Dio vuelta la cabeza con brusquedad para encontrar su cara reflejada en el espejo. Sorprendido abrió la boca hasta contemplar esos dientes amarillos, con caries. En el pelo ralo, escaso, perduraba la traza de haber dejado recién la almohada, mientras sus ojos, inmensos, asombrados, rodeados con un círculo violáceo, decían el resto.
—Éste no puedo ser yo —se dijo en silencio, mirando a su alrededor en busca de la persona que debería haberse introducido en el baño y asomado su cara en el espejo, aún con sus contornos empañados por el vapor de la ducha mañanera bien caliente.
Sólo pudo constatar que estaba solo y que, efectivamente, el del espejo era él. Intentó cerrar los ojos, pero éstos permanecieron dibujados en el cristal. Así, de esta forma, dedujo que algo extraño debía de haberle sucedido en el transcurso de la noche para tener que sufrir tamaño amanecer.
—Anoche, cuando fui a la habitación, todo era lo habitual —se dice a sí mismo—. Apagué el televisor decidido a no ver por tercera vez la misma película en el programa estrella del canal oficial, Noches de estreno, y también seguro de que el sueño no iba a tardar en llegar porque el día había sido agotador. Sentado en el sofá, apenas había tomado un vaso de leche con un par de tostadas. La cena debe ser frugal, primer paso a un reparador descanso. No recuerdo haber soñado. Desde que el psiquiatra cambió mi medicación, nada impide alejarse de la cabeza los malos pensamientos, los principales inductores del mal dormir y peores sueños. Así se revirtió mi actividad diaria en todas sus facetas. Sentí que aun siendo hombre feliz, o por lo menos bastante cerca de serlo, la felicidad nunca es completa; decía mi madre con la certeza de su experiencia, los años.
Inquieto, no deja de esperar que alguien asome a sus espaldas, pero lo cierto es que no puede quitar los ojos del espejo. No intenta conectar con la causa, siempre hay una causa, de ese repentino aspecto, sino más bien, busca responsabilizar a quien no sabe, a quien desconoce o no por tamaña imagen.
—¿Qué hago ahora? No puedo salir a la calle con este aspecto. En el trabajo no me reconocerán; es más, no creo que el guardia me permita tan siquiera subir a la oficina. No soy yo. Si presento los documentos dirán que la foto no coincide, que los robé; lo mismo de la ropa que llevaré, viendo esta cara arrugada, debe de ser una talla menos.
Aparta los ojos del espejo con la decisión de afrontar el día de la mejor manera posible.
—No soy Dorian Gray ni Basil Hallward pintó mi retrato. Nunca fui obseso de la imagen o busqué la fuente de la eterna juventud, pero, asevero, tampoco apruebo ser viejo en tan escaso tiempo, en una sola noche. A ojos de los demás debo permanecer con la misma imagen de cuando fui la cama, con la cabellera aún húmeda por la ducha, sombra de barba en la cara y el gesto sosegado, propio de quien está persuadido de haber superado otra jornada. ¿Qué ha pasado entonces? ¿Retorna el miedo? ¿El espejo es el perturbado? Seguro que el calor de la ducha y el vapor deben de haber alterado el cristal o transformado la capa de plata y estaño de atrás. El reflejo emitido es imposible que sea la realidad, más bien, diría, el fruto de un enfado momentáneo.
Decide no afeitarse e ir al dormitorio. Se detiene frente al ropero atestado, desordenado. Imposible elegir una camisa blanca, es opuesta al aspecto desaliñado que presenta. Ropa obscura, ésa sí, y gafas de sol para añadir un toque de autoconfianza e intentar apartar la perplejidad de no reconocerse. El ropero lleno de andrajos y telarañas permite el retorno de la duda.
—¿Cómo es posible? Nunca he sido un maniático del orden, pero tampoco de este caos.
La sensación es que en los últimos años nadie hurgó en él. La opaca puerta, a su izquierda, mantiene el biselado espejo cuya decoración, hecha a través infinidad de manchas y oscuras motas de polvo, le reafirma su primera impresión. Selecciona el traje que pondrá cuidando el planchado de cada prenda. Las extiende sobre la cama cubierta con la clásica colcha de flores para, una vez vestido, examinar con recelo la imagen devuelta por el espejo a cuerpo entero; pero la cara es la única devuelta.
—¡No soy yo! ¡No soy yo! —atinó a gritar y señaló con el dedo la perversa figura que se exponía.
* * *
—Veo la calle diferente. Han construido un edificio en la esquina donde estaba la panadería, y además, las fachadas de otras casas tienen diferente color. Nadie me reconoce, eso sí, alguna mirada parece censurar mi ropa. También los ojos de algún otro viandante observan divertidos el braceo que siempre caracterizó mi forma de andar para a continuación añadir un disimulado comentario. En definitiva, los que me rodean son extraños. Todo es extraño. Desconozco el modelo de los coches que, a gran velocidad, pasan a ambos lados de una recién construida acera central por la que transito, y sólo al llegar a la esquina, en la intersección con la avenida, compruebo más tranquilo que la boca del Metro permanece igual. ¡Por fin algo que no ha cambiado!
