casi todas las prendas que utilizaba. Curioso, ahora él recordaba con cierta ternura aquellos reproches. Nunca sabemos qué es lo que vamos a echar de menos.
Colocó el pitillo entre los labios, prendió el encendedor y aproximó la llama protegiéndola con la mano, con un automatismo fruto de años de práctica. Saboreó profundamente la primera calada y observó con curiosidad a la pareja que se aproximaba en bicicleta. Charlaban entre risas y era evidente la complicidad romántica –casi erótica- que transmitían sus miradas. Le despertaron cierta tristeza y, admitámoslo, algo de envidia. Recordó con una punzada de dolor la última vez que habló con su mujer –no era capaz de nombrarla antecediéndole un “ex”-, el agrio intercambio de reproches; y ni siquiera recordaba la última ocasión en que pasearon juntos en bicicleta.
Ambos enamorados bajaron de sus vehículos y los aparcaron junto a una señal de tráfico. Miraron hacia él y supuso que leían el anuncio pintado en el escaparate con estilo un tanto pedestre: “Reformas para su casa al mejor precio”. Hacían buena pareja, pensó. Él, rondando los cuarenta, alto, delgado, de cabello corto y porte atlético. Ella, algo más joven, era guapa, con una bonita media melena castaña y un ligero vestido que realzaba sus encantos. Qué demonios, estaría hermosa hasta vestida con un saco de arpillera. Cuando decidieron acercarse dio una última calada y arrojó el cigarro en la cuneta, junto a un desagüe.
-Hola, buenas tardes –saludó el hombre.
-Buenas tardes –le respondió mirándo alternativamente a él y a la mujer.
-¿Es usted Ramón?
-El mismo. Pero, por favor, nada de usted. No soy tan mayor –se limpió la palma de la mano con la tela del pantalón antes de ofrecérsela con una sonrisa algo cansada.
-Claro, Ramón –la sonrisa que le devolvió denotó un hombre seguro de sí mismo-. Me llamo Augusto. Y ella es Alicia.
-Hola –saludó la chica.
-Encantado. Pasen a la tienda, por favor.
-Verás, Ramón –continuó Augusto-, queríamos colocar un suelo de tarima flotante. El que tenemos es de madera, bueno pero muy machacado. Habría que acuchillarlo y barnizarlo entero. La verdad, no nos apetece…
-Sí, os entiendo. Demasiado barullo. Llevaría varios días. Tendríais que iros hasta acabar. Un lío. La tarima flotante da bastante buen resultado y es más sencillo de mantener que la madera. Mi mujer –dudó un momento- estuvo encantada cuando lo pusimos en casa.
-Sí, eso habíamos pensado –intervino Alicia-. En principio no queremos hacer toda la casa. Sólo la entrada y el salón, que son los más sufridos. Y más adelante, según veamos, iríamos haciendo el resto.
-Nos gustaría ver algún presupuesto –siguió Augusto- para hacernos una idea.
-Claro. El precio dependerá de la superficie a echar y de la calidad del material. Hay varios tipos. Os enseño unos catálogos y unas muestras y vais viendo qué es lo que más os gusta. Puedo preparar varios presupuestos para que comparéis.
-Perfecto –dijo Alicia con una amplia sonrisa.
*
Tras bajar la verja de la puerta les observó alejarse. Conversaron animadamente junto a las bicicletas y luego señalaron hacia la cafetería que hay al otro lado de la calle. Fueron hacia ella, dejando aparcados los vehículos que parecían querer abrazarse entre sí, y se sentaron en una de las mesas de la terraza. De nuevo una punzada de envidia le asaltó. Recordó cuando eran como ellos, cuando él y su mujer parecían así de felices, cuando las risas eran más abundantes que los reproches, cuando los besos superaban a los gritos, cuando el cúmulo de problemas aún no había erigido una muralla entre ellos.
Encendió un cigarro y busco en el bolsillo posterior de su pantalón. Sacó la cartera, la abrió y se quedó mirando la desgastada fotografía que guardaba en su interior. Él estaba algo más joven –y más delgado, se reprochó-. Su mujer –le gustaba recordarla con el peinado que llevaba en aquella época- lo abrazaba con un gesto de cariño que ahora le resultaba extraño. Los niños aún iban al colegio. Todos sonreían a la cámara como si el mundo fuera perfecto.
Cerró la cartera, volvió a guardarla y se alejó, lanzando una última mirada a la pareja, deseándoles sinceramente que su felicidad durará lo máximo posible.
*
Alicia pidió un vino blanco. Augusto un vermut. El camarero les trajo las bebidas y un platillo de aceitunas. El sol brillaba y la caída de la tarde envolvía el ambiente de una acogedora atmósfera. Por un momento todo pareció perfecto. Entonces sonó el móvil de Augusto. Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla con seriedad. Antes de que se lo dijera Alicia ya sabía quién llamaba.
-Es Marta.
Descolgó y fijó la mirada al frente, en un punto inconcreto, evitando los ojos de Alicia.
-Hola cariño… Sí, ahora salgo de la reunión… Ya sabes. Siempre se alargan más de lo esperado… ¿Has ido a buscar a los niños?... De acuerdo… Sí, termino aquí y llegaré para la cena... Un beso.
Colgó y guardo el teléfono. Ambos se quedaron mirando hacia las bicicletas. En silencio.
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