No me imagino a Gregor Samsa caminando por las calles de Praga, por la Mala Strana, esquivando multitudes de pies. Y no será porque es imposible pensar en Franz Kafka ajeno a sus personajes atormentados de vida. Es más, siempre he estado convencido de que él también se colgaba del techo de la habitación y fotografiaba sin piedad ni permiso nuestras cucarachas.
Pero gastado el tiempo sí estoy seguro de encontrar junto a su sombra a Max Brod, el amigo del alma, frente a frente en una mesa del café Louvre de la vieja Ferdinandstrasse contemplando un desfile de horas muertas en tiempo de vida e intercambiando confidencias frente a sendas tazas de café vacías. Y esto es más que posible, pues a Kafka lo inventó Max Brod en el preciso instante en que ignoró esa absurda última voluntad e impidió que el fuego trasladara al saco del olvido las páginas de El proceso, La metamorfosis, América, El castillo, y podemos seguir con todo lo huido de su cosmos particular. Sabia decisión, amigo Brod, sabia decisión.
Si no lo leo en el suplemento dominical de un periódico madrileño, me hubiese pasado por alto el especial aniversario. Ciento diez años de conversación con Brod, de conversación con Kafka. Brod nos pasea por la cultura del café, el elemento central en la vida de su admirado amigo, y la nieve de Praga. Una inspirada cafetera, podríamos imaginar, para un trabajo literario donde los personajes de cuentos y novelas son de hecho tercos bebedores de café. Resignados bebedores de espejismos. Es más, las letras de Kafka nos dejan a menudo la nerviosa y zarandeada sensación de haber tomado esa misma pócima bien cargada.
Tras ello, confío se nos puedan admitir absurdas interrogantes, izarnos al mástil de la fútil y tonta pregunta:
-Sr. Brod, ¿cómo prefería Kafka el café?, ¿con o sin azúcar?, ¿con o sin leche?
Pienso que negro, tan negro como los peldaños por los que trepaba para adentrarse en el portal del absurdo trajinar del mundo y por el mundo. Mas algo es muy cierto. Así como Max Brod describió más de una vez los embrujos de las cafeterías de la Parizská en el viejo barrio judío, nunca nos confirmó que su amigo, al final de cuentas, lo bebiera, aun arrancando en su nombre un vínculo permanente a la cultura de la cafeína.
Al final, todos estamos de acuerdo al momento de deducir que eso no tenga más trascendencia que la que quiera darle el publicista de alguna marca conocida, pero lo verídico es que a través de Brod, y por deducción de los biógrafos de Kafka, hoy se quiere enmarcar a éste en una atmósfera muy diferente a la que siempre de él abrigamos, a la que nos proporcionó en sus textos: la imagen del hombre gris, confundido entre los puentes y plazas de su ciudad, inmerso en ortodoxas cúpulas de iglesias no menos ortodoxas. El hombre predecesor de señales e intérprete de tragedias y desalientos, que tal vez no lo eran tanto, pretende modificar el tiempo de sacar a relumbrar sus romances, sus venturas y aventuras prohibidas, mezclándose con legales frustraciones y queriendo inducir a que él, Franz Kafka, también podría ser integrante de la comedia mediática de nuestros días, donde más que el valor de las palabras prima la audiencia que generen.
Y disculpadme, señores críticos, el Kafka de Bord no es ése que ahora nos presentáis; como tampoco el que se nos importa a quienes con relativa frecuencia accedemos a sus páginas. No nos interesa la descafeinada inercia que pueden haber dejado sus días (eran su elección y su entorno), nos interesa lo que admitió, la excitación de la cafeína en estado puro, llámese Gregor Samsa o Sr. K, su imaginación, ¿Milena Jasenská?, y lo irrebatible, sin Max Brod (Praga, 27 de mayo de 1884-Tel Aviv, 20 de diciembre de 1968) el Kafka total es imposible, pero al final de cuentas, ¿nos interesa el Kafka total?
Brod, del que en verdad poco se escribe y al que en definitiva tanto debemos, fue un escritor judío más conocido por ser el editor y amigo de Franz Kafka que por su larga obra. Ambos se conocieron en 1902, cuando eran estudiantes en la universidad de Praga. Ese día, cuentan, Brod había dado un discurso sobre Arthur Schopenhauer. A partir de 1912 fue un acentuado sionista. Cuando Checoslovaquia se independizó, en 1918, trabajó brevemente como vicepresidente del Jüdischer Nationalrat. A partir de 1924, ya establecido como escritor, trabajó como crítico en el Prager Tagblatt, y en 1939, al tomar los nazis Praga, Brod y su mujer, Elsa Taussig, emigraron a lo que por entonces era Palestina, donde vivió hasta su muerte, el 20 de diciembre de 1968, en Tel Aviv, ya Israel.
Su primera novela y cuarto libro, Castillo Nornepygge, publicada en 1908, fue celebrada en los círculos de literatura berlineses como una obra maestra del expresionismo. Este y otros trabajos convirtieron a Brod en una conocida personalidad en la literatura alemana. Algo que desde siempre se ha visto opacado por la larga sombra de Kafka, quien original y profundo, como en todas sus manifestaciones vitales, adoptaba también una posición singular respecto a su propia obra y a su publicación. No es posible, escribió Brod, desestimar la importancia de los problemas que esta circunstancia plantea a quien se propone publicar las obras que nos ha legado. Sirva por lo menos para ayudar a juzgar a este respecto lo siguiente: asi todo lo que Kafka publicó tuve que arrancárselo a fuerza de astucia y de elocuencia. Sin embargo, esta circunstancia no desmiente el hecho de que a veces, en largos períodos de su vida, se sintiera dichoso a causa de lo que escribía.
Aun siendo cierto que él siempre hablaba sólo de «garabateos», estos garabateos de cumpleaños pueden ser para Kafka, Brod o el café, pero seguro que de la mezcla de ellos el proceso será menos enclaustrado y a cada uno le corresponderá siempre lo suyo. Mientras tanto, buscarle cinco pies al gato no aporta nada, simplemente puede ser el decorado de alguien capaz de elevar las cucarachas al cielo que les corresponde y ver al humano (Kafka o no) en su realidad más insultante, amargo o con azúcar. Me seduce caminar por las calles de Praga hoy y dejar mis utopías en sus manos. Sé que el auténtico Kafka es el que quiso lo que yo quiero que sea y lo demás es mero garabateo.
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