La habitación es incapaz de disimular los años. La palidez de sus paredes, encubierta por una sucesión de arrugas, indica haber padecido demasiado. La senectud además, sólo de a ratos, puede intuir lo prolongado de la vida recorrida por pesados tubos de oxígeno en conexión con bocas desesperadas, abiertas, ansiosas de percibir un escaso halo de vida más.
Aquí llego por mi propio pie, negando la silla de ruedas que me es atentamente ofrecida, engañado acerca de lo breve de la experiencia que aguarda. Si bien los pasos son nada firmes y no puedo ocultar el temor que me invade, lo afable del recibimiento, las palabras agradables, hacen que esboce una mueca semejada a la sonrisa con la que otrora solía obsequiar a mis clientes.
Recibo bien a todos los inquilinos, ya sean de corto o largo plazo. Fui convencida para ser amable, práctica, funcional, pese a ello el paso de los años modificó mi aspecto y cada día me cuesta más mantener ese toque de esperanza con el que obsequiar a quienes visitan esta estancia de hospital.
No es posible discurrir otra cosa: soy feliz de que la discapacidad cerque mis huesos e impida el asomo de un solo gesto capaz de delatar mi menguado entender mientras observo, con la mayor atención posible, el desvencijado final que me aguarda residiendo con los mismos viejos trastos que fueron propiedad de otro paciente, unos tibiamente desordenados en el vano de la ventana y otros abandonados a una especie de escritorio que hace las veces de mesa; además, un oscuro ropero con espejo en el que cuelgan pocas perchas conscientes de su inutilidad y un sillón tapizado con una gruesa tela floreada y manchada. Nada más.
La presencia de un individuo con aspecto de guardián no llega a inquietarme. Ya hace mucho que trasladan este cuerpo de un lugar a otro, de una máquina a otra, sin que deje de fluir la baba o la eventualidad de esbozar la más mínima protesta.
Los primeros días los inquilinos observan, primero indiferentes, luego con más atención, cada detalle que ofrezco, hasta se atreven a solicitar otros objetos o exigir menos blanco y más ventilación. Algún fin de semana, incluso, han llegado niños. Ellos, infalibles, con la mirada asustada, pretenden a los pocos minutos huir de este espacio con la certeza de no querer regresar nunca más. Es algo más angustioso para quienes ocupan este espacio que para mí mismo y puedo contemplar, con esta congoja incapaz de menguar con el paso del tiempo, cómo empieza a germinar la semilla oculta por empleados y visitantes, la desazón tras desazón, el dolor tras dolor y siempre, siempre el mismo final.
Tras la ventana sólo distingo un trozo de cielo y algunas ramas, largas ramas de otoño, con frecuencia oscilando al compás del viento. Pinceladas de otoño en el invierno de los días. A mi alrededor hay silencio, de vez en cuando una mirada y luego manos con guantes mueven lo que fue mi cuerpo. ¡Ay!, si pudiera hablar. Decir todo lo acopiado en mi cabeza: sepan que siento y me duele, que pienso y me duele aún más pensar. No quiero aburriros contando mi vida. No siempre estuve así, me amaron y amé, me oyeron y oí, me respetaron y respeté, leí, viajé, fui uno más dentro del montón que me tocó. También me incliné sobre alguien querido que ocupó un lugar igual a éste en que yago hoy.
No he influido para nada en el pronto deterioro físico de los llegados, puedo creer que sí pude hacerlo en lo moral, mas estoy convencido de que uno es consecuencia del otro. Son diferentes personas, no mis empleados, me interesa mucho aclarar esto, quienes se encargan del espacio que ocupo, lo decoran, sustituyen aquello que consideran deteriorado pero son incapaces de detectar el desánimo que con cada partida se apodera de estos ladrillos. Todo mi cuerpo tiene sentimientos y sufre aunque me consideren un mudo espectador de todo lo que dentro de mí sucede.
Tengo todo el tiempo para pensar. Nunca tuve tanto tiempo como ahora y a la vez tan escaso. Pese a lo que Vds. puedan creer, estoy tranquilo. Saber con certeza lo que aguarda es un aliciente para preparar el viaje con calma pese a sentir un dejo de nostalgia por lo que queda atrás y cierto temor a lo que espera más allá de las sombras.
Un amigo, Tomás, transitó por este mismo camino. La primera pelea fue con toda su fuerza, y sobre todo, la mayor mentalidad ganadora posible, pero tras varios combates, advirtió que todo escaseaba. Así fue dejando el ring, sin nuevos contratos, derrota tras derrota, a la espera del KO definitivo. Ésas fueron más o menos sus palabras, las mismas que transcribo ahora, dichas durante una visita ya lejana en el tiempo. Amigo, cuánta razón tenías. Sabías que los vómitos de sangre regulaban con precisión el tiempo restante. Qué pequeño es el espejo indefenso en la mesita. Apenas revela una cara que no es mía. Es Tomás, cada vez más pálido, agitando en su mano un pávido adiós.
Las paredes, más arrugadas aún, sienten pena. La pintura que las cubre encubre varios colores. Lo observo y agradezco. Tienen la experiencia de su prolongada vejez, del ocaso de demasiados huéspedes, pero también distinguen que, más pronto que tarde, serán atropelladas por una volqueta, golpeadas por una enorme bola de acero, y no tendrán tan sólo un huésped que las compadezca o acaricie su revoque.
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