Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 41 - Invierno 2016
Asociación Cultural Ars Creatio - Torrevieja

 
Finalista foto 1: La bruja Raúl Clavero Blázquez

 

La mirada de Marta se concentra en las muñecas de su madre. Delgadas. Envueltas en una blancura algodonosa, tan brillante que hiere los ojos de la niña, obligándola a cerrarlos para no crecer de golpe. En la oscuridad Marta se aleja unos segundos del territorio hostil en el que siente que la han metido a la fuerza. En el fondo ella no quería visitar a su madre, la última vez que la había visto, una semana atrás, unos enfermeros la sacaban en camilla de su casa. Aún tenía restos de sangre en la blusa, en su boca se marcaba un gesto de renuncia, y estaba tan pálida como lo están los recuerdos en los primeros días de infancia. Y sin embargo, a pesar de todo, Marta hubiera preferido quedarse con esa imagen, con el dolor profundo pero asumible de la ausencia de su madre. Le habría resultado sencillo sumar su abandono al de su padre, y fingir también con ella que no la echa de menos. Sí, desde luego, le habría sido más fácil que tener que contemplarla en esa cama de hospital.
Todavía faltan muchos años para que Marta sea capaz de interpretar sus propias emociones, pero si en este instante pudiera hacerlo, se daría cuenta de que éstas nunca llegan aisladas, de que la alegría, la culpa y el rencor que la invaden, pueden convivir a menudo en un mismo espacio, y deduciría que el dolor que se le concentra en el estómago no es más que una anticipación de las heridas que habrán de venir en el futuro. En cualquier caso, lo cierto es que la mujer ha sobrevivido y que la niña, en algún punto impreciso de su pensamiento, ha logrado reunir las palabras necesarias para llegar a la conclusión de que debe hacer algo para ayudar a su madre.
—Marta —la voz de su abuela saca a la niña de su ensoñación. Marta abre los ojos—, quiero hablar a solas con tu madre. Dale un beso y espérame fuera, anda— añade.
Marta obedece. Tras el beso, apenas un aleteo de labios, la madre se gira hacia la niña y musita un fatigado «lo siento».
Marta sale al pasillo, y es entonces, al cruzarse con la escoba de una limpiadora, cuando recuerda a la bruja. Sucedió hace unas semanas, su padre llevaba tres meses desaparecido, su madre se había transformado en un espectro que apenas comía, y su abuela acababa de instalarse definitivamente en el dormitorio de invitados. Los paseos al atardecer de las tres mujeres empezaron a convertirse en rutina, y en una de esas interminables caminatas llegaron al centro de la ciudad.
—Ahí vive la bruja —dijo su madre señalando hacia un pequeño callejón por el que ascendía una escalera de piedra. Su abuela se persignó, tomó a la mujer por el codo y la obligó a darse la media vuelta. Marta no creía en los hechiceros, ni en los duendes, ni en los fantasmas de los libros, pero la actitud de su madre, descompuesta en las horas siguientes en un llanto ahogado e impenetrable, y la mueca entre apenada y temerosa que no se borró del rostro de su abuela en varios días, convencieron a la niña de que aquella bruja de la que hablaban debía de ser alguien muy importante. Quizá tenga poderes mágicos de verdad, fantasea Marta mientras busca en su mochila un papel y un lápiz, y si es así, piensa entrando de nuevo a hurtadillas en la habitación en la que en este momento su madre y su abuela se abrazan, puede que consiga que su padre regrese. Si él viene a casa, concluye al tiempo que desliza una nota en el bolso de la anciana, todo será como antes. Todo estará bien, desea, abriéndose paso entre una pareja de celadores hacia el ascensor. No habrá más lágrimas, ni más pastillas, ni más bañeras manchadas de sangre.
Marta tiene buena memoria, y no le cuesta ningún esfuerzo recordar cómo se llega al barrio en el que vive la bruja. No obstante, en el punto en el que las calles comienzan retorcerse, a Marta, de pronto, todas las casas le parecen igual de viejas y amenazadoras, y comprueba con rabia como el sol alarga las sombras, y se descubre perdida, y se preocupa porque imagina que su abuela ya la habrá buscado por todas partes, y que habrá encontrado la nota, y que no tardará en llamar a la policía, si es que no lo ha hecho ya. La noche llega, y avanza, y Marta tiene frío, y hambre, y sueño, y le duelen los pies porque sus padres, cuando aún vivían bajo el mismo techo, nunca le regalaron una bicicleta, y ahora ya no sabe si sus padres volverán a comprarle juntos un regalo, no sabe siquiera si volverá a tener unos padres que se ocupen de ella, y cuando siente que va a echarse a llorar de un segundo a otro, de pronto ahí está: la escalera de piedra. Marta sube corriendo sus doce escalones. Después, bajo la luz anémica del único farol de la calle, encuentra una puerta, y en la puerta un timbre.
La niña llama y espera.
Si la bruja es una bruja, le pedirá que le devuelva a su padre, y ya no desconfiará jamás de los cuentos. La puerta se abre, y Marta gruñe de frustración. Es una mujer en pijama, una mujer joven que en nada se parece a las brujas de las películas. La niña deduce que se ha equivocado de casa, y va a marcharse de aquel umbral para seguir buscando, hasta que la mujer habla.
—Eres Marta, ¿no? —le pregunta con una sonrisa. Y la niña no sale de su asombro, y sí, piensa, resulta que esa chica es una bruja, y una muy poderosa, además, porque enseguida, antes incluso de que pueda hacerle su petición, por detrás de la mujer, medio desnudo de cintura para arriba, aparece la silueta de un hombre que Marta reconoce de inmediato.
—¿Papá?

 

 

 

Música:
La Vieja Bruja (Old Hag)
por A.Torres Ruiz
Voz:
Mª Luisa Molina 

(Pendientes confirmación derechos de autor)