Empieza a descender la escalera que conduce al vestíbulo y nota las rodillas doblarse al tiempo que el dolor desciende por su espalda para alojarse sin piedad en la cintura. Con dificultad se sienta junto a un anciano portador de un cartelito en el que, con mala ortografía y letras de imprenta desparejas, asegura no tener medios para vivir.
—Ponte en otro lado. Las escaleras del Metro son mías —lo mira desafiante al tiempo de estirar la mano y recibir una moneda—. Gracias, señora. Dios se lo pague.
—No voy a pedir dinero —respondo con un gesto de fastidio—, sólo me senté porque no puedo con el dolor de espalda. Además, trabajo, no necesito de la caridad de la gente.
—¿Trabajas? —ríe con ganas y su boca muestra dos estropeadas hileras de dientes—. Con esa facha pareces más un rudo competidor mío. Tu traje seguro que alimentó muchas polillas.
Vuelve a reír para dar las gracias al tiempo de caer otra moneda en el sombrero. Me es imposible contener la rabia.
—Desconoces la tela, éste es un traje de paño inglés importado y la corbata, de seda auténtica.
—Sí, paño inglés, pero de la época de esplendor del Imperio británico. —De repente, la risa se detiene, y con gesto hosco, me señala el principio o el final de las escaleras, según se mire, y, con voz nada amistosa, me indica que me vaya ya—. Si no, la paliza que vas a recibir te va a dejar aún más lisiado para el resto de tu asquerosa vida.
Con excesiva dificultad, comienzo a incorporarme. ¿Subo o bajo? Definitivamente vine al Metro para ir al trabajo. Qué difíciles son estos días, que desde el primer minuto se hacen cuesta arriba.
* * *
En el andén la gente busca posiciones para abordar el tren, tener asiento o mantenerse cerca de las puertas. Se conocen, se ignoran, sonríen, se empujan. Es un movimiento imperceptible que mece sus mañanas desde décadas atrás. La primera puerta del segundo vagón se abre a la altura del tercer cartel publicitario. Va hacia él. Observa un indicador electrónico que refleja que falta un minuto para el siguiente tren.
—Ayer era una voz impersonal la que indicaba eso —piensa—. Con qué rapidez todo se transforma.
Un ruido menos estrepitoso al que él conoce anuncia la llegada del tren. Hasta en eso hay diferencias. La multitud se agita, se mueve al unísono, lo arrastran al borde mismo del andén. Intenta frenar el avance de la gente, pero el dolor lo paraliza, sus movimientos son más torpes, lentos, no le permiten otra cosa que no sea la de dejarse llevar para ver, tras el cristal, la cara espantada del maquinista.
No sintió el golpe contra las vías, ni evaluó el número de cuerpos que se posó sobre él. La fuerza del tren los desparramó a su alrededor. Brazos y piernas en vuelo, cabezas arrancadas flotando más allá de los hombros y su cuerpo dividido en tres.
* * *
El tren se detuvo y permaneció un minuto en la estación. Los pasajeros que descendieron no se enteraron de nada, los que se libraron de la avalancha traspasaron las puertas de los vagones que ocupaban todo el andén. Un largo pitido indicó que las puertas se cerraban y luego partió raudo, dejando una pequeña estela luminosa hasta perderse en una curva.
Los cuerpos desmembrados, agrupados en una masa deforme de carne, huesos y sangre, comenzaron a asomar a los nuevos habitantes del andén de atrás hacia adelante.
El jefe de estación, irritado pero diligente, solicitó al servicio de limpieza retirar a las víctimas y proceder al lavado de las vías de inmediato.
—En sólo cuatro minutos llegará el próximo tren —da a entender la escasa confianza que le transmite la nueva empresa de mantenimiento contratada.
Mientras se revuelve bajo la montaña de cadáveres, toma la decisión de huir. Todo esto se verá esta noche en la tirada vespertina de los periódicos.
—Las piernas y la cintura aún me duelen —murmura para sí mismo—. El espejo sólo refleja la cara, pero no el resto del cuerpo. ¿Flotaré en el aire? La cabeza gira y gira, tal vez porque la tierra es redonda, digo yo. Las estrellas también giran a mi alrededor. Pienso que la imagen que exhibo es más propia de dibujos animados que la de un terrible accidente. Todo es confuso. Hasta este despertar en el baño de mi apartamento, girando con brusquedad la cabeza al malhadado espejo.
Es una suerte que nada duela, y de nada se enteró hasta hoy, cuando, resucitando de entre las vías, atinó a faltar al trabajo, volver a su casa, ducharse, ponerse el pijama y por la mañana mirarse al espejo, sin aceptar que el tiempo pasó.
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