Diplomada en Magisterio, especialidad de Ciencias Sociales
Técnica de Cultura en el Ayuntamiento de Montefrío (Granada)
Infinidad de teorías desde la antigüedad
La mayoría de los filósofos, sabios y escritores de la Grecia clásica, del Imperio Romano y de la Edad Media europea atribuían, hasta bien entrado el siglo XIX, a dos causas principales los fenómenos sísmicos: por un lado hay que señalar a los que, sin comprobación alguna, afirmaban que estaban provocados por la intervención de los dioses, los cuales castigaban a un grupo concreto de personas, o a una comunidad determinada, por su proceder desviado e inmoral; y por otro, estaban los que aseguraban que estos acontecimientos procedían de causas naturales que podrían comprobarse mediante la observación, y que eran ajenas a motivos mágicos o religiosos. A veces, convivían ambas tendencias en un mismo autor, que exponía por una parte un estudio pormenorizado al respecto, junto a una declaración que reconocía que el origen primero de los acontecimientos provenía de la intervención divina. No debe extrañarnos esta actitud ambigua que combinaba la intención de aplicar un pensamiento científico con las creencias religiosas imperantes, pues la impiedad (no creer en ningún dios) era considerada un delito castigado con la pena capital en la Edad Media, y tales razones fueron, igualmente, uno de los argumentos del juicio que sentenció a Sócrates a muerte. Esta imposición teocéntrica permanecerá prácticamente inamovible hasta la aparición del Renacimiento, que irrumpe marcado por una nueva visión antropocéntrica, que adjudicará al ser humano un papel de protagonismo activo en el desarrollo e investigación de la naturaleza, y que nos conduciría a un conocimiento más crítico y profundo de las causas y sus consecuencias.
Para Aristóteles, el motivo de los sismos eran los vientos del interior de la tierra, y los que desde el exterior se introducían en ella.
Plinio el Viejo escribió extensamente sobre el tema en su Historia natural, concluyendo que las zonas más expuestas eran las marítimas y las montañosas, que las estaciones en las que más terremotos se producían eran primavera y otoño, que la noche y el atardecer eran las horas del día más proclives para estos fenómenos, y que suelen aparecer eclipses de sol y de luna que los anuncian. Junto a estas señales, ofrece indicaciones que pueden proteger de sus efectos, como las de ponerse a salvo bajo arcos, esquinas de las paredes, y establecerse en ciudades perforadas con galerías subterráneas.
Séneca se atreve a afirmar que no son consecuencia de la ira divina, sino de múltiples causas, entre las que refiere las teorías desaparecidas de muchos pensadores, que sólo hemos podido conocer a través de su testimonio.
Según D. Francisco Martínez Moles (siglo XVIII), éstos serían los presagios que anteceden a los terremotos, y podemos deducir que sus conclusiones están basadas en el estudio de las obras de los filósofos y estudiosos citados anteriormente.
—Las aguas en general (de los ríos, embalses, fuentes, pozos...) se vuelven turbias y se forman pompas como de jabón en su superficie, exhalan vapores fétidos y su sabor no es el habitual.
—Los ríos se hinchan sin causa aparente, crecen los diques y las norias, y ebullen las fuentes.
—El aire transita, mostrándose a veces con una gran quietud que se convierte alternativamente en impetuoso.
—El mar «duerme» y se tranquilizan sus olas.
—Cuando en el estío (verano) se experimenta un frío insólito, y a esta estación la precede una sequedad grande.
Nubes y luces sísmicas
Fue de nuevo Plinio el Viejo el que en sus observaciones declara que también existen señales que anticipan los movimientos telúricos, como la de una nube fina y alargada que aparece súbitamente, sin estar acompañada de otras nubosidades.
Curiosamente, un químico chino de este siglo (Zhonghao Shou), sostiene que existen nubes «no meteorológicas» que proceden de gases expulsados por las grietas que se producen en la corteza terrestre, y que aparecen entre cien días y un mes antes de que se produzca el seísmo. Algunas de esas formaciones tienen ese aspecto fino y alargado que refería Plinio el Viejo; otras, se asemejan a una pluma o a un farol; su extensión determinaría la magnitud del terremoto, y su extremo más bajo señalaría el epicentro. Asegura Shou que estos conocimientos los ha recogido directamente de la tradición china. Estos datos pueden sernos de gran utilidad, dada la cercanía de Montefrío a zonas sísmicas calientes.
Cuando era pequeña, mi padre me invitó a mirar en el cielo un fenómeno que nunca he vuelto a contemplar: era una nube solitaria de colores rojizos, verdes, amarillos y púrpuras, y él me explicó que era una aurora boreal. Me interesé e investigué muchos años después este acontecimiento, que resultó ser casi imposible en el sur de España, y alguna vez probable en las zonas más frías del norte; así que siempre me había preguntado cómo y por qué sucedió aquello; e incluso llegué a pensar que era sólo obra de mi imaginación. Pero recientemente descubrí que hay constancia de ciertas luminiscencias denominadas «luces de terremotos» (EQL), que están descritas como un fenómeno muy similar a la aurora boreal, y que hace su aparición en zonas donde hay actividad sísmica. Recordé que después de ver aquella imagen en el cielo, hubo un terremoto esa misma noche y nuestros padres nos sacaron a la calle, a mis hermanas y a mí, envueltas en mantas...
Algunos investigadores defienden que los datos al respecto no son concluyentes, a pesar de que existan testimonios históricos que recogen la presencia de estas luces desde el Antiguo Egipto hasta la actualidad; y de que los últimos datos aportan también testimonios gráficos. Quizá, la línea que separa el escepticismo radical de la credibilidad absoluta es demasiado rígida, inquebrantable y densa; pero puede que podamos abrir un resquicio que nos permita dudar e investigar más allá de la apetecible, estirada y engreída actitud cientificista (contraria a la actitud científica, que «sabe que sabe poco»); la cual se disfraza, en más de una ocasión, de sobrada sabiduría, cuando no es sino la personificación de ideas manidas e involutivas que huelen a añejo, a pedigrí de pacotilla y a una autosuficiente apariencia de intelectualidad anquilosada y vacía de ideas, que nunca ha contribuido sino a impedir el avance de nuestra sociedad, y a servir de argumento a los descerebrados poderes dictatoriales. Estos posicionamientos extremos los hemos sufrido en infinidad de momentos históricos, plagados de tantas y tantas «certezas» erróneas y «verdades absolutas», que han pasado a ser a la postre las más grandes y vergonzosas mentiras.
Este texto está incluido en el libro Sentir el tiempo en los paisajes de Montefrío; memoria de cabañuelas y otros métodos de predicción ancestral del tiempo
Bibliografía:
Sentir el tiempo en los paisajes de Montefrío: memoria de cabañuelas y otros métodos de predicción ancestral del tiempo, Amalia Patricia Ordóñez Peral. Ediciones Fuente Clara.
Las Vidas de Pitágoras, David Hernández de la Fuente. Ediciones Atalanta S. L.
Los terremotos a la luz de la ciencia antigua: el testimonio de Apuleyo, Mund. 15.329-332. Cristóbal Macías. Universidad de Málaga.
Disertación physica: origen y formación del terremoto padecido el díaprimero de noviembre de 1755, escrito por D. Francisco Martínez Moles. Fuente: fondos digitales de la Universidad de Sevilla.
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