Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 47 - Verano 2017
Asociación Cultural Ars Creatio - Torrevieja

 
Mar de lavanda Manuel Pérez Garcí­a

Una buena foto es la que no puedes olvidar

Josef Koudelka

 

Arrastrando los pies llegó hasta la estropeada silla de mimbre que desde mucho tiempo atrás, cada anochecer, esperaba recibir el mismo cuerpo gastado y torpe. Estaba a un costado de la puerta principal, en el porche de la antigua casona; desde allí podía contemplar el vaivén del mar de lavanda espejado por los últimos rayos del sol y beber, con tragos pausados, el estertor de esa nostalgiosa fragancia. Durante cuarenta años había sido un rito cada verano, el sueño de unos ojos cansados navegando, aferrados al timón de la fantasía, proa al horizonte entre las azules plantas. Tantas veces trazó en la imprecisa hoja de ruta la umbrosa distancia que justo, en ese preciso momento, asomaba desde el puerto de desembarque el frío cemento de la soledad.

Se sentó con dificultad. Y pese a que cada vez le era más difícil hacerlo sin la ayuda de su asistente, no cejó de hacerlo en la soledad de un último intento. La vida se agolpó en su mirada. En escasos segundos transcurrió tal cual, despiadada con el tiempo, ajena a todo intento de revisar esos instantes aún negados a morir con el pasado. Ese vacío desbordado capaz de llenar toda su humanidad.

Tal vez así manifieste la trivialidad que en esta tarde exhibe la vida o será parte de ella, las flores que Mía envió por años a la directora del geriátrico del pueblo vecino. El pensamiento predomina al tiempo que se arrebuja en el intento de atrapar algo del escaso calor equivocado a esa hora de la tarde.

—No tardarán en llegar —en voz alta dirigió sus palabras a las dos maletas que esperaban indiferentes junto al portal. Las maletas simbolizan la soledad. Quien las arrastra por los puertos, aeropuertos o estaciones, siempre ha dejado algo atrás aunque vaya en busca de la felicidad.

Cuarenta años resumidos en dos pantalones, no recuerdo cuántas camisas, dos chaquetas de punto tejidas por Mía, muchos libros, fotos y más papeles. Tan poco bagaje para tanto trabajo, si hasta la lavanda parece impasible a su despedida.

—Agitadas por la brisa —observa las hojas—, parecen recrear una sinfonía de adioses. Mas es mi adiós.

En perfecta formación, la escandalosa bandada de aves migratorias vuela con rumbo más al sur. Apenas giró la cabeza para verlas. Ellas también formaban parte del paisaje cotidiano, la misma vista que envuelve todos los afectos, en especial a ella, a Mía, enmarcada en apaciguados pasos acercando una bandeja con dos humeantes tazas de té.

—Mañana la infusión será de lavanda —se disculpa—, las primeras hojas ya están secas. Las guardaremos de un año para otro y por siempre será el aroma de nuestro sabor.

Esto fue décadas atrás, cuando prósperos, pensábamos, braceaban los cuerpos en el oro azul. Cuando los pájaros te saludaban al pasar y el pretexto añil era el gozo de tu mirada.

En la maleta más pequeña, entre las hojas de un libro de Apollinaire, está la foto. No recuerdo quién la tiró, tal vez el cartero. Lo cierto es que la primera infusión fue inolvidable. El campo de lavanda será el guardián de nuestro tiempo. Varias fábricas compraban las plantas. Una de ellas aún hoy crea esencias; la otra se especializó en infusiones medicinales.

Era el tiempo de los días perfectos, cuando después de la fiesta bajábamos a la costa inundados de proyectos. Disfrutábamos toda idea y cada copa de vino alzada frente al otro mar, el de inmensos prados de agua. Asumimos que el azul era nuestro color, eran azules tus ojos, el azul de los campos, el azul del cielo y el de la mar.

Junto a esta silla, último recuerdo de aquellos días, nos retrataron. Tú sentada, yo de pie a la izquierda, y al fondo la lavanda creciendo con mediterránea nostalgia. Dentro de un marco dorado, durante décadas presidió el salón de la casa y no envejeció como nosotros, apenas un tono ocre formó el contorno junto a tu sonrisa imborrable y mi seriedad poco convincente.

Así te mantuve viva. Cada mañana entre infusiones y un retrato. Cada día encendiendo el mismo día. El marino campo de lavanda estaba más calmo que nunca; con tu sombrero nuevo en la mano corriste a la orilla, lo agitaste. Era una invitación a correr tras de ti. Respondí con la mano en alto y tu cuerpo penetró en el azul. Quedó teñido de azul.

—Te mandaré una carta —el grito surgió entre las risas.

Veo un coche acercarse entre las plantas.

—Ya llegan. Vienen por mí —las maletas lo sabían—. Es el momento de partir, de decir adiós.

—De decirte adiós como aquella mañana en que el cielo se cubrió de nubes al pintar el lento descenso de tu sonrisa a las raíces de la tierra.

Tal vez vivo en un sueño. Incoherente, desordenado, pero un sueño en el que el mar azul lavanda te tragó y escondió más de tres días. Al final, regresó rígido e hinchado, con mis amados ojos azules bien abiertos pero asustados y desesperados.

El sombrero, pese a la sucesión de tormentas, seguro aún hoy flota entre olas. Él no exploró jamás las honduras y así permanecerá navegando hasta pudrirse.

—¡Me gusta! Es de paja y muy amplio. Además, también lo podré usar en el campo. —Su voz siempre denotaba entusiasmo y a la distancia pienso que ese día de playa, más que nunca, lo entregaba a los cuatro vientos. Las cosas simples precisaban más su empuje, el valor que procuraba a cada hálito de vida.

—Me queda bien, ¿verdad? —Siempre tu risa, tan feliz como cuando cambiabas el tinte.

El camino por un momento fue cuesta abajo; la playa, risas, bromas y la felicidad que se concentraba en nuestro único color de oro azul.

Los campos de lavanda retroceden desde ese día. Todo quedó en una sombra que poco a poco lo fue cubriendo todo. Primero, confusa; luego, con una fuerza impensable. Los días se sucedieron uno a uno sin cambiar de forma y el perfume estancado fue la única arma en la rutina de subsistir y estar convencido de que tu sueño nunca podía acabar bajo el mar.

Todo transcurrió con la indiferencia habitual. El médico forense estableció y firmó la causa de tu muerte, «asfixia por inmersión», para dejar de hurgar tu carne. No pudo o no quiso saber nada del l’or blue, quizás porque lo habías bebido todo. Yo, sí. Estoy convencido de que cuando el final amenaza, mejor es no postergarlo.

—Señor, vamos a ayudarle a subir al coche. Seguro que se va a encontrar muy cómodo entre nosotros. Le prometemos felicidad.

—Por favor, déjeme tener un segundo la foto —me pidió el acompañante del conductor—. Cuando esté dentro del coche se la devuelvo, ¿de acuerdo?

¿Qué podía responder yo? Desde hace mucho tiempo, sólo sé asentir con la cabeza.

Conmigo no se pierde tu memoria, tan sólo en ella nos reencontramos.